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Cuentos violentos |
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escribe Víctor Montoya
El revólver Con decir que dormía armado, lo digo todo. Por las mañanas, al despertar con los gritos de mi madre, jugaba con el revólver, contemplándolo contra la luz que penetraba por la ventana. Vivía obsesionado por su forma y tamaño, sin comprender cómo un objeto maravilloso podía trocarse en peligroso. Acariciaba la culata, hacía girar el tambor contra la palma y me apuntaba el cañón contra la sien, como quien jugaba a la ruleta rusa. ¡No te apuntes así, porque eso que tienes en las manos no es juguete! gritaba mi madre desde más allá de la puerta. Así se apuntó tu tío y así lo mataron. Un disparo en la cabeza acabó con su vida& Entonces yo retiraba el revólver de mi sien y apuntaba contra la pared, imaginándome que de un balazo hacía volar por los aires el sombrero de mi adversario. Después soplaba el humo del cañón y, haciéndolo girar en el dedo, como lo hacían los cowboys, lo enfundaba en su cartuchera de cuero negro. A veces, sin ponerme siquiera los pantalones, me acercaba hacia la ventana. Apuntaba al primer peatón, simulaba el estampido de las balas con la boca y descargaba los seis tiros, mientras adentro, en la cocina, se escuchaba la voz de mi madre, hablando consigo misma como todas las mañanas. Con el tiempo, el revólver se convirtió en un amuleto contra los peligros. En su presencia me sentía más valiente y seguro, hasta que un día, mientras yacía todavía en la cama, el revólver apuntado contra mi sien, presioné el disparador sin quererlo y la bala me atravesó de lado a lado. La sangre manó a chorros y la vida se me atascó entre las paredes del pecho. Cuando mi madre volvió del mercado y presintió que yo seguía en la cama, mirando el techo desde el punto de mira del revólver, asomó la cara hacia la puerta y dijo: Hora de ir al colegio& Escuché la voz como en sueño, me aferré al revólver como un niño que se abraza a su muñeco de peluche y me dispuse a enfrentar la muerte, con el revólver cargado por las manos del diablo. Mi madre, molesta por mi silencio, entró en el cuarto. Puso a prueba su autoridad y decisión irrevocables, y dijo enérgicamente: ¡Deja ya de jugar con el revólver y hacerte el muerto!& Mas al ver un reguero de sangre que se perdía entre las tablas machihembradas del piso, pegó un grito al cielo, tembló como gelatina y repitió entre sollozos: ¡¿Qué te dije?!& ¡¿Qué te dije?!& Sicario Entré en el baño, me lavé la cara y limpié el borde del lavabo, donde preparé una hilera de cocaína, esa fiel compañera que llenaba los vacíos de mi existencia, sin traicionarme ni delatarme. Enrollé un billete de mil pesos hasta convertirlo en un canuto e inhalé con fruición el polvo blanco, tapándome una fosa nasal con el dedo. Minutos después estaba pletórico de vida, sonriente, queriendo tragarme el mundo y dispuesto a seguir mis instintos de asesino. En el dormitorio, donde estaban escondidas las armas y las fotografías de mis víctimas, quedó el perfume de la prostituta que me abandonó a media noche, sin confesarme su edad ni su nombre. Abrí la gaveta del velador, saqué la pistola de seis tiros y, sintiendo el roce del frío metal contra mi piel, me la puse en el cinto. Aseguré la puerta y descendí las gradas hacia el garaje donde estaba aparcado el coche descapotable, cuyo motor, al encenderse, arrancó con la fuerza de ciento veinte caballos. Apreté el acelerador y recorrí por las calles mojadas de la ciudad, sin otro pensamiento que acabar con la vida del enemigo principal del gobierno, de quien no tenía más referencias que una fotografía ajada y la dirección donde vivía. Atrás quedó la ciudad, como navegando en la lluvia. Detuve el coche contra la acera y miré el número de la casa donde debía consumar el crimen. Me ajusté los guantes de cuero negro y me cubrí la cara con un pañuelo. Bajé del coche. Dejé la puerta entreabierta, con el motor en macha para facilitar la huida. Tomé el ascensor hasta el segundo piso, sintiendo que la cocaína y la adrenalina aumentaban mi pulso y