Recordando a Juan Carlos Onetti

juan-carlos-onettiUn total de 11 novelas, entre las que destacan títulos como “El pozo”, “El astillero” y “La vida breve”; 47 relatos, al menos 116 ensayos y tres poemas, conforman la obra del prolífico escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, quien falleció hace 18 años, el 30 de mayo de 1994.

Juan Carlos Onetti nació el 1 de julio de 1909, en Montevideo, Uruguay. Su padre Carlos Onetti fue funcionario de aduana y su madre era descendiente de brasileños. Tuvo dos hermanos, Raúl y Raquel.

De acuerdo con una biografía publicada en línea por “clubcultura.com”, cuando cursaba el tercer año de secundaria, abandonó sus estudios debido a una huelga general y a partir de entonces comenzó a trabajar en diferentes sitios, como portero, funcionario de la Empresa Guerin, y vigilante, entre otros. Participó algunos meses en la revista “La tijera”, entre 1928 y 1929, publicación organizada por un grupo de jóvenes de Villa Colón, ciudad del norte de Montevideo.

En 1930, contrajo matrimonio con su prima María Amalia Onetti, con quien viajó a Buenos Aires donde residieron definitivamente. Durante esta época publicó algunas críticas cinematográficas.

Para 1932, escribió su primera versión de la novela “El pozo”, la cual se extravió de forma incierta, pero más tarde fue retomada. Escribió el cuento “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo”, publicado en 1933, el cual fue recopilado en volumen hasta 1974. Regresó a Montevideo, luego de la separación con su prima y volvió a casarse con la hermana de su primera esposa.

Entre 1935 y 1936, el diario “La Nación”, de Buenos Aires, publicó sus cuentos “El obstáculo” y “El posible Baldi”. Onetti también escribió el relató “Los niños en el bosque” y la novela “Tiempo de abrazar”.

En cuanto a su ideología política, puede recordarse que al estallar la Guerra Civil Española, en 1936, e intentó unirse a las brigadas internacionales que apoyaron la República, y también, pretendía viajar a la entonces Unión Soviética.

Ese mismo año, Carlos Quijano, fundador del semanario “Marcha”, publicación uruguaya más prestigiada del siglo, designó a Onetti secretario de redacción, cargo que desempeñó hasta 1941.

Durante este tiempo publicó semanalmente la columna literaria “La piedra en el charco”. Con diversos seudónimos como “Periquito el Aguador”, “Groucho Marx” y “Pierre Regy” firmó otros artículos literarios, así como cuentos policíacos.

Fue en 1939 cuando publicó su primera novela “El pozo”, cuya narrativa tiene una transformación profunda, según sus amigos más cercanos.

Obtuvo el primer premio en el concurso de Cuentos de Marcha, con su relato “Convalecencia”, el cual redactó bajo el seudónimo H.C. Ramos. Más tarde regresó a Buenos Aires, donde trabajó como secretario de redacción de las revistas “Ímpetu” y “Vea y Lea”. Poco después publicó su novela “Tierra de nadie”, la cual fue premiada ese mismo año, con el segundo lugar del concurso “Ricardo Güiraldes”.

Entre otras de sus novelas que destacan se encuentran “Para esta noche”, “Una tumba sin nombre”, “La cara de la desgracia”, entre otras.

Escribió cuentos como “Bienvenido Bob”, “Nueve de julio”, “Regreso al sur”, “Ejsberg, en la costa”, “La larga historia” que se transformó más tarde en la novela “La cara de la desgracia”.

Asimismo, escribió “Un sueño realizado y otros cuentos”, con prólogo de Mario Benedetti, “Historia del caballero de la rosa y la virgen encinta que vino de Liliput” y “El infierno tan temido”, entre otros.

En la poesía también hizo aportaciones literarias, con sus obras “Balada del ausente”, “Y el pan nuestro” y “Querida Litty”.

La novela más importante de Onetti es “La vida breve”, que él mismo consideró como la mejor. Además, escribió la novela corta “Los adioses”, dedicada a la poeta Idea Vilariño (1920-2009).

Por otra parte, tradujo algunos textos como la novela “This very Earth”, del escritor estadounidense Erskine Caldwell (1903-1987) y “The Comancheros”, de Paul Wellman.

Recibió diversos premios y reconocimientos, entre los que se encuentran el Premio Nacional de Literatura y el Premio Rómulo Gallegos de Venezuela. Para 1972, fue elegido como el mejor narrador uruguayo de los últimos 50 años, por medio de una encuesta realizada a 35 escritores y poetas de diversas generaciones.

Además, de acuerdo con el sitio “sololiteratura.com” obtuvo el segundo lugar en el concurso organizado por la revista “Life”, con su obra “Jacob y el otro”.

