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15-Abril-2005

 

Aproximaciones a la poesía erótica
en América Latina

 

escribe Angela García

Sirva la siguiente reflexión como un preámbulo a las próximas Jornadas Internacionales de Poesía en Malmö, que tendrán lugar entre el 27 y el 29 de mayo. Porque una de las noches de lectura estará dedicada a la poesía erótica, habiendo sido invitadas entre otros poetas la sueca Mara Lee, la costarricense Ana Istarú y la española Ana Rossetti.

Es perceptible que cuando se habla de poesía erótica, comunmente se piensa en la escrita por mujeres o cuando se lee a una poeta se espera un contenido erótico, consideración además de simple, errónea. La búsqueda poética en general en la multiplicidad de caminos y experiencias para denominar lo humano en su realidad y su misterio, pasa por la relación alma-cuerpo, tras cuya expresión el erotismo es inobjetable. La generalidad de los poetas (mujeres y hombres) se han nutrido de la experiencia del placer, el deseo, la pasión amorosa y la han nombrado según sus particulares obsesiones. En América Latina las poéticas más representativas tienen largos momentos dedicados al erotismo. Por razones de espacio, sería insensato hacer una lista aquí. Lo que sí habría que admitir es que en una época relativamente reciente el erotismo parecía ser el tema exclusivo y obligado de las autoras, cosa que persiste todavía en una inmensa mayoría. Y ese tácito condicionamiento u obligatoriedad, sabemos, es lo que constituye la dificultad de ciertos temas, dando lugar a un tratamiento frágil, viciado de repeticiones.

Sin embargo, si observamos cuán reciente ha sido la definitiva incorporación de la mujer a la literatura, en Latinoamerica, hablando en términos de cantidad, entenderemos que este erratismo se explica en el proceso de construcción y tranformación de su poética, a veces confundida con la escritura de lo femenino.

Sustancialmente, dejando en su tiempo a la madre Francisca Josefa de la Concepción del Castillo y a sor Juana Inés de la Cruz entre las pocas escritoras de la colonia, cuyo misticismo también alcanzaba expresiones de inequívoco peso sensual, lo primero que encontramos a comienzos del siglo XX cuando se detecta el verdadero florecimiento de la poesía femenina en la América hispana, es la manifestación de la pasión amorosa estrechamente ligada a la pasión del lenguaje, como en Delmira Agustini (Uruguay 1886-1914). Musas poetas que rompieron la tradición de ser las depositarias del romanticismo milenario de los bardos, haciendo a un lado el silencioso recato a que estaban obligadas, arrostrando en la defensa de su delirio, el gozoso derecho al pecado.

Sucedía de todas maneras en las primeras décadas del siglo pasado, que formas artísticas empapadas de un furioso realismo, donde lo onírico y surreal surgía del caos social y del inconciente individual y colectivo, desplazaban al romanticismo y su simbolismo encumbrado. Un lenguaje manifiestamente provocador, una desnudez de lo humano hasta la incandescencia, una mezcla desesperada de ansia, frustración, deseo, pesimismo, placer, avidez en la carne convulsiva llenaban la escritura de un vitalismo confesional, una sensualidad urticante. Los últimos coletazos de la terquedad colonizadora movilizaron en América las revoluciones, la liberación femenina, los primeros cambios sociales. La poesía adquirió poco a poco un papel más público, para bien y para mal, surgió la llamada poesia comprometida, rebelde hasta la insolencia, descarnada desde el punto de vista esteticista, pero con pulpa y sangre amasada, como se ve en César Vallejo.

Gradualmente fueron cambiando los estereotipos: la imagen de Afrodita, dispensadora del rocío; Eva y Venus corporeizaciones de las fuerzas de la naturaleza, lo vegetativo, el arquetipo de belleza, pero también de la sensualidad peligrosa de la curiosidad y el enigma femenino; y Adán y Adonis símbolos de la angustia del dominador, el deseo sin finalidad, la soledad del poder masculino, esta mitología greco-latina que subyace en la poesía de la América Latina, empezó a usarse con paulatino tinte irónico.

