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El Tío habla de la muerte |
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escribe Víctor Montoya Apenas me volví, tras asegurar la cerradura de la puerta, el Tío apareció plantado en el zaguán; tenía los ojos rojizos, intensos como granates esmerilados, y una sonrisa que dejaba relucir sus afilados dientes. ¿Qué haces aquí? le pregunté intrigado. ¿Por qué no estás en tu trono ni en tu cuarto? Porque quería decirte que la muerte no es un castigo divino, como te hizo creer el Testigo de Jehová, quien siendo un falso profeta pretende ser el pastor de las ovejas descarriadas del Señor, sino una consecuencia natural de todo organismo vivo. Nada es eterno en este mundo, salvo Dios, el diablo y la muerte ¡¿La muerte?! prorrumpí con asombro infinito. Sí contestó con aplomo. La muerte, a diferencia de la vida y el amor, es el único fenómeno irreversible y perpetuo. Allí no hay quién te resucite como a Lázaro ni te diga levántate y anda, y menos aún una fuerza espiritual capaz de retornarte al reino de los vivos convertido en condenado. Por un instante nos miramos a los ajos, envueltos en una comunicación silenciosa como cada vez que tocábamos temas serios. El Tío retrocedió unos pasos, se detuvo debajo de la lámpara del techo cuyo chorro de luz lo bañó entero y, acostumbrado a darme consejos pero sin matar conejos, dijo: Por eso cuando estés en las postrimerías de tu vida, postrado en la cama, debes pedir que después de la muerte incineren tu cuerpo para así marcharte derechito al infierno. Los hornos crematorios son las antesalas de los avernos, donde te esperan los cancerberos, junto a una cuadrilla de diablos y hermosas chinasupay. A pesar de mi temor al fuego confesé estremecido por el miedo, pediré que me incineren para evitar que mi cadáver sea el banquete de los gusanos en mi tumba. Y si bien un día vinimos del polvo y al polvo otro día volvemos, yo prefiero ser un puñado de ceniza en el infierno, aunque algunos teólogos han aseverado que en el infierno no hay fuego y que los castigos a los pecadores son parecidos a los suplicios aplicados en la vida terrenal. ¡Qué saben esos teólogos! refunfuñó el Tío. Si ellos no han estado allí, ni siquiera de pasadita. Yo quise sortear el paso, pero él permaneció plantado como un tronco en el zaguán. De modo que, sin necesidad de molestarme por su presencia, aproveché el tiempo para manifestarle algunas de mis dudas. Hay cosas que no entiendo le dije. Por ejemplo, si el cuerpo de un cristiano es el templo de Dios, habitado por el Espíritu Santo para guiarnos en la vida y protegernos de las tentaciones, entonces el cuerpo de un ateo debe ser el sepulcro de los difuntos, en donde se guarda, no la palabra ni la gracia del Señor, sino el espíritu del diablo que se apodera del cuerpo para arrebatarnos la vida a destiempo... Un momentito se inquietó el Tío, echándose hacia atrás y haciendo un alto con ambas manos. Primero, yo no creo en los milagros, en el destino ni en la inmortalidad. Segundo, el cuerpo no sólo es el templo de Dios, sino también el templo del demonio, de lo bueno y lo malo, de lo masculino y lo femenino. Si relees a los psicoanalistas, quienes de los tormentos del alma y los laberintos del subconsciente saben más que yo, te darás cuenta que el cuerpo de la mayoría de los humanos, más que parecerse al templo de Dios, se parece a la Caja de Pandora. Me quedé estupefacto. No podía imaginarme que él hubiese leído a los psicoanalistas. Claro que en su condición de diablo, poseedor de una erudición deslumbrante, sabía envolverme y desenvolverme con sus palabras, como los mineros le envolvían a él con serpentinas durante el convite del Carnaval. No obstante, reflexioné unos segundos y pregunté: ¿Es cierto lo que está escrito en el Atalaya, que Jehová es la vida y tú la muerte? El Tío frunció el ceño, me atravesó con su mirada severa de lado a lado y aclaró: Qué tonterías dices, compañerito. Acaso no sabías que estoy vivo entre los vivos, como