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Cartas a mi madre, de Sylvia Plath |
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escribe Juan Cameron El relato de un mismo hecho bajo la perspectiva de dos versiones distintas produce, en el lector, una visión panorámica, una tercera dimensión, que alimenta la imagen y la reconstruye casi con visos de realidad. Esto ocurre al revisar las Cartas a mi madre, de Sylvia Plath, y cotejarlas con las ya comentadas Cartas de cumpleaños, de Ted Hughes. La correspondencia de la poeta norteamericana con Aurelia Schober Plath ha sido reeditada varias veces por Mondadori, con prólogo de Ana María Moix, y entrega un retrato psicológico que, en parte, da cuenta de su suicidio. ¿Qué necesidad podría tener, quien escribe poesía, de saber estas cosas? Más allá de la simple curiosidad el conocimiento importa. Y, de alguna manera, entrega al estudioso un escenario posible para «comprender» el poema. El traslado a Devon, a vía de ejemplo, que señala el último paso hacia el desbarrancadero, es sintomático: Nos trasladamos, sin ningún percance, el jueves -conseguimos cargar a duras penas todos nuestros muebles en la pequeña camioneta de mudanzas (el traslado costó menos de cien dólares)-, y nos tocó en suerte un bonito día de cielo azul, cálido y soleado, cuenta la poeta a su madre en una nota de 4 de septiembre de 1961. El país de Nunca Jamás descrito por Hughes en el poema Error (I brought you to Devon. I brought you into my dreamland) esconde, sino el sentido de culpa, una cuestión de responsabilidad. Queda por examinar los textos de Sylvia (v.gr.: Snow) escritos en ese lapso. La relación entre estos dos grandes poetas contemporáneos de habla inglesa, queda allí establecido, no fue para nada tormentosa, más allá de las dificultades económicas propias de dos jóvenes estudiantes y profesionales -exitosos por lo demás- en el ámbito académico londinense. El suicidio de Sylvia Plath cierra esta historia con un manto dramático que inicia, por casi medio siglo, una discusión sobre la culpa, la cuestión femenina y el abandono por parte de Hughes. La imagen de la poeta alimenta desde entonces el mito feminista y se convierte en un estandarte pleno de heroísmo y sacrificio. Y la cuestión de la culpa es el fundamento ideológico en esta discusión. Ana María Moix toma aquí el rol de abogado del diablo. No de Hughes, entiéndase, sino de la causa de su heroína, revisada con objetividad al rigor de la historia familiar de los Plath. Hija de alemán y austríaca, la formación en este ambiente culto y académico le entregó un fuerte sentido de la responsabilidad y de la competencia. Conoció los triunfos literarios desde la infancia y, muerto Otto Plath (¿por diabetes, de algún pistoletazo?) la imagen de su madre se convierte en un hito para alcanzar y agradar. Sin embargo Sylvia Plath poseía una fragilidad extrema. Ya a los veinte años un fracaso sin mayor importancia -se rechaza su ingreso a un taller de verano- la lleva a atentar por primera vez contra su vida. No en vano la única novela publicada por ella, con el seudónimo de Victoria Lucas, lleva por título La campana de cristal (The Bell Jarr). Los acontecimientos se precipitan. A cincuenta páginas del final la protagonista aún no percibe el desenlace; pero ya está en el guión. Aurelia Schober, quien selecciona e introduce con magnífica pluma las notas de su hija, lo sabe ya. No hay rencor; al comenzar el compendio agradece a Hughes por los derechos de autor y por su innegable colaboración. «El éxtasis -dice Aurelia- generado por el nacimiento de Nicholas Ferrar, el 17 de enero de 1962, y el florecimiento de su jardín tras un largo y duro invierno, se había esfumado por completo a finales de junio de ese año. El matrimonio tenía graves problemas». Hughes, enamorado nuevamente, abandona la tranquilidad campesina y retorna a la capital inglesa. Las grandes preocupaciones de Sylvia Plath la conforman su carrera de escritora, los triunfos académicos y literarios, las publicaciones y el dinero; las mismas que cualquier otro profesional, por lo demás. Sin embargo el cuidado de los hijos, la lejanía y el rigor del clima comienzan a minarla. Su traslado a Londres, hacia finales de 1962, es la hebra que deshace el camino del Minotauro. La mañana del 11 de febrero de 1963, luego de servir desayuno a sus hijos, introduce su cabeza en el horno de la cocina y se suicida con gas. Todo está en orden. Como Aurelia ha sido una excelente madre y esposa, un ejemplo de individuo, además de poeta consagrada y de brillante futuro. Alguien debe pagar por esta pérdida. Su madre es escueta al respecto: «El 12 de febrero de 1963, mi hermana recibió un telegrama de Ted que decía: Sylvia murió ayer, y a continuación indicaba la hora y lugar del funeral». Sylvia, la muchacha que quería ser Dios, ha jugado su última carta táctica; y ha triunfado. Alguna vez dijo: «De piedra a nube, así ascendía./ ahora parezco una especie de dios/ y floto en el aire con el rumbo del alma/ pura como una lámina de hielo. Es un don». Sin duda Cartas a mi madre es en sí una pieza literaria de extraordinario valor. A la magnífica prosa de Ana María Moix se una la de la recopiladora y, más allá de toda posible traducción (Monserrat Abelló y Mircea Bofill), la calidad narrativa de la autora norteamericana es garantía para el más riguroso lector. El resto, la vida, la muerte y su interregno, no son sino motivos de escritura, habría dicho la poeta. |
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