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Un poeta en el campo de la filosofía |
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escribe Juan Cameron Las palabras callan, primer poemario de Jorge Polanco, fue entregado a comienzos de mayo por Ediciones Altazor. Su autor, egresado de Filosofía, publicó recientemente un interesante ensayo sobre la obra de Enrique Lihn. Polanco busca en el silencio del signo una carga semántica que, posiblemente, podría con menor esfuerzo aún, hallarse en un campo de connotaciones distintas. Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, se jacta Ludwig Wittgenstein para concluir -luego y magníficamente el Tractatus con esa certera sentencia a la que ya nadie recurre: De lo que no se puede hablar hay que callar. Por ahí anda Jorge Antonio Polanco Salinas (Valparaíso, 1977), entre la zona muda y donde las palabras callan, un espacio de silencio donde la negación del sentido no puede lograrse más allá de la proposición filosófica. Crecido en esta última disciplina, Polanco, quien había aparecido por primera vez en un cuadernillo de la Fundación Balmaceda 1215 a raíz de un premio en poesía, publica su ensayo La zona muda, Una aproximación filosófica a la poesía de Enrique Lihn, por RIL Editores y la Universidad de Valparaíso, a mediados del año anterior. Ahora entrega su primer libro en poesía. Como poeta es un pensador. O aplica la norma wittgensteiniana, más bien, a cuanta idea se le cruce en su reflexión sobre la palabra. Sólo que generoso con ella en su propio territorio, la ahorra hasta la saciedad en cuanto a poesía se refiere. Esta suerte de bandoneón se debe a la única causa posible. Filo-sofía y poesía están en dos campos opuestos, distantes, irreconcilia-bles. No es posible afirmar lo mismo en dos idiomas tan distantes. Las distintas palabras tendrán sememas que no calzan, fonemas que recuerdan otros ríos, otras caras, otras cosas concretas que el filósofo evade y el poeta acecha. Polanco lo vislumbra en su estudio sobre el vate chileno: La explosión de la sobreabundancia en la poética de Lihn responde a la incapacidad de una palabra precaria (&) El problema de la imposibilidad de un testimonio fiel, donde la palabra no es una transparencia pura de la situación, proviene de la incapacidad de imantar vida y escritura, nos dice en el Capítulo V. No olvidará, por cierto, que el lenguaje es una mala representación humana de la realidad; y nada más. Las palabras callan (Ediciones Altazor, 2005) es el nombre que da a su reciente poemario. Y, vinculando a su maestro en el arte de pensar la escritura, repite ahora: De las experiencias más espesas no nos podemos/ referir más que a jirones. Al lector precario, a ese que ama la letra por su diagramación más que por su significación. La palabra sobre la palabra lo tiene sin cuidado y ve este gesto como lo que en verdad es: un ejercicio filosófico más que lingüístico. ¡He ahí la diferancia! exclamaría Derridá. Este Eureka del peso específico -la diferencia de coste y de gasto en lo semántico- es cuanto acerca y aleja a ambas disciplinas. Como un bandoneón cauto o generoso en melodías según el ritmo de quien lo maneje. La gran tramoya estética -o el quid del asunto- es determinar para qué sirve la palabra; al menos en el campo literario. Ante la frase de Wittgenstein es posible contribuir, con otras citas. Cervantes, por ejemplo, nos dice que Lo que se sabe sentir, se sabe decir; según Roland Barthes nunca se logra hablar de lo que se ama y sin embargo, el más joven Christian Formoso afirmaba con pachorra: Tendré todo lo que amo para nombrarlo. La cuestión es ponerse de acuerdo. Las palabras callan Noventa y ocho líneas -no necesariamente versos y sin considerar los títulos ni los epígrafes- conforman el libro. Se distribuyen en cuatro secciones numeradas, cada una de ellas precedidas por epígrafes pertinentes y que pertenecen a Alejandra Pizarnik, Paul Celan, Enrique Lihn y T. S. Eliot. No es nueva esta búsqueda en la poesía chilena. En los noventa fue la opción estética de Armando Roa Vial y la misma, a través del abuso metalingüístico, podría atribuirse a Germán Carrasco. Está claro, este último dibujará la cuestión por vía de una hiper abundancia, en tanto Polanco lo resuelve en un trazo de acuarela. Más que lingüístico o comunicacional entonces, el fenómeno acusado por el autor en estas líneas es pura simplemente ontológico (y estético y valórico en lo que a su ciencia o técnica corresponda, se entiende). En este punto la extensa cita de Enrique Lihn resulta esclarecedora: Quienes insisten en llamar a las cosas por sus nombres/ como si fueran claras y sencillas/ las llenan simplemente de nuevos ornamentos./ No las expresan, giran en torno al diccionario,/ inutilizan más y más el lenguaje,/ las llaman por sus nombres y ellas responden por sus nombres/ pero se nos desnudan en los parajes oscuros. La duda de Polanco expresada a través de la sentencia lihneana podría resolverse con mayor ambigüedad (que tal es el camino de la poesía) a través de la puesta en práctica de ciertas normas técnicas atribuidas a la retroalimentación. Si el receptor decodifica a su amaño, el emisor nada obtiene con «decir las cosas por su nombre». El lenguaje es -y mucho antes de su estudio o de su análisis como objeto- un mero intento de registrar la realidad. La realidad en tanto, esa que persiste en el mundo exterior al lenguaje, es factura de dioses. Y ya la Pizarnik murió en el intento de robar aquel fuego. |
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