A mamá y su caja de angelitos de yeso...
Maté a Ana Rosa Riveiro el mismo día en que dejé caer al suelo su orquesta de angelitos de yeso. Sólo que ella, a diferencia de la orquesta, no falleció de una vez.
Pegó primero un grito de “¡Ay, nooooo!”, que prolongó con sus manos para atajar la caída y reprolongó con un atropellado patinar de rodillas que la acercó a la figura voladora, hasta que quedó extendida en el rellano de las escalas, mirando la tortilla de yeso. “¡Trash, trish, trash!”, tocaron los ángeles, y sus últimos acordes no sonaron exactamente como una melodía celestial.
Enredé entre mis piernas el primoroso mantel de satén que vestía la mesa, y la figura cayó dando volteretas, sin que yo pudiera evitarlo. ¿Cómo pude ser tan torpe yo, que visité la casa de mis tías desde niña y que me acostumbré a caminar como una pelusa de cardo llevada por el viento para no tropezar con las repisas y las mesas cargadas de vidriería veneciana, porcelanas chinas y jarrones de cristal de bohemia?
El viernes luctuoso y triste, saludé a las “titites”, mis tres tías solteronas, y a las figuras inmóviles que me sonríen desde niña. Alabé las nuevas porcelanas chinas: el señor de los gansos, el muchacho de las tórtolas, “el colibrí que no termina de posarse en la rama”. Caminé esquivando los jarrones checos y finalmente me posé en una silla cercana a la mesa auxiliar de la sala Luis XV, próxima a las escaleras que dan al primer piso, de donde cogí, con todo cuidado, la caja real de madera policromada, calada en guirnaldas de flores y llena de angelitos de yeso; Gloria in excelsis Deo, me dijo otra vez con caracteres góticos la base de la caja rectangular. Cuando logré girar el mecanismo de cuerda, ocho figuras de niños desnudos, como cupidos inquietos, de color marfil y pelo hirsuto con ocasionales mechones de oro, cubiertos sólo con flores rojas y velos ligeros, salieron por todos lados y entonaron una melodía de acordes visibles, tonos azules y aroma de villancicos que, como siempre, se quedó suspendida en el aire llenándonos de luz y fascinación.
El ángel de la viola de gamba que sobrepasaba la tapa de ébano tañó su instrumento; los dos de las zampoñas que estaban sentados en el balancín se mecieron; los demás serafines me miraron con picardía, y todos los pillos juntos aletearon y tocaron sus instrumentos de viento y de cuerda: la lira, el violonchelo, el laúd, la cítara y el arpa, hasta que dejaron suspendida en la noche una música de gozo perfecto. Ana Rosa dibujó una sonrisa nostál-gica en sus labios, esperó a que yo también me riera y con excitada picardía en los ojos fue hasta la cocina por mi sirope de piña. Cuando volvió cargada de golosinas con sabor a cantos navideños, ella fue la que le dio cuerda por segunda vez a la caja de ángeles inquietos, mientras yo me atragantaba de brevas con arequipe, frutas con canela y calados de queso. Después, con una complicidad que parecería secreta, juntamos nuestras miradas y dejamos que cuatro voces más se unieran al eco de los querubines y se fueran de valle en valle repitiendo una y otra vez el Glo ooooo ooooo oooooria, in excelsis Deeo, para terminar alabando a Dios y elogiando la sazón canela de la tía Ana Rosa, hasta que las risas, el sonido discordante de nuestro canto y el batir de las palmas asustaron a los músicos de yeso, que optaron por esconderse debajo de la tapa de ébano.
Siempre había sido un placer para ellas y también para mí la visita de los viernes después del colegio, o la de cualquier día después de la universidad. Entre breva y breva asistíamos al circo, íbamos a pescar con el niño del pantalón roto, nos metíamos en los corrales de los gansos y de las gallinas, o echábamos a volar los pájaros de la bailarina. Dos o tres elogios para las nuevas figuras que había comprado cada una de las tías eran suficientes para que se multiplicaran las viandas y se diera por justo, en contra de toda la familia, el gasto de tres jubilaciones en dulces, mármoles y porcelanas chinas. Pero después de que dejé caer la orquesta de angelitos de yeso, no volvieron las tardes alegres pintadas de brevas, de rostros estáticos y de siropes de piña.
