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Sobre figurones, envidias y criticones |
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escribe Víctor Montoya
Ay, ay, palomitay diciendo entré en el cuarto del Tío. Qué haremos con quienes, como el tuerto que se siente rey entre los ciegos, se dan ínfulas de tipos importantes y que, sujetos a sus canas, creen ser los portadores de la historia, la razón y la experiencia. De esos no faltan en el género humano asistió el Tío, quien estaba sentado en su trono. Yo mismo conozco a ciertos elementos despreciables, mediocres y figurones, capaces de participar en todas las cofradías con el fin de aparecer en la prensa. Son como las moscas metidas en todas las sopas. Lo peor es que a veces pretenden figurar incluso con traje prestado, sin considerar la fábula de Fedro, en la cual un cuervo, creyéndose más listo que las demás aves y descontento con su aspecto, se adornó con las plumas de la cola de un pavo real, pensando que así sería distinto a los de su categoría, hasta que los pavos, al descubrirlo disfrazado, lo echaron del grupo a picotazos. Sólo entonces el cuervo, cabizbajo y resignado, aprendió la lección de no despreciarse a sí mismo ni creerse ave de precioso plumaje siendo un pobre grajo. Le escuché al Tío con el mismo asombro y respeto de siempre. Él me condujo con la mirada hasta la silla, donde me acomodé dispuesto a seguir aprendiendo sus proverbiales enseñanzas. Entre los figurones prosiguió el Tío, tampoco faltan quienes, desesperados por evitar que su paso por este mundo no sucumba en el tiempo ni el olvido, escriben sus memorias al borde de la tumba, aun sabiendo que su obra será como una mariposa de vida leve y breve. De ellos no quedará nada. El tiempo, inexorable como la misma vejez, se encargará tarde o temprano de soterrar lo que en verdad no es rescatable ni perdurable. Los figurones son figurillas metidas en saco de once varas y, por eso mismo, no hace falta desearles que yo me los cargue al infierno, sino que exhalen su alma a Dios, a ver si él puede perdonarlos y recibirlos en su reino... El Tío habló rápido y en voz alta, hasta que las palabras desfallecieron en sus labios. Me quedé pensativo por un instante, pero luego retomé el hilo de la conversación y aventuré el pensamiento: Lo grave es que los figurones son también envidiosos en potencia. Envidian a quien brilla con luz propia y a quien acusan de arrebatarles su lugar en este mundo cada vez menos ancho y más ajeno. El envidioso, cuando se le viene en gana, actúa como el perro del hortelano, que no come ni deja comer. Estás aprendiendo, estás aprendiendo se regocijó el Tío. Luego hinchó el pecho y exclamó: ¡Si los envidiosos quieren figurar y quieren que se los respete, que se esfuercen pues, carajos! Ahí no termina todo le dije procurando medir mis palabras. Algunos son tan ingenuos que creen hacerme mala propaganda redactando cartas apócrifas y pasquines de mala muerte. Dicen que soy crítico irreverente de lo sagrado y que no les tiro pelota a pesar de sus canas y sus años, y todo porque me rendí ante tus poderes malignos, a cambio de que me conviertas en un mago en la palabra. Envidia, pura envidia rezongó el Tío. Debes reírte en sus narices y llenarte de orgullo, matarlos con la indiferencia y parafrasear al poeta chileno Raúl Zurita: Que se jodan, que se pudran. Si tú figuras es porque escribes, mientras aprendes a escribir escribiendo ¡Qué carachos! Pero apostaría mi cabeza que los envidiosos, marcados por el sello de su incapacidad, jamás llegarán a consumar sus ciegas ambiciones, más aún si son achachis, ya que caballo viejo no aprende trote nuevo. Pensé un rato en lo que dijo y, a modo de probar una vez más su destreza en el análisis, abordé el tema de las críticas fraguadas por la chochera. Jamás temas esas críticas. Son como ríos que no arrastran piedras. Más bien recuerda lo que te decía el poeta colérico Sergio Canut de Bon (Q.E.P.D.), quien, experto en críticas y envidias, no se equivocaba en repetir: Esté feliz de que hablen de usted, compadre, de que lo pelen a lengua suelta. ¡Así lo harán famoso, saboreándolo de boca en boca! El peor enemigo de uno no es la crítica, sino el silencio que se cierne como una nube oscura. ¿Será cierto, Tiíto? Si no me lo crees, vuelve a leer los Aforismos y Poemas de Canut de Bon, quien también era viejo pero no..., ya sabes. Me puse más pensativo. Y ahí nomás, parapetado en mi trinchera de aprendiz, se me encendió la luz en la memoria y, en un vago intento de pasar por listo, aligeré las palabras casi sin respirar: Canut de Bon tenía razón. Tal vez por eso, siempre que me entero por segundas de una crítica en mi contra, recuerdo la frase de don Quijote: «Ladran, Sancho, señal que cabalgamos». Muy buena la frasecita, muy buena repitió el Tío. Lo malo es que no figura en la obra de Cervantes, porque fue la invención de algún ingenioso lector y no de un hidalgo caballero. Quién sería ese avispado lector, vaya a saber Dios, quien lo ve y lo oye todo por estar alojado en la casa de todos. No quise meterme en discusiones teológicas ni literarias con el Tío, un verdadero canchero en versos, refranes, proverbios y citas bíblicas. Preferí reafirmar mi seguridad y autoestima con ese refrán que aprendí hace tiempo: el criticón ve la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el propio. Así estaba, sentado y pensativo, hasta que el Tío me miró con sus ojos de fuego a punto de quemar mis ojos. Hizo un ruido entre los colmillos y, escrutándome con perplejidad, preguntó con voz metálica: ¿A qué viene esa seriedad que me confunde? Acaso no sabes que los comentarios necios hay que tomarlos como de quien vienen, sin perder en lo más mínimo el sentido del humor. Si estás seguro de ti mismo, de lo que dices y haces, serás invulnerable como Aquiles y no habrá un Paris capaz de atravesarte el talón con una lanza. No tienes porqué preocuparte ni enojarte por las críticas. Al contrario, debes sentirte halagado, pues el simple hecho de que alguien se ocupe en serio de lo que escribes en broma es ya un honor... El Tío me devolvió la alegría y, al verme con la cara risueña, se echó a reír convulsivamente, como en los carnavales, haciendo vibrar el aire con su sonora voz de Lucifer. Así nomás es, compañerito dijo al cabo de un tiempo. Ríete al menos para no tener la cara de come limones. ¡Ah!, y ten presente que algunas críticas sólo causan cosquilleos, como los aguijones de un insecto en la piel de un elefante. En ese instante, vencido ya por el cansancio, me levanté de la silla. No daba más; tenía el cuerpo molido por la jordana y los ojos pesados de sueño. Es hora de dormir dijo el Tío. Me tomó de la mano, la apretó en la suya y añadió: Que duermas como bendito y sueñes con angelitos, porque mañana, al despegar los ojos, te reirás de los envidiosos, de los temores y de todo el mundo. |
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