mi coraje. Golpeé la puerta y escuché acercarse unos pasos desde el otro lado. Entonces, decidido a matar a sangre fría, me paré con mi mejor estilo: las piernas abiertas y clavadas en el piso, la pistola sujeta con ambas manos y la mirada alerta. Al abrirse la puerta, asomó el rostro del hombre de la fotografía. No le dirigí la palabra, no pensé dos veces y lo revolqué a tiros sobre la alfombra más roja que su sangre. Misión cumplida, me dije, mientras la detonación de los disparos me perseguía hacia donde estaba el coche, rugiendo como bestia herida. Misión cumplida, me volví a decir, aferrándome al volante y alejándome del lugar, donde quedó el cadáver de la víctima, cuyos ojos, que reflejaban la pureza de su alma, me dieron la impresión de que se trataba de un buen tipo. Pero como mi deber no consistía en sentir compasión por el prójimo, me fui pensando en que todos somos iguales a la hora de la muerte. No muy lejos de donde vivía, entre un hotel de lujo y un teatro de variedades, un piquete de seis policías me detuvo en el camino. Los policías se apearon del auto de sirena aullante, me hicieron señas de alto y me tendieron un cerco. En ese instante, resignado a morir como un simple sicario, sin honores ni glorias, cargué la pistola, salté del coche hacia la calle y me batí a tiros por el lapso de varios segundos, hasta que uno de los policías, herido a mis espaldas, me disparó a quemarropa y me tendió de bruces. De no haber sido ese maldito polvo blanco, que se apoderó de mi cuerpo como un fantasma dispuesto a despertarme los instintos salvajes, estaría todavía con vida, pensé, ya muerto, justo cuando la campanilla del reloj me despertó de la pesadilla, donde se cumplió el refrán que alguna vez me refirió mi padre: Quien a hierro mata, a hierro muere. Escritor suicida Me senté en la silla del escritorio y concluí el último capítulo de mi novela, que me requirió diez años de acopio de documentos y otros tantos años de trabajo obsesivo. Cuando puse el punto final, sentí que mi vida se vació como el tintero, y con la firme decisión de enfrentarme a la muerte, que me sonreía desde el otro lado de la vida, abrí el último cajón del escritorio, donde estaba la pistola de cacha negra, cañón de metal bruñido y cilindro giratorio, cuya recámara múltiple tenía una sola bala en el eje, lista para ser vaciada de un tiro. Por un instante contemplé la maravilla y el peligro de esa arma que me regaló mi padre la noche en que ocurrió ese suceso que iba a cambiar el curso de mi vida. Levanté la pistola, alargué el brazo y, poniendo el ojo en el punto de mira, la paseé por el cuarto; pero donde ponía la mirada, mi alma no encontraba más que un vertiginoso abismo de soledad y desesperanza. Entonces, abandonado de mí mismo, recogí el brazo y puse la boca del cañón contra mi sien. Quité el disparador, apreté el gatillo y... ¡PUM!!!... El impacto fue tan fuerte que, luego de sacudirme en el aire, me tumbó boca arriba. La sangre saltó a raudales y el olor de la pólvora impregnó el cuarto, ese cuarto que tenía el techo bajo y las paredes atestadas de libros, una puerta que daba a la calle y una ventanilla por donde se calaba un aire tan frío como la muerte. Pasó el tiempo y nadie indagó por el vacío que dejó mi ausencia, hasta que la policía me encontró tumbado en medio de un círculo de sangre seca, los sesos destapados y la pistola todavía en la mano, el cuerpo deformado por la obesidad y la barba apelmazada donde los bichos hicieron su madriguera. La policía, sin salir del estupor, constató que yo, en mi condición de escritor suicida, había dejado un montón de papeles sobre el escritorio y una nota que decía: Nadie llore sobre mi cadáver ni deposite flores en mi tumba. Todos sepan que murió un hombre que no pudo encontrar la felicidad sino a través de la muerte.... Cuando la noticia saltó a la prensa: Escritor suicida se quitó la vida a las doce en punto del mediodía..., los lectores se enteraron de que el protagonista de mi novela, hecha de realidad y fantasía, tuvo un desenlace más feliz que mi vida. |
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