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25-Febrero-2005

 

Los largos oficios inservibles de Eduardo Chirinos
Pensar en poesía

 

escribe Juan Cameron

El oficio de escribir lleva implícito el de registrar ese propio ejercicio. El asunto de la creación poética, los puentes interiores entre una obra y otra, la anotación de la experiencia vital dentro de una tradición que es innegable, constituyen sus materiales. De esto da cuenta el poeta peruano Eduardo Chirinos en su reciente recopilación de notas, Los largos oficios inservibles, entregada por el Grupo Editorial Norma, en mayo de 2004.

El magnífico título -recogido con acierto por Eduardo Chirinos y que bien retrata la tarea de escribir sobre la poesía y los poetas- pertenece a un verso del vate Cisneros. Pero no al conocido y admirado Antonio, ese de Comentarios reales, sino a Renato, el de Ritual de los prójimos (1999). Chirinos, nacido en Lima en 1960, es el más joven de los representantes de aquella promoción que tanto brillo diera a la poesía peruana en décadas recientes. Su nombre circulaba mucho antes que el colombiano Ramón Coté impetrara -en 1992- sus Diez de Ultramar, una antología de joven poesía latinoamericana editada por la Colección Visor de Poesía con el auspicio del Instituto de Cultura Hispánica en las celebraciones del Quinto Centenario.

Las veintidós notas incluidas se refieren a géneros literarios, a curiosas anécdotas de escritores, libros y textos admirados por este autor o al conocimiento personal de esos héroes literarios que pueblan nuestras biblioteca y reflexiones. «Esta miscelánea -se cita al autor en la contraportada- no es más que una muestra del largo e inservible oficio de escribir prosa que acompaña al no menos largo e inservible oficio de escribir poemas».

Chirinos puede hablarnos con igual destreza y propiedad, de poesía norteamericana, peruana o de cualquiera otra en el continente. Más allá de conocer determinadas materias, a menudo lo mueve el sentimiento u otro tipo de vínculo con el sujeto de sus comentarios. Tal el caso de Mark Strand (Canadá, 1934), poeta norteamericano de amplia aceptación entre los más jóvenes quien, además de haber traducido a Alberti, Borges o Paz, vivió en su adolescencia en el Perú, cuando su padre tuvo por cargo instalar la planta de Pepsicola en Lima. El rescate de este nombre para los lectores del sur es un ejemplo de como contribuye la crónica al desarrollo del oficio.

Así nos recuerda que el término ensayo proviene del latín exagium, acto de pesar algo; y en la nota Medir y pesar a Cisneros a este lado del canal (que hace referencia a un título de Antonio Cisneros), valora la obra y la reciente antología de éste -Comentarios reales (Valencia, Editorial Pre-Textos, 2003)- en su justa medida, digamos, porque tanto poesía como comentario se integran en aquel sistema de vasos comunicantes. Similar ejercicio se aplicará en su lectura de José Watanabe.

Aquellos, junto a Luis Hernández, Rodolfo Hinostroza, Javier Heraud, César Calvo, Carmen Luz Bejanaro, Wiston Orillo, Arturo Corcuera y otros, conformarían esa gran generación de la cual, según varios, Chirinos sería el más novísimo de sus representantes. Aunque más bien este joven poeta es posterior a la aparición de las revistas Hora Zero y Estación reunida y en ese trayecto se confunde el año de su nacimiento con la mención de la promoción referida (la del 60).

Sin duda ha sido un largo viaje; pero ese flamante tren que se detuvo sin aviso, como él denomina al proceso de la poesía peruana, tiene sus continuadores. Entre ellos cita a Alonso Rabí (Lima, 1964), Xavier Echarri (Lima, 1966), Lorenzo Helguero (Lima, 1969), Monserrat Álvarez (Zaragoza, España, 1969), Luis Fernando Jara (Trujillo, 1969) y el ya mencionado Renato Cisneros (Lima, 1976). Con todo, Chirinos podría convertirse, si los académicos lo estudian más allá de estas circunstancias históricas, en el vínculo evidente entre modernidad y posmodernidad limeñas (valga esta afirmación para una nota sobre su poesía).

La prosa del poeta es amena, ágil y consigue el objetivo de transportar a su lector hacia el escenario propuestos. En éstos desfilan numerosos amigos comunes, desde Juan José Tablada, pasando por António Ramos Rosa, César Vallejo, María Victoria Atencia, Emilio Adolfo Westphalen, Javier Sologuren, la monumental María Zambrano o el retrato del infaltable padre -el de él- militar y maestro de esgrima, por quien cita a nuestro Cervantes en el «Discurso de las Armas y las Letras»: Quítenseme de delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas; que les diré, y sean quien se fuere, que no saben lo que dicen.

Por desgracia, este tipo de libros sólo son curiosidades para aquel que, como este poeta escribe ocasionalmente sobre otros libros. Porque el acceso al citado volumen, dada la pésima distribución y circulación entre nuestros países, queda restringido a las calles de Lima, a cierta improbable biblioteca universitaria o, por rara coincidencia, al singular cruce de caminos entre autor y consumidor de impresos y otros productos inservibles; como ocurrió en este caso.

En la actualidad Eduardo Chirinos vive en Missoula, Estados Unidos y enseña literatura hispanoamericana y española en la Universidad de Montana. En poesía ha publicado Cuaderno de Horacio Morell (1981), Crónicas de un ocioso (1983), Archivo de huellas digitales (1985), Sermón sobre la muerte (1986), Rituales del conocimiento y del sueño (1987), El libro de los encuentros (1988), Canciones del herrero del arca (1989), Recuerda cuerpo (1991), Raritan blues (México, 1997, antología personal), Infame turba (1997), El equilibrista de Bayard Street (1998), Naufragio de los días (Sevilla, 1999), Abecedario del agua (2000), Breve historia de la música (2001) y Escrito en Missoula (2003). Tiene a su haber, además, dos antologías de su obra, Naufragio de los días (España, 1999) y Derrota del otoño (México, 2003). En ensayo ha publicado El techo de la ballena (1991), La morada del silencio (1998), Epístola a los transeúntes (2001) y El Fingidor Revista de Literatura (2003)



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