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La congoja del sueño |
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escribe Víctor Montoya El Tío, en el instante de poner su pie en el dormitorio, me encontró sentado en medio de la cama destendida. Mi cuerpo temblaba una lástima y las lágrimas surcaban mis mejillas; tenía el alma fustigada por la congoja y la voz atascada en la garganta. En el dormitorio había algo sobrenatural. No supe precisar qué era, pero me causó un temor que no pude dominar a tiempo. El Tío me miró con pasmado asombro y, al verme abatido como estaba, preguntó de súbito: ¿Qué pasa? ¿Por qué lloras? Me enjugué las lágrimas y no dije nada. En mi espíritu penetró una insondable melancolía. Digo insondable, porque al principio sentí un enorme vacío interior y luego un eco de voces que, emergiendo de la nada, se rompió como una vasija de cristal contra el piso. El Tío, cuyo aliento cálido y húmedo estaba en contacto con el soplo del aire exterior, donde el sol empezó a dorar la mañana, se acercó a la cama a paso lento, me dio unas palmadas en la espalda y dijo: Ya sé que tuviste un mal sueño. Cuéntamelo en detalle, al menos para vaciar la angustia que atormenta tu alma. Se sentó en el borde de la cama, dispuesto a escuchar mi sueño convertido en palabras. Lo sentí muy cerca, en confianza, y no dudé de sus buenas intenciones. Me sorbí los mocos y, con una voz temblorosa que afloró en mis labios, me lancé con la cotorra: En el abismo del sueño había perdido todo, incluso la esperanza, que es lo último que se pierde en la vida. No era dueño de nada, ni siquiera de mi destino. Me vi sentado en una barca mecida por las olas, sujeto a los remos y con la proa en dirección a la luna. Navegué con la levedad de una pluma, sin sentir hambre ni cansancio. Remé hasta chocar con una red de pescadores que, reluciendo como hebra de telaraña, emergía de las profundas aguas alzándose hacia el alto cielo. Arrojé los remos y subí por la red queriendo alcanzar la luna, mientras mi cuerpo flameaba en el vacío como bandera en jirones. Al poco rato, encima de mi cabeza, se abrió una inmensa puerta, y detrás de la puerta se abrió un túnel a través del cual, levitado por una fuerza misteriosa, volé con la liviandad de un globo hasta alcanzar el otro cabo. Cuando salí del túnel, dando tumbos y volteretas, no di crédito a mis ojos; era como si de pronto hubiese llegado al Paraíso tras haber salido del silencio, la oscuridad y el olvido. Caminé un trecho y, en la orilla de una laguna de aguas cristalinas, encontré a una mujer de extremo vigor y belleza. Le lancé una sonrisa afable. Ella me la devolvió y habló con voz similar al silbido de la flauta. No entendí su mensaje, mas por la forma de mirarme a los ojos, pensé que quería aspirar mi aliento y experimentar la temperatura de mi cuerpo. Me puse de cuclillas, sintiendo el aroma de su pelo, pero ni bien abrí los brazos para estrecharla contra mi pecho, ella dio un brincó y corrió hacia un enorme árbol, cuyo follaje cantaba con el soplo del viento. El árbol era tan, pero tan alto, que cuando trepamos por el tronco nos parecía que estábamos tan, pero tan cerca del cielo, y que al bajar nos parecía tan, pero tan difícil, que era como si fuésemos a caernos en el vacío, y que si no nos caímos fue por pura suerte. Otra vez en el suelo, ella se echó a correr por la superficie de la laguna, sin mojarse ni hundirse. Yo corrí intentando alcanzarla, pero la laguna se convirtió en una oscura ciénaga, donde me hundí poquito a poco, hasta quedar atrapado en el lodo. Acto seguido, alargué el brazo lo más que pude y me agarré de la rama de un árbol, pero la rama, torcida y deshojada, se deslizó de mi mano cual una serpiente exaltada. Yo tenía la cara vuelta hacia el cielo y lancé un grito inaudible. Entretanto ella, mirándome desde la orilla de la ciénaga, se retorcía a carcajadas, como si mi desesperación le causara alegría. En el cielo se desató una lluvia de fuego y en la ciénaga empezó a hervir el lodo. Grité de dolor, sintiendo que la piel se me desprendía del cuerpo dejando mi alma desnuda. Nadie acudió a mi auxilio, salvo una mano misteriosa que me arrastró de los pies hacia las profundidades de un mundo desconocido, donde volví a ver a la mujer de mi sueño trocándose en una extraña sierpe, la cola de cascabel y la cabeza de Medusa. Ella, culebreando en derredor, hacía chasquear la lengua viperina con la velocidad de un látigo, mientras yo braceaba en procura de salir a la superficie y aspirar la última bocanada de aire antes de entregarme a los brazos de la muerte. La angustia creció en mi interior. La sierpe me clavó los colmillos en la pierna, me rozó con la punta de la cola y desapareció como un rayo en la oscuridad. Cuando desperté, como saliendo de un sueño subterráneo, escuché sólo tus pasos arrastrándose desde el otro lado del dormitorio. El Tío, que no dejó de mirarme durante el tiempo que duró mi relato, suspiró hondo y dijo: Lo importante es que saliste del sueño que, más que sueño, fue una pesadilla que te hizo erizar los pelos. No contesté nada. Mi cuerpo seguía temblando y las imágenes del sueño permanecían como criaturas alojadas en mi mente. El Tío se levantó de la cama y avanzó hacia la puerta, arrastrando otra vez sus pies que, más que pies, parecían horribles pezuñas deslizándose sobre el linóleo del dormitorio de ventana amplia y techo bajo. |
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