Otra de sus obras más importantes, “El Astillero”, fue traducida al italiano, por lo que recibió el premio a la mejor novela latinoamericana publicada en ese idioma, entre 1971 y 1973. Al mismo tiempo en México comenzó a filmarse una versión de esa novela que no fue concluida.

Diversas obras también fueron traducidas a idiomas como el francés, inglés, portugués, alemán, ruso, entre otros.

En 1974, fue arrestado por el régimen militar, por lo que estuvo en prisión algunos meses. Un año después, fue invitado por el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, a participar en él, por lo que se estableció en la capital española donde residió hasta su muerte. Participó en el Encuentro Latinoamericano de Escritores, en un congreso de escritores dedicado a su obra y fungió como jurado del concurso de novelas en México, donde su obra fue publicada por la editorial Aguilar.

Por su parte, la editorial Alfaguara publicó su última novela “Cuando ya no importe”, en 1993.

Un año más tarde, en Uruguay, el ministerio de Educación y Cultura, la Intendencia Municipal de Montevideo y la revista Cuadernos de Marcha, organizaron un homenaje a Onetti a través de diversas jornadas de literatura, en la Facultad de Humanidades y Ciencias.

Un mes después, Juan Carlos Onetti, luego de varios años de enfermedad, murió en Madrid, España, el 30 de mayo de 1994.

onetti2A continuación les dejamos un cuento para recordar a este grande

El último viernes, de Juan Carlos Onetti

En cuanto lo hicieron pasar, Carner comprendió que aquel viernes iba a ser distinto. Creyó recordar tímidas premoniciones, trató de protegerse despidiéndose de la larga sala de espera que acababa de dejar, de la noche o el día eternos que imponían los tubos fluorescentes, de la humanidad pobre y silenciosa que se rozaba los hombros sin respaldo, conservando rígidos los cuerpos durante horas, temiendo que su abandono significara la renuncia a su esperanza.

Se despidió de tantas semejantes, confundibles tardes de viernes que había elegido para visitar a Miller o ya, desinteresadamente, para visitar la Jefatura, atravesar el saludo de policías de uniforme y perder la noción del tiempo entre los hombres y mujeres que llenaban la sala de espera, sin rostros, sustituibles, tal vez diferenciados en secreto por anécdotas de la desgracia.

Había elegido los viernes porque era su día franco en el diario y porque Hilda lo usaba para ir a la iglesia. Había olvidado la probabilidad de un gran empleo en provincias, y gastaba en paz los viernes oyendo fanfarronear a Miller, fumándole los cigarrillo, midiéndole la miseria, haciéndole feliz con su atención y aceptándole los billetes dolados que le ponía en la mano al despedirlo.

Comprendió que aquel viernes iba a ser distinto, y acaso el último, porque Miller modificó de manera absoluta la farsa de la recepción y también el papel que le había asignado. No lo esperaba sonriente en el medio de la habitación, pequeño, cordial, gordo, juvenil, alargando los brazos para tomarle una mano y palmearla mientras recitaba con lentitud su discurso de bienvenida y sorpresa, en el que las erres inevitables arrastraban su húmeda blandura. El Miller de aquella tarde estaba sentado detrás del escritorio, fingiendo leer y corregir, en mangas de camisa y sin corbata, sudando apenas en el primer calor de la primavera. “Me vas a decir que es inútil que siga viniendo, aunque hace tantos viernes que no hablamos del empleo ni pensamos en él. No va a cumplir con la cuota semanal, no me va a dar un solo peso, justamente hoy, la primera vez que hice planes contando los billetes colorados”. Carner armó una sonrisa tranquila, indiferente y estuvo esperando a que el otro lo mirara; dos pisos más abajo, en el patio embaldosado, sonaron las botas, culatas, órdenes, removiendo el aire tibio de la tarde que empezaba a declinar, asustando a los insectos que anidaban en las hojas muertas de la victoria regia.

-Sentate -dijo Miller sin alzar los ojos.

Con calculada violencia, Carner tiiró el sombrero sobre el escritorio y ocupó la silla de brazos. Alzó la tapa de la pesada caja de madera siempre llena de cigarrillos ingleses, tomó uno y la dejó abierta. Tironeó la cadenita del encendedor del escritorio y sopló el humo hacia delante, hacia la cabeza inclinada y redonda, de pelo rubio y escaso. Miller cerró la carpeta e introdujo de nuevo la lapicera en el tintero; miró la caja de cigarrillo abierta y eligió uno.

-Gracias -dijo con ironía y sin sonreír: Lo encendió con un fósforo, recostó la cabeza en el respaldo de cuero del sillón y chupó el cigarrillo, una vez, con los ojos cerrados, sin tragar el humo. Luego abrió los ojos y estuvo examinando la sonrisa de Carner, ya un poco ajada, desprovista de sentido visible.

