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18-Junio-2004

 

¡Vivan los indios, carajo!

 

escribe Víctor Montoya

El Tío me vio entrar en su cuarto, cabizbajo, callado y como un perro con el rabo entre las patas.

¿A qué diablos llevas esa carita de dame cincuenta centavos?

Levanté la mirada y le conté que una cambita, pavoneándose entre otras bellezas candidatas a Miss Universo, dijo a la prensa ecuatoriana que existen dos Bolivias; una occidental, donde la gente es india, pobre, morena y de baja estatura; y otra oriental, donde la gente es alta, blanca y sabe inglés.

¿Y por qué te asombras? dijo el Tío. No es la primera vez que se escucha una expresión racista en boca de una mestiza que se da aires de gringa. Además, te apuesto que ella jugó desde niña con Barbie, como tú jugabas a los indios y los cowboys, montado en un caballo de palo y con un rifle de corcho en la mano, sin aceptar el rol de indio que te asignaban tus compañeros, pues sabías de antemano que, si eras indio y seguías las reglas del juego, estarías condenado a morir primero, desollado y con un tiro enterrado en el cuerpo.

Ah, caray, pensé, el Tío tiene razón. Ya de niño me inculcaron la mentira de que los blancos eran mejores que los indios, y que por eso era natural hablar con desprecio de ellos, como lo siguen haciendo algunas chotitas que, por tener la piel blanca como el pan remojado, creen llevar sangre azul en sus venas. Se dan ínfulas de haber nacido en cuna noble y pertenecer a una casta de alta alcurnia, así sean simples mestizas nacidas del cruce entre un aventurero de Occidente y una mujer de tierra adentro. Lo peor es que creen ser más cultas y refinadas que las cholas y las indias, porque lucen un apellido que, a diferencia de los Condori, los Coca y los Mamani, no es de abolengo indígena sino de extranjero.

El Tío me propinó un leve golpe en la espalda y, arrancándome del laberinto de mis pensamientos, preguntó en serio:

¿En qué estás pensando?

En la estupidez humana fue mi respuesta. No tolero el racismo ni los insultos. Que un boliviano llame indio al otro es como insultarse a sí mismo ante el espejo de un país donde todos tenemos algo de indios.

El apelativo de indio, efectivamente, suena como un campanazo en los oídos, cuando tiene sentido peyorativo y expresa una honda discriminación racial. Los insultos son palabras que hieren el alma y duelen más que un golpe en la cara, por eso mismo tardan en cicatrizar. Lo grave es que en un país como el nuestro, con resabios de una mentalidad colonial, los insultos contra el indio vulneran el derecho a la igualdad y revelan los prejuicios de quienes, creyéndose descendientes puros de españoles puros, no cesan de repetir: ¡El mejor indio es el indio muerto!. ¡El mejor negro es el esclavo negro!.

Apreté los dientes y empuñé las manos de furia. La sangre burbujeó en mis venas y, de purita rabia, elevé la voz a su tono más alto:

¡Hijos de la gran...!

No es fácil acabar con la discriminación asistió el Tío. Se podrán cambiar las estructuras sociales por medio de leyes y acciones revolucionarias, pero el prejuicio racial subsistirá todavía en el subconsciente colectivo, como una suerte de colonialismo interno. El racismo en Bolivia no cambió ni siquiera con la revolución nacionalista de 1952, cuando se proclamó el voto universal, se nacionalizó las minas, se introdujo la reforma agraria y se proclamó el 2 de agosto como Día del Indio. ¿Sabes por qué?

No contesté con la humildad del aprendiz eterno.

Porque lo último que cambia en una sociedad es la mente de la gente. Y para que se dé un cambio, como decía el vate aymará Franz Tamayo, es necesario crear una conciencia nacional, no para buscar en qué nos diferenciamos sino en qué nos parecemos. Es hora ya de que los karas (blancos) y los taras (indios) se den la mano, sin importar lo qué piense el Mallku, quien, por testarudo y resentido, está lejos de convertirse en el Mandela boliviano. Al comienzo, antes de que empezara a creerse la reencarnación de Tupac Katari y a despotricar contra los estúpidos hombres blancos, tenía el destino del país en sus manos, pero lo fue perdiendo por intransigente. Con una actitud más inteligente podía haber acelerado la avalancha de las comunidades campesinas decididas a demoler la antigua escala de valores sociales y raciales del apartheid criollo o blancoide que, durante más de quinientos años, impuso sus condiciones a una mayoría indígena en su propio territorio.

¡Detesto la discriminación! grité encendido como fosforito.

No pegues un grito en el cielo ni te sientes ofendido. Mírate bien en el espejo, ajústate los pantalones, levanta la cabeza, hincha el pecho y grita a voz en cuello: ¡Vivan los indios, carajo!...

Así lo hice. Y, como si una parte más de mi alma hubiese vuelto a meterse en mi cuerpo, me sentí entero, íntegro, diría mi madre. No hacía falta la palabrería de los Mallkus ni los Evos, para comprender que por mis venas corría y corre- más sangre indígena que agua bendita.

El Tío, al verme levantar el gallo, me paró en plena euforia y dijo:

Un momento, compañerito. Tú tienes más pinta de mestizo que de indio. Eres cholo, un híbrido como la mula, que resulta del cruce entre una burra y un caballo.

¿Cómo? ¡Un cholo! exclamé con el ceño fruncido.

Sí, ¡un cholo y qué! afirmó. Por eso te gustan las morenas, las mantas y las polleras... La sangre es más espesa que el agua y la sangre llama a la sangre... Yo mismo soy mestizo, el sincretismo cultural entre las creencias paganas de los Andes y la religión católica llegada en las carabelas de Colón...Soy mestizo como tú, el hijo bastardo de la conquista, el huérfano de una Europa que me desprecia y el hijo adoptivo de una América indígena.

No sé de qué estás hablando, Tío le dije. No entiendo bien lo que dices, a pesar de que tu lenguaje es igual de florido cuando hablas en quechua, aymará y español.

Así es, pues corroboró. Sólo cuando hablo en sueco se me jode todo, incluso mi piquito de oro.

Ay, ay, viditay, qué será de mí me dije en voz baja, arrastrando la mirada por doquier. Siendo mestizo quiero llegar a ser indio, como el indio quiere llegar a ser gringo a cualquier precio, como esos llajtamasis (coterráneos) que en Suecia se hacen los indios y en Bolivia se hacen los gringos, sobre todo, si llevan una suequita de mujer y esconden la falacia de que casarse con una rubia es para mejorar la raza...

Cuando el indio se refina, se desatina citó el Tío, con acento sarcástico. Se hace el caballero y da la apariencia de haber ascendido un escalón más en la pirámide social, donde lo blanco está en la cúspide y lo negro en la base. No se da cuenta de que el indio, por mucho que se haga el doctor, sigue siendo indio.

Es como la chola, aunque se vista de seda, chola se queda...

Qué bien dicho, Tío. Tú si que eres sabio entre los sabios y diablo entre los diablos.

No es para menos dijo. Y, a modo de tomarme el pelo, añadió: Así no seas ni blanco ni indio, grita otra vez: ¡Vivan los indios, carajo!...

¡Basta ya, Tío! le paré. No ves que los vecinos nos tienen ojeriza por cabezas negras y por chillones.

El Tío se quedó callado y pensativo, pero luego esbozó una sonrisa pícara y atinó a decir:

Nos tienen ojeriza también porque alguna vez a todos se nos sale el indio...



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