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19-Setiembre-2003

 

Escribe Pepe Auth, embajador de Chile
El otro 11 de Septiembre

 

Casualidades de la historia, el salvaje atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York ocurrió el once de septiembre, la misma fecha en que hace ya 30 años los aviones Hawker Hunter enviados por el ex general Pinochet bombardearon la democracia chilena hasta destruirla.

En tiempos en que todavía era posible matar y morir en nombre de la sacrosanta Guerra Fría, la Dictadura chilena no consiguió convencer al mundo que los militares habían organizado el Golpe de Estado para salvar una democracia a punto de caer en las garras del comunismo ni lograron convertir a Pinochet en un héroe del mundo libre. Pronto quedó en evidencia, en cambio, que los objetivos del Golpe eran destruir el fuerte movimiento popular chileno e instaurar un régimen político dictatorial, cancelando todas las libertades públicas, clausurando las organizaciones sociales y políticas y destruyendo todas las instituciones democráticas, incluidos el Parlamento y el Poder Judicial, que por muchos años pasó a ser un simple aval de las violaciones a los derechos humanos.

Diecisiete largos años se prolongó la Dictadura en Chile. Fueron largos por la brutalidad con que se ejerció la represión en contra todo aquel que osara expresar su oposición, fueron lentos por la atmósfera asfixiante que cubrió toda la vida social y cultural del país, fueron dolorosos por la infinita cadena de persecuciones, cárcel y exilio que afectó a buena parte de los chilenos. Aquellos que plantean que los años de Pinochet trajeron, a pesar de todo, prosperidad económica para Chile, además de no considerar el costo en vidas humanas y sufrimiento, olvidan que, cuando Chile recupera su democracia, en sólo 8 años creció más que durante todo el periodo dictatorial, que Pinochet dejó al país con 42% de la población viviendo bajo condiciones de pobreza y en diez años esta cifra ha sido reducida a la mitad, en fin, que la real expansión exportadora, integración económica al mundo y modernización de la industria chilena está mucho más asociada a la democracia de los Noventa que a los diecisiete años de Dictadura. Quienes dicen que la prolongada Dictadura Militar chilena sentó las bases del crecimiento económico son los mismos que atribuyen a los cuarenta años de franquismo la prosperidad de la España moderna.

Todavía hoy se discuten las causas del quiebre de la democracia chilena, en parte consecuencia de la incapacidad de las fuerzas políticas de asociar un programa de cambios a una sólida mayoría política y electoral. Lo que ya nadie discute, en cambio, luego de la desclasificación de los archivos de la CIA, es la participación activa de Estados Unidos en el derrocamiento de Allende, al punto que el propio Colin Powell declaró recientemente que su país no podía sentirse orgulloso de su actuación en Chile. Ahora se conocen los detalles de la intervención norteamericana en las campañas políticas, en los movimientos gremiales, en el bloqueo a la venta del cobre, en las acciones terroristas y en la colaboración inicial a la instalación de la dictadura militar. Es imposible entender el fracaso del gobierno de la Unidad Popular y el éxito del Golpe de Estado en Chile sin la decisión de las autoridades de la época en EEUU de impedir el éxito político de Allende, en su aspiración a armonizar el socialismo y la democracia en un país en vías de desarrollo.

Pinochet, como se sabe, fue víctima de sus propios excesos. Antes que terminara la década del Setenta, sus servicios de seguridad habían exportado el terror a Buenos Aires, donde explotó por los aires el vehículo que transportaba al ex Jefe del Ejército chileno, Carlos Prats, también a Roma, donde fracasaron en el intento de asesinar a uno de los líderes históricos de la Democracia Cristiana, Bernardo Leighton, y al mismísimo Washington, donde asesinaron a Orlando Letelier, ex canciller del presidente Allende. El Golpe de Estado que muchos vieron como un paréntesis de autoritarismo que daría pronto paso a nuevas elecciones democráticas, se convirtió a poco andar en una dictadura personalizada que extendió progresivamente su acción represiva, concentrada primero en los partidos de izquierda, hacia toda organización, corriente o persona que encarnara alguna aspiración democrática.

