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29-Abril-2005

 

Microzoología para lectores avispados

 

escribe Víctor Montoya

La lagartija
Aún recuerdo a la lagartija que se me metió por el botapié del pantalón y corrió a lo largo de mi pierna. Se me estremeció el cuerpo y, dándole una palmada que sonó como un sopapo, la aplasté contra mi muslo. Sacudí el pantalón, suponiéndola muerta o herida, mas lo único que cayó al suelo fue un pedazo de su cola. El cuerpo de la lagartija desapareció misteriosamente. No supe dónde se metió, hasta que empezó a salirme una mancha verdosa a la altura de la entrepierna, justo allí donde la piel se levantó en forma de una pequeña salamandra, el cuerpo alargado, la cabeza puntiaguda y las patas extendidas a los costados. Aunque a primera vista parecía un tatuaje chino, me causó una angustia del tamaño de la muerte.

Con el transcurso del tiempo, aquella parte del muslo adquirió una tonalidad negruzca y la piel se me puso rechoncha. Lo peor era que la lagartija, cuando daba un paso o corría, parecía moverse debajo de mi piel como si estuviese viva. No sentía dolor ni escozor, pero sí una sensación sólo conocida por quienes tienen un reptil metido en el cuerpo.

Guardé este secreto hasta el día en que decidí consultar con un zoólogo, quien, sin salir de su asombro, me aconsejó visitar a un médico cirujano, para que me extrajera la lagartija y me injertara otra piel sobre la herida. Así lo hice. El cirujano, muy extrañado por el caso, me operó el muslo injertándome otra piel, que resultó ser la de otro reptil más escamoso y venenoso.

Desde entonces, en lugar de la lagartija, cargo una serpiente enroscada entre las piernas.

El escarabajo
Yo era Gregorio Samsa, el atormentado protagonista de La metamorfosis. Estaba tendido sobre mi duro y ovalado caparazón. Emitía ruidos extraños y mis seis patas, recortadas contra el techo, se movían como hebras de lana.

Me volteé con gran esfuerzo sobre mi vientre, caminé hacia el borde de la cama y descendí al piso. Mis patas eran cortas, pero podía desplazarme con rapidez de un extremo a otro. Avancé por debajo de la alfombra y trepé por la pared, hasta alcanzar el techo tan alto como el cielo. Allí permanecí quieto y en silencio.

Mi padre abrió la puerta y entró en el cuarto; tenía una cicatriz en la mejilla y unos bigotitos que me recordaban a Hitler.

¡Gregorio!, ¡Gregorio! gritó con una voz que me sacudió entero. Revolvió las frazadas de la cama, se volvió y se fue.

Permanecí callado. Lo miré con infinito desprecio y pensé: El hombre es el verdugo del hombre.

Mi madre asomó su cara por la puerta. Dejó errar la mirada en derredor y desapareció.

Mi hermana no llegó, por cuanto supuse que no me moriría de pena sino de hambre.

Los minutos se hicieron largos y el espacio cada vez más inconmensurable, mientras la oscura historia de mi infancia, de la cual apenas guardo memoria, se confundía con el murmullo de voces arrastrándose desde la habitación contigua y con el zumbido de las moscas que revoloteaban alrededor de la lámpara, muy cerquita de mis ojos. Al final, cansado ya de mantenerme quieto, mirando los objetos desde una perspectiva aérea, pensé: Si es fácil quitarle la vida a un bicho, entonces es más fácil todavía que él se la quite a sí mismo.

Me desprendí del techo y me dejé caer en el vacío. Pero la caída fue tan lenta, tan suave, que llegué a la cama como una pluma. Fue entonces cuando desperté y me dije: Qué raro. Todo es un sueño. No soy Samsa ni Kafka, sino apenas un escarabajo que cuenta lo que por sí no pasa.

Quise salir del sueño, pero...

Las hormigas se apoderaron de mi cuerpo, introduciéndose por los orificios que encontraron a su paso.

Los sapos, grandes y rechonchos, emergieron a raudales por la taza del baño; en tanto los lagartos, penetrando por la ventana y tragándose a los sapos, correteaban por las paredes y el techo.

Cuando las hormigas me vaciaron por dentro, dejándome reducido a un armazón de huesos, los lagartos y sapos empezaron a llorar como niños angustiados.

Mientras miraba mi esqueleto, atravesado de lagartos y sapos, salió un chorro de gusanos por la pileta del baño, ubicada a dos brazadas de mis ojos.

En eso escuché los pasos de mi vecina, quien empujó la puerta y entró en el cuarto.

Mi vecina tenía el cuerpo cimbreante, la cabellera plateada, los labios sensuales y los ojos luminosos.

Me llevaré a los bichos que te atormentan dijo.

Se acercó y se desnudó echándose a mi lado. Sus manos acariciaron mi esqueleto y sus senos se aplastaron contra mis costillas. No sabía qué hacer con su cuerpo. Me volví y revolví, sin besarla ni penetrarla. No tenía labios y mis huesos lloraban a gritos su dolor.

Ella se levantó y se enfundó en su vestido blanco. Salió del cuarto y los animales salieron detrás de ella, uno a uno, como atraídos por el olor que desprendía su cuerpo.

Permanecí en el piso, mirando el techo. Quise salir del sueño, pero...

Los caballos
Los tres caballos, que me acosaban en el sueño, saltaron de las nubes y cayeron en la pradera, cerca de un lago en cuyas aguas se reflejaba la luna. Los miré a lo lejos, pero al verlos venir a mi encuentro, me eché a correr atravesando montes, ríos y quebradas, hasta que de pronto me escabullí en un huerto de árboles frutales.

Caminé escuchando el retumbar de los cascos. Atravesé un arco iris y aparecí ante una inmensa llanura.

En el horizonte se hundía el sol con su rosado resplandor, mientras una bandada de pájaros se dispersaba en el cielo.

Aunque estaba en otro tiempo y lugar, seguía corriendo como empujado por el viento. Di un traspié y caí en redondo. Me levanté de un brinco y seguí corriendo sin volver la mirada.

Los caballos avanzaban al galope. Ninguno llevaba jinete, salvo un cuerno en la frente. Parecían caballos domados, pero no tenían amos. Lucían alas en las patas y en el lomo; eran blancos, fuertes y briosos.

Aunque los tenía cerca, muy cerca, seguía apretando el paso, mientras mis energías se me iban por las piernas. No pensaba sino en ganar distancia. Mas como mis piernas no respondían al ritmo impuesto por mi instinto de sobrevivencia, me dejé caer rendido.

Los caballos me cruzaron. Se detuvieron en seco. Se alzaron sobre sus patas traseras y relincharon lanzando llamas como dragones alados. Los miré desde abajo, lleno de pasmo y espanto. Ellos se acercaron al trote, haciendo crujir los dientes y dando coces en el aire. Me bañaron con una lluvia de babas, mientras me hablaban en un idioma desconocido, con inflexiones de dialectos pretéritos.

¿Qué quieren? les dije.

Los caballos se levantaron sobre sus patas traseras, aletearon el colmo de la velocidad y se elevaron al cielo, las alas desplegadas y las crines tendidas al viento.

Al despertar, escuché desplomarse la puerta en medio de una polvareda que se disipó en el ámbito. Mi madre entró en el cuarto, me lanzó una mirada furtiva y dijo:

¿Dónde están los caballos?

Me restregué los ojos y limpié el sudor de mi frente.

¿Qué caballos? pregunté.

Los caballos que te perseguían en el sueño contestó.



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