- ¿Qué te pasa? -preguntó.

- Nada -dijo Carner-. Vos sabes que hace años que no me pasa nada, nada que importe de veras. Pero soy feliz por si vas a preguntarlo. Me cago en todas las cosas y en todas las cosas que se te puedan ocurrir. Prontuario de Carner, José, de treinta y un años de edad, casado o viudo, periodista.

Entonces Miller sonrió, pero era la sonrisa dulzona, retrospectiva y deliberadamente nostálgica de las tardes de los viernes. “Así debe sonreír cuando un pobre infeliz, sentado en esa silla, empieza a mentirle para salvarse. Así, con paciencia y seguro, agradecido -al Dios de las tribus en que debe seguir creyendo, y sino en él, a los del padre y del abuelo que le quedaron como rastros de barba- de estar en ese lado del escritorio y no en éste, y creyendo también que lo merece.”

-Apasionado y no del todo exacto -dijo Miller, y se inclinó para acercarle un cenicero-. Treinta y dos años. Y la profesión declarada parece no ser la única. No se trata de fulltime. Muchas veces hablamos de Hilda, de una mujer llamada Hilda.

- Sí. Muchas veces. Vive conmigo, vivo con ella, vivimos juntos. ¿Qué pasa con ella?

- Poco, nada extraordinario. Hasta llegaría a decirte que no pasa nada si no fuera tu mujer.

- Mi mujer -Carner rehízo su sonrisa, clara, insultante, pero no estaba dirigida a Miller_. Nunca tuve, conocí o toqué a una mujer que fuera mi mujer. Hay una pieza de pensión que pagamos a medias, dormimos juntos, suceden con frecuencia momentos que me autorizan a decir sin mentira que vivimos juntos. En uno de ellos pensaba cuando lo dije recién. Puedo contártelo. O tal vez me ordenes que te lo cuente, comisario.

Miller echó la cabeza hacia atrás y contempló al otro desde el respaldo, hizo con los labios una mueca dulce y misteriosa.

- Me impresiona haberlo sabido hoy -dijo-. Las coincidencias me llenan de sospecha. No traté de averiguarlo, vino sólo. ¿Hilda Montes? Libertad 954. El informe dice, sin originalidad, que ejerce la prostitución. Y al parecer el 954 no contiene más que prostitutas y cafishios. Tu casa.

Vivo ahí. En el F del segundo piso. Hasta te invité, creo, a que fueras una noche. No me importa lo que haga Hilda para ganar dinero. Es decir, no me importa en ningún plano moral. En el plano que cuenta, me interesa, la escucho y a veces le hago preguntas. Tampoco es por razones morales que pago la mitad del alquiler y como de mi dinero. Algunas noches, es cierto, y también por coincidencia en noches de viernes, salimos de paseo y ella paga todos los gastos. Si la quisiera, viviría sin escrúpulos del dinero de ella. Sólo un imbécil, y no lo sos de esa manera, podría creer que exploto a una puta habiéndome una vez mirado el traje, la camisa, los zapatos. Todo esto es ridículo y aburrido. A vos, pienso, debe bastarte con mirarme a la cara.

Miller tosió el humo y se puso a reír, nervioso, entornando los ojos, mostrando los blancos dientes de muchacho. Se puso de pie, rodeó la mesa y apoyó una mano en la espalda de Carner.

- Es la maldita coincidencia -dijo-. Bendita, si preferís. Ya veremos.

- Sí. Y la coincidencia de que sea éste el primer viernes que vengo a visitarte pensando en los veinte pesos habituales, con un destino concreto para ellos. -La presión de la mano fue sustituida por una palmada; Miller caminó lentamente y acomodó una nalga en la esquina del escritorio. Encendió otro cigarrillo y estuvo mirando con una novedosa curiosidad la cara flaca y oscura de Carner-. Esta coincidencia y la de que Lucía se esté muriendo. Con diez pesos iba a comprar un libro de posturas para mirarlo esta noche con Hilda. Los otros diez los iba a guardar, no por mucho tiempo, según me avisaron, para comprarle flores a Lucía. Esta es la coincidencia de hoy; no es plata el contraste del destino de los dos billetes de diez pesos que esperaba. Recién ahora pienso en eso y me resulta natural, gris, desprovisto de trascendencia.

Sonó un timbre en el escritorio y Miller dijo una palabra sucia.

- Esperá.

Fue a ponerse el saco y la corbata, salió por la puerta del fondo, de madera pesada y brillosa, rodeada por el panel trabajado y profundo.

Entonces Carner se apoyó en la mesa y pensó sin amor en el viernes, en el reiterado, escondite idéntico y cambiante viernes que acababa de terminar para siempre.

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