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04-Junio-2004

 

El Tío en el sueño

 
escribe Víctor Montoya

Los amigos me han preguntado el porqué me dejo dominar con el Tío, un ser que tiene más atributos de demonio que actitudes de buen tipo. Yo, siempre que puedo, me hago el desentendido y les contestó con un simple no sé, aunque lo cierto es que este personaje, cuya vida está rodeada de fabulaciones, es un fetiche de alto vuelo, pues asume una postura profana ante lo sagrado y es un espíritu capaz de alojarse en el cuerpo de cualquiera. Pero algo más, del Tío aprendí que mis grandezas y miserias pueden convivir en matrimonio, y que la vida es tan corta y el oficio de vivirla es tan difícil, que uno se muere antes de aprender a vivirla como Dios manda.

Sin embargo, debo aclarar que, a pesar de profesarle respeto y rendirle culto, no estoy libre de sus bromas ni del susto que me causa mientras menos me lo espero. Así me pasó la otra noche, cuando al término de una conversación amena, acompañada con comidas y bebidas típicas de la tierra andina, me quedé a dormir en la casa de mis padres.

Pasada la media noche, en el remanso del sueño, me vi ingresando a la mina. Era la última quincena del mes de febrero, mes del diablo, y los trabajadores de la sección Lagunas, en su afán de cumplir con los rigores de una antigua tradición minera, se aprestaban a challarle a la Pachamama, rociándole aguardiente y ofrendándole hojas de coca, en señal de gratitud por sus dádivas y bondades.

En el sueño me vi chango, de no más de diez años de edad. Estaba disfrazado de minero y cargaba una bolsa de yute en la espalda; tenía guardatojo, overol y botas de goma. Lo raro es que, a pesar de vivir desde hace años en Suecia, no he logrado liberarme de la presencia omnipotente del Tío ni de las escenas trágicas que contemplé en los centros mineros, donde las discriminaciones sociales y raciales, entre los pocos que tenían mucho y los muchos que tenían poco, estaban marcadas desde la cuna hasta la tumba.

¡Pucha, caray! Eran pobres, los pobres mineros.

Volviendo otra vez al sueño, les cuento que cuando los trabajadores empezaron la ceremonia, challándole a la Pachamama y rindiéndole culto al Tío, a quien, por esas trampitas que nos tiende el sueño, no lo podía ver porque estaba en un paraje oscuro, se escucharon ruidos fuertes a lo lejos, como ecos que nacían en las entrañas del cerro.

Los trabajadores, murmurando entre dientes, mascaban hojas de coca y fumaban cigarrillos, mientras yo arrojaba puñados de coca en derredor y rociaba aguardiente entre las rocas.

Al poco rato, los trabajadores, como arrebatados por una fuerza desconocida, fueron desapareciendo de la galería uno a uno, llevándose la luz de sus lámparas y dejándome solo en la impenetrable oscuridad.

Me entró el pánico y las lágrimas asomaron a mis ojos. Me moví de un lado a otro, tanteando con los pies y las manos, pero donde daba un paso, no encontraba más que rocas erigidas como muros. Así que, sin encontrar salida alguna y con los pantalones mojados por el miedo, decidí sentarme en el mismo lugar, a la espera de que alguien diera con mi paradero.

Pasó un tiempo, mucho tiempo, no sé precisar cuánto, hasta que de pronto, tan, tan, tan, escuché un ruido que parecía acercarse desde el fondo de la mina. Ahí nomás se hizo el silencio y el Tío apareció plantado a mis espaldas, iluminándome con el fuego de sus ojos y pidiéndome coca y alcohol.

No alcancé a mirarlo entero, pero me incorporé en un santiamén. No supe qué hacer ni qué decir. Se me estremeció el cuerpo de sólo escuchar su voz, casi semejante al rebuzno de un asno. Me cubrí la cara con las manos y rompí a llorar como guagua destetada.

El Tío, que lucía su traje de Lucifer, se encendió como lámpara, iluminando la galería de tope a tope. Su aspecto era tremendo, como el de los monstruos que son bellos siendo feos. Lo miré por entre los dedos de la mano y, para mi asombro, comprobé que estaba hecho de roca y de fuego. En eso apareció un minero. No sé de dónde salió, pero tendió un aguayo delante del Tío, ofreciéndole coca, cigarrillos y alcohol.

El Tío vació la botella de un sorbo, se metió un puñado de hojas de coca en la boca y encendió el cigarrillo con el cigarrillo del minero. Después, sin gestos ni palabras, se retiró a paso lento, mientras una tos seca golpeaba en el aire y la gotera de la galería caía tic-tictic sobre la roca.

¡Tío, gramputa! ¡Me has asustado!..., me dije por dentro, sin parar de llorar a moco tendido, con el alma todavía mordida por el miedo.

Cuando desperté del sueño, con el cuerpo empapado en sudor y los ojos navegando en lágrimas, tuve la extraña sensación de que el Tío, quien me asustó queriendo sin quererlo, se instaló en mi vida desde el primer día en que lo vi en la mina de Siglo XX, sentado en su trono cual soberano de las tinieblas y dueño absoluto de las riquezas minerales. Y, aunque tenía ganas de maldecir mi suerte por haberlo conocido y por haberlo traído a Suecia, me quedé callado en siete lenguas y traté de mantener la calma, pues sabía que el Tío, con o sin mi consentimiento, estaba dispuesto a seguirme de cerca, muy de cerca, en las buenas y en las malas, hasta la hora de mi muerte.



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