Muy pocos poetas con auras particularmente originales vale la pena nombrar. Uno de ellos es la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972), oyéndose más adentro de su adentro en el afán irremisible de palpar las sombras, como si fueran dos. La Alejandra que viene del no-tiempo, del no-mundo, la de detrás de los ojos a quien esta Alejandra en el mundo tiene que traducir. Su noción de cuerpo está aliada en su sangre con la muerte, la inmediata; y es justamente este abandono que en el primer aspecto parece fatal, el que ha dado a su obra la fulgencia duradera y milagrosa de tanta vida contenida. En la cima de la alegría he declarado acerca de una música jamás oída. ¿Y qué? Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo, a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir. ¿Hay mayor esperanza que la expresada en el siguiente poema que funge como un epitafio?: no importa si cuando llame el amor/ yo estoy muerta/ vendré/ siempre vendré/ si alguna vez/ llama el amor

Más allá de mediados del siglo XX el feminismo encuentra un eco propagandístico en la efusión de mujeres poetas que dirigen su audacia a la auto-exposición del cuerpo, como demarcando el desprendimiento de la dudosa protección masculina, o la suplantación del desamparo por la afirmación de lo femenino, la menstruación, la gravidez, la misteriosa asociación de la mujer con la tierra, y en esta secuencia el dolor de parir y el otro no menos arduo de educar. A veces poemas donde se muestra el sexo escueto, exhibicionista en algunos casos, insolente o desafiante en otros o de un narcicismo lujurioso y en algunos casos homosexual. Y paralelamente surge una tendencia reconciliadora de los sexos, la complicidad del compañerismo en la lucha social que se perfila en los poemas picarezcos de la cubana Carilda Oliver Labra (1924), y se definen como cantos enamorados. Del mismo tipo que los de la nicaragüense Gioconda Belli (1948), cuyos poemas no pueden librarse de cierto candor, o la colombiana Orietta Lozano (1956), en que el erotismo igualmente enamorado regresa en la transfiguración de la palabra eres el que puso en mis labios la voz; o la ternura del costarricense Jorge Debravo (1938-1967), ¡Ah, qué miedo me dan los que se alojan/ en los lechos de amor y se remojan/ en aguas de ternura hasta los huesos!.

En la mejor poesía erótica el cuerpo deja de ser instrumento de poder o símbolo de soberanía de uno de los lados de la pareja humana o bandera de la diferencia, o terreno para una expedición geográfica y acuna una sensualidad más peligrosa a veces juego con la idea de matarte como en la venezolana Alicia Torres (1960). La voluptuosidad de la relación amorosa, como en la argentina Susana Cerda, yo huelo la muerte en sus caricias, en su mirada el crimen pero en un estadio donde el juego es evidente. Ambos se temen, tiemblan, se sospechan, pero se desconocen; ambos admiten el mismo peligro, a ambos el reto los encandila, No se ven cuando se aman bellos/ o atroces arden como dos mundos/ que una vez cada mil años se cruzan en el cielo. (&) Sólo en la palabra luna inútil miramos/ cómo nuestros curpos son cuando se abrazan,/ se penetran, escupen, sangran, rocas que se destrozan,/ estrellas enemigas, imperios que se afrentan del colombiano Jorge Gaitán Durán (1959-1962). Noción de espejo que obsede el erotismo de Lezama Lima, y la misma fe en la eternidad del momento que Octavio Paz llama lucidez, todo en una urdimbre original con la palabra engendrada en la matriz del silencio, el lenguaje afásico y sus perspectivas embriagadoras que el peruano César Moro (1903-1956) advierte, la densa fascinación de la mirada, la furia del tacto, o el estremecimiento, gritos, jadeos, imprecaciones también forman una substancia silenciosa, el sudor, los paisajes de la saliva el olor del cuerpo. El cuerpo como revelación y como centro de un orden universal (Huidobro). Temblar, palpar, arder, penetrarse, dar lugar a la sombra, a la noche, a la hendidura, la desgarradura, tanta vida que rompe la piel, la avidez y el delirio, combustión contínua. Es esta la zona del abandono donde se encuentra al otro, contrario o semejante que ha corrido quizás desde antes por las propias venas, pero lo descubrimos apenas en el momento de balancear el propio peso sobre él (Liliana Lukin,1951, Argentina), la autosuficiencia de los amantes (Juan Liscano, Venezuela,1915-2001, Venezuela), la experiencia de la continua fugacidad del otro, el espejo de Lezama, la lucidez del estar de verdad en el mundopara Octavio Paz.



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