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Ante la desaparición de la poeta uruguaya |
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escribe Héctor Rosales Ayer estuve repitiendo su nombre durante toda la jornada. Se lo dije a la gente que me acompaña en el trabajo, lo escribí en mails y en una pequeña hoja de papel reciclado, muy parecida a las que ella empleaba en sus singulares cartas manuscritas, que llegaron a mí como señales de un lago verde, ancho, hondo y apacible, ubicado en el centro de mis raíces, en el centro del bosque del sur. No obstante, yo sabía que el agua escrita trasladaba igualmente vedadas turbulencias y que guardaba como un amuleto transparente las más diversas codificaciones de los minerales, animales y plantas que se tuteaban en el fondo. La lectura de su obra literaria corroboró con lujo estas impresiones epistolares. Hasta los cuatro años fui, me parece, como todo el mundo. Pero ahí sufrí una perturbación... Decía los cuatro años... entonces quedé, me transformé en una testigo, sensible y ardiente, de todas las cosas. Mi protagonismo era como testigo: las cosas pasaban, yo las miraba en profundidad, con una atención extrema y dolorosa. Quedé expectante. Años atrás, durante una de mis visitas a Montevideo, Marosa me había regalado dos volúmenes que reunían prácticamente la totalidad de lo publicado hasta el momento. Bajo el título Los papeles salvajes (I y II, Arca, Montevideo, 1989 y 1991 respectivamente) quedé delante de un inmenso muestrario de hallazgos narrativos y poéticos, unificado por una voz de intensa claridad, hechicera, embriagadora, que instala al lector en un mundo donde todo puede suceder. Recuerdo las sagas familiares, las figuras de la madre, la abuela, la hermana, sus peculiares alimentos, los miedos, la recurrente evocación de los escenarios cotidianos, el entorno de confortable y sin embargo amenazante naturaleza, el transcurrir de un tiempo que parecía detenido, los seres y actos criados en el seno de una imaginación que mezclaba candidez, perversión, amor, fidelidad a una niñez y juventud mitificadas, violencia, ternura y, lo que más me conmovió, lo que la autora no nombraba directamente pero estaba agazapado en cada fibra de su largo discurso visionario: una voz insólita que estaba contando más allá de vegetaciones, ritos, maquillajes, extravagancias, faunas y fantasías, una de las más rotundas experiencias de soledad que yo haya conocido. Confieso que no tengo ánimo (nadie tan incapaz de obituarias como este servidor) para desarrollar aquí algunas notas sobre el muy personal universo estilístico de nuestra autora. Había pensado, incluso, en escribir un poema, embargado como estoy por esa sensación de despojamiento que deja la imprevista muerte de un ser querido. Pero otra amiga, Rosario Vidal, me aportó hace un rato un inmejorable aliado. Charo me acercaba en un mail un soneto de otra extraordinaria poeta uruguaya (de la misma raza espiritual de Marosa y amiga suya), Concepción Silva Bélinzon (Montevideo, 1903-1987), precisamente dedicado a la autora que nos reúne en estas líneas. Junto a Concepción, pues, expresamos: MÁS SABES QUE LOS ASTROS Más sabes que los astros la armonía Sobre dolientes líquenes vigía En su gran Mano de Oro tu cabeza, Como el sol en las uvas moscateles, María Rosa di Giorgio Médicis (Salto, 1932 - Montevideo, 2004), fallecida este martes 17 de agosto, trascendió sus fronteras hasta convertirse en una de las más importantes escritoras uruguayas y latinoamericanas del siglo XX. Desde su libro inicial, Poemas (Salto, 1954), al que siguieron títulos como Humo (Santa Fe, Argentina, 1955), Druida (Caracas, 1959), Historial de las violetas (Montevideo, 1965), Magnolia (Caracas, 1965) hasta esa formidable recopilación ya mencionada: Los papeles salvajes, cuya primera edición data de 1971 (Arca, Montevideo) y la más reciente y aumentada (Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires) es de 1999, la poesía de Marosa di Giorgio ha ejercido una poderosa influencia en nuevos creadores y una aceptación de público y crítica en constante crecimiento. También su narrativa, atravesada por el mismo aliento poético, y con libros como Mesa de esmeralda (Montevideo, 1985), Camino de las pedrerías (Planeta, Montevideo, 1997) y Reina Amelia (Buenos Aires, 1999), entre otros, contribuye a una amplia respuesta de lectores, que además han venido colmando los recitales que la autora ha ofrecido en distintos escenarios de su país y del exterior, o en los festivales poéticos de Rosario (Argentina) y Medellín (Colombia). En este último obtuvo en el año 2001 el premio internacional de poesía en lengua castellana por su obra Los papeles salvajes. Un hecho decisivo para el prestigio internacional de Marosa fue el dossier sobre su trayectoria realizado por Diario de Poesía (Nº 34, Buenos Aires, 1995). El año pasado, coincidiendo con la distribución en España de las ediciones argentinas de Los papeles salvajes y Reina Amelia, y de un recital que Marosa ofreció en el Círculo de Bellas Artes de Madrid (enero 2003), el suplemento Babelia (El País, Madrid, 29-03-2003) publicó a una página una entrevista con la poeta y una reseña literaria que extendieron todavía más el número de lectores interesados en abordar el universo marosiano. Esta noche regreso a un agosto de 1986 en Montevideo. Entro en un célebre café de la Plaza Libertad, ese Sorocabana donde hace años ejerce su reinado de inefable testigo vital Marosa di Giorgio. Me presentarán a la poeta descendiente de italianos y vascos, a la druida que vino del norte salteño para radicarse en la capital uruguaya en 1978. Reconozco de inmediato su pelo largo y rojo, sus labios que aprietan ese mismo color y escuchan todo lo que ocurre, compruebo en la mirada oscura, tibia y directa, algo lejano sellado de tristeza y suprema comprensión. Nos saludamos. Compartimos mesa y amistades. Comienza el diálogo. Llegarán después sus versos, la fascinante ruta por sus páginas, el cariño fraterno y compañero, los puentes de papel. Y aquella eterna lámpara en el bosque violeta, que hoy enciendo con su nombre. |
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