estoy vivo entre los muertos. Que me enterré en vida, es cierto. Habito normalmente en el vientre de la Pachamama, como Hades habita en el reino de los difuntos condenados al infierno. Sin embargo, debo contarte que cuando era ángel celestial, y gozaba con la presencia de Dios en su reino, no tenía el aspecto de diablo sino la apariencia del arcángel San Miguel; mas desde que mi ojo quedó herido por el pecado y me sublevé como un dragón de siete cabezas y diez cuernos, comencé a esquivar la luz y busqué mi refugió en las profundidades de la mina, como un fugitivo que huye del sol buscando las tinieblas. Mas nada tengo que ver con la prédica que reza: cae en las tinieblas exteriores quien voluntariamente y por culpa suya cayó en las interiores; y contra su voluntad sufre allí las tinieblas del castigo, el que mantuvo aquí con gusto las tinieblas del placer. Por el contrario, a diferencia de quienes le temen a la oscuridad, a mí me encanta la eterna noche y me chifla hacer el rol de diablo, pues si Jehová representa la vida, alguien tiene que dar la cara por la muerte, ¿no es así? No lo sé contesté irresoluto. Sólo sé que quienes te rinden pleitesía, están también muertos en vida... Es verdad dijo. Hay quienes, a pesar de llevar una vida normal, están muertos en vida, porque en lugar de alabar a Dios, entregan su alma al diablo como lo hizo Fausto en la obra de Goethe. ¡Ah, carajo! exclamé con el corazón atravesado por la angustia. Será por eso que la otra noche soñé que, al llegar a casa, me encontré con la Muerte recostada en mi cama: ¿Qué haces aquí, ñatita?, le pregunté sobrecogido. Vine a recogerte, me contestó la Muerte. ¿Cómo? No entiendo le dije-. Si todavía estoy vivo. No, no estás vivo replicó la Muerte. Hace tiempo que ya eres, en cuerpo y alma, un muerto entre los vivos.... El Tío me miró, como quien dice, con ojos de diablo en pena. Se zambulló en mis pensamientos y en mi zozobra interior, amainó mi preocupación con su autoridad suprema y dijo: Cálmate, compañerito. Nadie te despachará a la muerte sin mi autorización. Yo soy quien domina sobre tu cuerpo y tu alma. Soy tu amo en la meca y en la seca. ¡Jamás lo olvides, pendejo! No sé por qué, pero le temo al fuego y a la muerte entre alaridos de dolor y crujir de dientes. Lo que yo quisiera, en realidad, es tener una muerte feliz y ser feliz ya sea en el cielo o en el infierno. Nada más fácil replicó el Tío. Serás feliz mientras me tengas a tu lado y sigas siendo mi escribano. Pues así como los israelitas, guiados por Moisés y huyendo del ejército faraónico, atravesaron el Mar Rojo, cuyas aguas fueron apartadas por Dios para darles paso por un trecho convertido en tierra seca, tú atravesarás el infierno, cuyas llamas rojas las separaré como dos murallas para que pases al dominio de la feliz muerte. Y si Cristo pudo caminar sobre las aguas, tú podrás hacerlo como un fakir sobre las candentes brasas. Así como los israelitas escaparon de la esclavitud en país extranjero, tú escaparás de la esclavitud de mi reino, donde quedarán sólo quienes se burlan y me atacan sin contemplaciones. Ellos no podrán salvarse de la muerte y mucho menos de la tortura atroz que los espera en los precipicios del infierno. En cambio tú, que estarás conmigo siempre y siempre que te necesite, formarás parte de esos hombres muertos que, mientras más muertos, estarán más vivos entre los vivos... El Tío, como ya lo habrán notado, habló algo entreverado, como un crucigrama de difícil solución. Debo reconocer que no entendí muy bien lo que dijo, pero traté de seguir el hilo de su conversación como cuando se escucha a un tipo metido en la santa terquedad y la maldita borrachera. Aun así, en toda discusión de tira y afloja, es necesario poner un punto final y luego nada. El Tío, al darse cuenta de que no estaba ya dispuesto a escucharlo, giró sobre un talón y volvió a meterse en su oscuro cuarto, donde se sentía dios de dioses, rey de reyes y señor de señores. |
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