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Pesadillas |
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escribe Víctor Montoya Los muñecos El sueño de la razón produce monstruos Todavía recuerdo mi encuentro con los muñecos de la pesadilla. Todo se me nubló de golpe. Aparecí sujeto en la cama y las cuerdas imaginarias, ciñéndome los brazos y las piernas, parecían reventarme las venas. Aunque estaba dormido, escuchaba voces lejanas y veía imágenes humanas del tamaño de un dedo. Aspiré hondo y lancé un grito que se descompuso en ecos. Nadie acudió a mi auxilio, salvo los muñecos que treparon por mi cuerpo y bailaron sobre mi pecho, provocándome escalofríos. Uno de ellos, barbita blanca y gorrito rojo, se acercó a mis ojos y dijo: ¿Por qué rutas llegaste hasta aquí? No atiné a responder. Me limité a pedir un vaso de agua, pero me lo negaron. Te he preguntado insistió. No sé me relamí los labios, y añadí: ¿Dónde estoy? En el Purgatorio contestó. Después saltó de mi pecho y desapareció como un rayito de luz, seguido por los otros muñecos que dejaron la habitación sumida en la oscuridad. Sentía un dolor intenso a lo largo del cuerpo. Respiraba por un delgado conducto, que parecía un alambre herrumbroso conectado entre mi boca y mis pulmones; tenía los ojos irritados, la nariz obstruida y la garganta reseca. Mi deterioro físico era considerable: se me cayó un brazo, una pierna y una oreja; cuando de pronto escuché una voz cavernosa alzándose desde el fondo de mí mismo. ¿Quién eres? le pregunté. Se abrió un prolongado silencio. Después se volvió a escuchar la voz: Soy tu vida y tu muerte dijo. Hace tiempo que me vacié en tu cuerpo y en tu alma. Formo parte de tu carne y de tus huesos. En derredor divisaba un mar de fuego y un cielo poblado de monstruos que volaban en bandadas, luciendo espuelas en los pies y látigos en las manos. ¿Dónde estoy? grité a punto de perder la razón. En la antesala del Infierno asistió la voz. Me quedé perplejo, y aunque sabía que la muerte no la decide uno sino el destino, resistí a abandonarme y pregunté: ¿Qué hice yo para merecer esta condena? La voz calló y, como si me empujara desde el interior de mi pecho, me condujo hacia un túnel hecho de lodo y de fuego. Caminé arrastrando los pedazos de mi cuerpo y me dispuse a penetrar en ese recinto dantesco, donde la muerte, a poco de detenerme en la puerta, puso su mano helada sobre mi hombro y dijo: No puedes entrar. Aún no ha llegado tu turno. Me volví sin palabras y me alejé a punto de llorar, hasta que desperté en el límite exacto donde se separan la vida y la muerte, el sueño y la realidad. La riada De súbito fui arrastrado por una tromba de agua que arrasaba todo cuanto encontraba a su paso. Quise agarrarme de las ramas de un árbol, pero caí sobre la borrasca que, arrastrándome entre guijarros y desechos, me arrojó en una zanja donde viraba el curso del río. Parecía una tormenta en verano, los relámpagos se desataban en el cielo y las aguas se precipitaban desde la punta de los cerros. Las piedras y los puentes, que hacían de muros de contención, fueron cediendo poco a poco, hasta reventar como diques de corcho. La corriente se hizo invencible y nada pudo resistir su embestida. El caudal se multiplicó y la ciudad quedó navegando en las aguas, mientras el lodo, convertido en ciénaga, iba acabando con todo vestigio de vida. Aunque a ratos me sentía como Ícaro, podía respirar y avanzar contra la corriente. No sé cómo me salvé pero alcancé la orilla. En derredor estaban los cadáveres sepultados por la avalancha. De la ciudad no quedó nada, ni siquiera el trino de los pájaros. Más tarde se despejó el cielo y llegaron los helicópteros de rescate. Los soldados organizaron patrullas de rastreo y se dieron a la búsqueda de las víctimas del desastre. Siete días y siete noches buscaron todo indicio de vida. No quedó un pedazo de tierra sin escarbar. Dieron con un perro herido que vagaba sin consuelo y con el cuerpo de una mujer que yacía en un recodo, donde la riada la empujó después de desvestirla; tenía la cara desfigurada, los brazos torcidos, las piernas cruzadas alrededor del cuello y los cabellos apelmazados por el lodo. Cuando los soldados me encontraron por el rastreo de los perros, no podían creer que todavía estuviese vivo. Me subieron a una camilla y me condujeron al hospital, donde me cortaron y zurcieron el cuerpo. Mas esta experiencia prefiero no contar, porque es el episodio más cruel que recuerdo de la pesadilla. Quise salir del sueño, pero... Las hormigas se apoderaron de mi cuerpo, introduciéndose por los orificios que encontraban a su paso. Los sapos, grandes y rechonchos, emergieron a raudales por la taza del baño; en tanto los lagartos, penetrando por la ventana y tragándose a los sapos, correteaban por las paredes y el techo. Cuando las hormigas me vaciaron por dentro, dejándome reducido a un armazón de huesos, los lagartos y los sapos empezaron a llorar como niños angustiados. Mientras miraba mi esqueleto, atravesado de lagartos y sapos, salió un chorro de gusanos por la pileta del baño, ubicada a dos brazadas de mis ojos. En eso escuché los pasos de mi vecina, quien empujó la puerta y entró en el cuarto. Mi vecina tenía el cuerpo cimbreante, la cabellera plateada, los labios sensuales y los ojos luminosos. Me llevaré a los bichos que te atormentan dijo. Se acercó y se desnudó echándose a mi lado. Sus manos acariciaron mi esqueleto y sus senos se aplastaron contra mis huesos. No sabía qué hacer con su cuerpo. Me volví y revolví, sin besarla ni penetrarla, entretanto mi alma, suspendida en el vacío, lloraba a gritos su dolor. Ella se levantó y se enfundó en su vestido blanco. Salió del cuarto y los animales salieron detrás de ella, uno a uno, como atraídos por el olor que desprendía su cuerpo. Permanecí en el piso, mirando el techo. Quise salir del sueño, pero... |
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