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Marco Castillo, poeta y militante |
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escribe Juan Cameron Hace algunos años murió, en Santiago, Marco Castillo. Su nombre no dice mucho para la poesía chilena; ni resuena casi en la indiferencia natural a estos tiempos actuales. Sin embargo, Castillo dejó una pequeña obra literaria que, reunida con esmero por su familia, será dada a conocer en forma de libro durante el transcurso del presente 2004. Los años de la dictadura y los que inmediatamente le continuaron fueron generosos en entregar nombres de poetas, algunos rescatables y otros no tanto, que sacrificaron sus vidas por una sociedad mejor. Tanto el exilio como la cárcel produjo obras de distinto tipo y calidad y muchos de los caídos guardaban entre sus papeles aquellos versos que, tiempo después, habrían de ser recuperados por los suyos. Tal vez la entrega de aquellos era una forma de comprender su existencia. Y el sacrificio o ciertas heroicas acciones eran vistas por aquellos, en pleno ejercicio de la conciencia, como la tarea a que estaba destinado en esta tierra. El oficio de la poesía, bien lo sabían los druidas, es también otra forma de iniciación. Marco Castillo, nacido en el norte del país, fue uno más de esos tantos que se jugaron los días por la una causa libertaria. Por el momento no sabemos quien fue ni de su figura ni, tampoco, de las circunstancias de su partida. Apenas algunas señas, signos de su paso por la tierra, se subentienden hoy de unos pocos escritos recopilados por su familia para reconstruirlo en la memoria colectiva. Sus poemas, repetidos una mañana de tibio sol de invierno en un comedor universitario, resuenan suavemente bajo la voz del televisor mientras las muchachas circulan sin prestar mayor atención. En una mesa, un grupo de estudiantes lo comentan y alguien pone en el tapete la reciente antología de Dylan Thomas traducida por Cristián Barros. Comparados los textos, se cruzan esas marcas de vida y de muerte reiteradas con tanta precisión por Castillo, autor de Terrenos blandos. Es un libro que está por salir y los estudiantes, junto a un profesor guía, realizan los últimos ajustes editoriales. Marco Castillo es, según sus propias líneas, el que huye del dolor, aquel que corre ciego hacia el olvido. Su percepción sobre la brevedad de la existencia conmueve. Y al mismo tiempo el cuerpo se rebela a ese destino y busca en otro cuerpo (¿esas muchachas que pasan sin mirar?) la inmanente presencia de lo más vital. Su transcurso, tal vez breve, tal vez intenso, apenas se registra en estas páginas donde los tópicos se retroalimentan. No es fácil existir. Hacerlo tiene la pesadez de una carreta y cada mentira -nos dice- es una miseria; sin duda merecemos, mereció, mejor destino. Afuera, por lo demás, está presente el miedo; la calle es el símbolo del terror, nos habla de una época. ¿Era también un iniciado este poeta Castillo? Tal vez; su concepción del paso terreno lo inducía al otro paso: comienzo a devorar el oriente eterno/ a limar mis asperezas con la muerte. La voz del ara, lugar de sacrificio, resuena una y otra vez. Todo en él es quiebre, gozo y dolor, separación y regreso. La idea de levedad es un sol que aparece y desaparece, un desdoblarse y resbalarse -según sus términos- por un país quebrado donde, a pesar de todo, el agua de los ríos y el trinar de los pájaros se asemeja a los cálidos brazos de la amada. La vida es una urgencia, nos enseña, una fatalidad. El grupo de alumnos encargado de diseñar las páginas y de buscar a un prologuista entre los poetas conocidos, está de acuerdo en tal análisis. Marco Castillo, sostiene con pasión uno de ellos, pudo ser un escritor señalado en los libros, en las antologías, en los estudios sobre este género literario. Pero su camino fue otro sin embargo; y aunque diferente, se estima, es válido como elección y como ejemplo. Atento a esta brevedad dejó algunos registros -que hoy su familia reúne en la memoria para ser entregados a las prensas- que dan cuenta de ese entregarse, como una llamarada, a los dictados de su conciencia. En estos tiempos actuales la idea resulta extraña para una amplia mayoría. No tanto para otros; y en medio de la indiferencia de gran parte de los educandos, un grupo mantiene hace dos meses tomadas varias de las dependencias universitarias. A pesar de aquello, el trabajo de Castillo persiste en estos papeles como un silencioso ejemplo de aquel que sostenía ser «el que huye del dolor». La poesía, después de todo, es una forma de iniciación. |
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