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A propósito de Eduardo Parra y un libro reciente |
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escribe Juan Cameron Ruego por tí, Valparaíso, se titula el reciente poemario de Eduardo Parra, tecladista de Los Jaivas. Parra formó parte del grupo de jóvenes intelectuales de Viña del Mar, en los primeros 70, y un recuerdo de esta época se rescata para el mito a través de una carta -enviada al autor de esta nota, desde Oslo- por el poeta Fernando Rodríguez, el más joven de los integrantes de ese grupo. Cuando Eduardo Parra aparece en el circuito, era la época de La mantequillera de terciopelo y Contra abobalados, abacerías y ábacos. Se trata de una vida que transcurrió en otro tiempo, pero sin nostalgia, porque aún circula allí en forma paralela. Ahora, al publicar Ruego por tí, Valparaíso, un poemario ingenuo y puro, cobran presencia aquellas imágenes. Para Patricio Enrique González, de Ediciones Altazor, aquellos años están vivos como registro en la memoria de los universitarios de entonces. Sus textos, a veces rayados en los aulas como antiguos graffittis, circulaban en las conversaciones, junto a los nombres de los poetas, como el germen de un mito en vigencia. En una extensa carta -un correo electrónico- que Fernando Rodríguez envía desde Oslo, da cuenta -en forma biográfica- de aquella época feliz. Rodríguez nos cuenta: «Juan Luis (Martínez) andaba con los manuscritos de su revista de poesía cuyo título provisorio era La Mantequillera de Terciopelo, antes que Nicanor se lo escamoteara para incluirlo en uno de sus Artefactos. Ese era un proyecto de varios números que Juan Luis editaría bajo el nombre de Entregas de la Plancha. Demás está decir que la plancha era la de Picabia. Y que la revista nunca salió. Pero no importa, porque ahí estaba la idea germinal de lo que posteriormente sería La Nueva Novela. Eduardo Parra comenzaba su segundo libro cuyo título era Aceite de Oliva. Los manuscritos, que realmente eran escritos a mano, los leí una noche en la Pajarera. Era una nueva fase en la poesía de Eduardo. Más que poemas, eran textos poéticos donde la destructuración del lenguaje alcanzaba niveles paranoico-metafísicos no conocidos antes en la poesía chilena. Estoy hablando del año 1970. Lo más parecido a ese experimento de quiebre del lenguaje, lo encontramos 5 años después en el poema Áreas Verdes de Raúl Zurita. Ignoro si Zurita estuvo alguna vez en La Pajarera y accedió a Aceite de Oliva, libro que desapareció en el tiempo y el espacio. Y si así fue, al menos alguien se benefició de sus misteriosas claves. Y no me refiero al poeta, sino a la poesía chilena. Fin de la cita. El lugar de reunión era el Café Vidmar. Allí concurrían los hermanos Rivera Scott, Pancho y Hugo, Iván de Rementería -a quien Rodríguez recuerda vagamente como un barbudo pelirrojo bastante terrible en sus juicios- y unos poco más. Entre aquellos aparece Gabriel Parra haciendo enfurecer a Luis Íñigo y Madrigal con aquello de que los corridos son una mierda, Eduardo Hughes, la Chantal, el Lelo Aguirre, Montessi, una hermosa belga que se disputan todos hasta el suicidio, Oscar Orellana y, asomándose en la curva, Freddy Flores y Waldo Bastías. Algo se registra en los documentos. En 1972, en Venezuela, el poeta chileno Dámaso Ogaz (Santiago 1928- Barquisimeto, 1998) publica, en la revista La Pata de Palo Nº6 /Contra Abobalados, Abacerías y ábacos a una serie de poetas de nuestra zona. Allí figuran Arturo Alcayaga Vicuña, Eduardo Parra, Gregorio Paredes, Manuel Espinoza Orellana, Renato Cárdenas, Ana María Veas, Enio (sic) Moltedo, Renato Cárdenas y Thito (sic) Valenzuela y los desconocidos René Vásquez, Jorge Rojas y Claudio Zamora (sic sic). Thito firmaba con h; pero después de vivir en Inglaterra bajo la férula de la Margaret Thatcher (se pronuncia z) optó por volver al profano y chilenísimo Tito. Tenemos que juntarnos. Días después, en la casa de los Parra Pizarro, en calle Viana, Rodríguez conoce a Juan Luis Martínez. Estos hermanos mayores, cuenta, lo introducen en la poesía de Francis Ponge, Huysmans y los dadaistas Tzará y Picabia. Según Rodríguez, en las reuniones del café Vidmar comenzó la onda del juego de los hallazgos y los descubrimientos, donde Juan Luis era el Magister Ludi por excelencia y Eduardo su brazo derecho, su escriba y portavoz. De ahí salió el primer capítulo de La Nueva Novela, que me gustaría creer que fue producto de una creación colectiva, un juego de preguntas y respuestas que Juan Luis se encargaba de recopilar, clasificar y desclasificar, despojándolas de su ordinaria vanalidad, situándolas en un nuevo contexto, rescatando el misterio, el humor y la belleza implícita en el hallazgo, la dimensión oculta del object trouvé. Eran juegos colectivos, divertidos, absurdos, irreverentes donde participaban todos, tanto parroquianos como transeúntes, artistas y no artistas. Las alternativas a las preguntas de J. Tardieu, eran respondidas tanto por poetas, como por abogados, tiras, garzones, pintores, hasta un luchador de cachacascán había, artistas de la vida y uno que otro aristócrata caído en la bohemia del puerto, que comenzaba en la calle Valparaíso y terminaba, muchas veces en el Roland Bar, en el barrio chino del puerto». Son también los tiempos de La Pajarera, una casona fenomenal que volaba de música y de yerba más allá de su tercer piso, en la esquina de calles Quinta y Viana.; y es allí cuando aparece (1972) la antología de Dámazo Ogaz Y luego se edita, pero en Buenos Aires, la Nueva joven poesía en Chile/ selección, ordenamiento y notas de Martín Micharvegas, en las ediciones Noé, de Alberto Alba. Allí se recogen las contribuciones, entre los locales, de Eduardo Embry, Juan Luis Martínez, Thito Valenzuela, Raúl Zurita y aquel Claudio Zamorano, que bien podría ser el Zamora incluido por Dámazo Ogaz. Se trata de la primera publicación, en libro, tanto de Martínez como de Zurita. Pero Parra no figura allí.. Eduardo, en un tiempo, era un dandy con terno gris celeste que oficiaba de oficinista en la firma Ericksson. Por entonces, en aquellos liceanos sesenta, ya era tecladista en el grupo Los Jaivas, aquellos High and Bass que alentaban los bailes y las peleas con los cadetes navales en la Pérgola del Club de Viña. Pero en las listas del Liceo, el Guillermo Rivera Cotapos, sólo aparecen en la imagen de excelencia los nombres de Claudio Parra y Eduardo Gato Alquinta. Más adelante, de seguro, hablaremos de la obra de nuestro Eduardo Parra. Digamos mientras tanto que nació en Los Andes, en 1943, y que antes ha publicado La puerta giratoria (1968), Cuentos para niños (1969), La niñita y el huemul (1970) y Mamalluca (1999). |
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