Sentí la muerte antes de que me atreviera a mirar a Ana Rosa; pensé que era yo la elegida; luego, cuando la vi arrastrarse para recoger los añicos marmóreos de su alma, creí que era ella; y después, pero antes de que la viera entablillada como un pentagrama sin notas, cuando Carola y Rosmira me dieron dos palmaditas en la espalda y la posibilidad de comprar una figura nueva, pensé con desesperados rezos que no sería ninguna de las dos.
Volví el viernes siguiente cargada de porcelanas chinas: una orquesta de músicos con seis viejos de sombrero, una pareja de guitarristas enamorados, un coro de monaguillos vestidos de rojo y una virgen María rodeada de ángeles dormilones, pero Ana Rosa no se interesó en ninguna de mis figuras. Noté que yo no era la única que traía porcelanas de regalo, ni la única que había bajado de peso. La tía Ana Rosa, la titite de los viernes dulces, se veía frágil y débil como una delicada pieza de cristal, había perdido el tono gozoso de su voz y escasamente recibía comidas. Escuchó sin interés la historia de mis pesquisas para conseguir una orquesta de angelitos de yeso; oyó sin alegrarse el cántico de la destartalada cajita de ébano y los mil elogios que le hice a tantas porcelanas nuevas. Papá, mamá y todos los que se consideraban amigos, vecinos o familiares habían llevado una.
Regresé a los quince días, después de visitar a varios coleccionistas de porcelanas, a algunas de las amigas de mis tías, aficionadas a la decoración, y a dos señoras importadoras de imágenes religiosas, con la esperanza vacía de que La Titite hubiera hecho el duelo y ya estuviera mejor. La encontré desteñida, sin esmalte y sin color como una cerámica opalina, indiferente a las atenciones de todos y a una nueva melodía angelical; las aves de las porcelanas se habían escapado, las figuras palidecían y las barrigas de los payasos empezaban a desaparecer.
Mi tercera visita fue exactamente a los veinte días. Llevé a un viejo amigo restaurador de arte. Él tomó la caja, la bolsita de polvo con los restos que quedaban y después de mirar largamente a la tía, sugirió hacer una figura nueva usando dos cabezas de angelitos, la caja de ébano y la cítara. “Lo demás no sirve. Son notas musicales sueltas”.
Ana Rosa no quiso aceptar la orquesta nueva; no recibió al padre Gaviria, ni consintió otra visita médica: “Ya ha venido tres veces y todavía tengo lo mismo”. No recuperó el color carmesí en sus mejillas de loza, ni la forma rechoncha de su figura ancestral. El blanco del yeso y de la muerte se apoderó de ella sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Cuando me vio contagiada de su color opalino me dijo: “Quédese tranquila y no traiga más angelitos, ni más porcelanas chinas, que eso no era una orquesta de angelitos de yeso sino una marmolina italiana, la corte de querubes que interpretan cantos de alabanza en el cielo. Me la regaló el extranjero que vino a restaurar el cristo del altar mayor en la ermita de la Misericordia; me la dio a cambio de que yo lo acompañara una noche para que escucháramos juntos los cantos de Navidad; en realidad no lo acompañé una sola noche, ni escuchamos Noche de paz; lo acompañé también los siete mediodías en que debí llevarle el almuerzo y las jaleas de melocotón; lo habría hecho a cambio de nada. Eso se hace cuando una ya está vieja y se va a morir sin conocer un beso y sin tocar el amor. No volví a ver al viejo zorro, pero sé que esté donde esté, siente el aroma de mis postres y escucha la melodía de la cajita de cuerda. El amor debe ser algo así”.
Estaba en el puerto esperando un de-sembarco de mármoles florentinos cuando escuché, o me pareció escuchar, el leve tintinear de unas campanas y las voces de un coro de niños interpretando una tonada: “Gloria cantan los querubes en los campos de Belén; bien, querubes que entonaban cantares a nuestro Rey. Glo ooooo ooooo oooooria, in excelsis Deeo”. Por eso no me sorprendió la llamada de mamá avisándome de la muerte de la tía. “Te dejó dicho algo que no he podido entender, algo así como que le avisaran a su niña que los ángeles se habían ido porque él ya está allí. Murió delirando. ¡Ave María Purísima! Se inventó un cuento extraño y, mientras lo contaba, miraba a Carola y a Rosmira con orgullo como si ese pecado la hiciera la mejor de las tres. No quiso confesarse, sólo pidió que le dieran cuerda a la destartalada cajita de música, y se marchó”.
*Escritora colombiana, reside en Medellín