Es a través de su propia acción que el Dictador se va aislando progresivamente, tanto a nivel internacional como interno. A fines de los Setenta, terminada la fase de reconstrucción de los actores sociales y políticos, se inicia una década de sostenida presión democratizadora en Chile, fuertemente apoyada en todo el mundo, que finaliza con el triunfo del NO a Pinochet en el plebiscito del 5 de octubre de 1988 y luego con la victoria presidencial de Patricio Aylwin, candidato de una amplia coalición política que asume la responsabilidad de reconstruir la democracia chilena el 11 de marzo de 1990, la misma alianza que gobierna hasta hoy día.

Es enorme el contraste entre el Chile de Pinochet y la joven democracia chilena actual. El apagón cultural dio paso a una gran efervescencia creativa y de expresión, la atmósfera represiva que todo lo cubría fue reemplazada por un ambiente de libertades plenas y el neoliberalismo salvaje ha dejado su lugar a una próspera economía abierta al mundo con fuerte inversión social, que busca reformar sus sistemas de educación y de salud para acortar la gran brecha de oportunidades entre los distintos sectores sociales que produjo el maridaje del autoritarismo militar con los dogmáticos seguidores de Milton Friedman.
La Justicia todavía tiene tareas pendientes en Chile, a pesar de sus notables avances que han permitido procesar y condenar a cientos de violadores de los derechos humanos, incluido su emblemático Jefe de Seguridad, el ex general Manuel Contreras. Sin embargo, el juicio histórico de los chilenos es el mismo que hace el mundo entero. Lo refleja el lugar que ocupa hoy Salvador Allende, erguido en la Plaza de la Constitución, frente a la casa de gobierno donde entrego su vida por la democracia y ahora su estatua es destino de peregrinación popular, comparado con la posición de Pinochet, oculto tras una supuesta demencia senil para evitar la condena de la Justicia de Chile por su responsabilidad en la ejecución y desaparecimiento de miles de personas.

Suecia tiene un lugar en la historia del once de septiembre chileno. Porque desde ese mismo día y los que siguieron, en medio de la feroz represión, la actitud valiente del embajador Harald Edelstam enarbolando la bandera sueca salvó la vida de muchos chilenos. Porque inmediatamente el país abrió sus puertas para acoger a miles de chilenos que debieron partir al exilio y el pueblo sueco sus brazos para recibirlos y organizar la solidaridad con la causa de Chile. Aprovecho la ocasión para expresar nuestro eterno agradecimiento a los gobiernos y al pueblo sueco, por su solidaridad temprana, su respaldo a la lucha democrática en Chile durante la Dictadura y su apoyo a la reconstrucción democrática en la década de los Noventa.

Suecia y Chile, países muy lejanos, a los que en principio nada predestinaba a conocerse, han desarrollado en estos treinta años desde el 11 de septiembre de 1973 un fuerte e imperecedero vinculo. Mucho más poderoso que el intercambio comercial, porque se trata de una relación humana. Suecia y Chile comparten un espacio común en los corazones de más de 43 mil chilenos que viven aquí y, estoy convencido, también en los corazones de miles de suecos que han hecho de Chile su otra patria lejana y, por supuesto, en el de muchísimos chilenos que allá en Chile recuerdan con cariño al pueblo que los acogió a ellos o a sus familias en momentos difíciles.

Así es como un pedazo de Chile entró al corazón de Suecia. Han pasado 30 años, más de 16 mil chilenos han nacido aquí, otros tantos llegaron siendo aún niños y su experiencia de vida ha transcurrido en su mayor parte en sueco y en Suecia, mientras los que arribaron adultos han hecho ya la gran mayoría su propio camino de adaptación a esta sociedad. Quizás con el ojo hipertrofiado por un interés excesivo, he visto chilenos y chilenas en todos los intersticios de la sociedad sueca y he podido reconocer en la Suecia multicultural de hoy la huella del aporte de la comunidad chilena y latinoamericana residente. Hay chilenos en prácticamente todas las comunas de Suecia y los hay en todos los sectores y actividades, desde la ópera al hip-hop, desde la producción de automóviles hasta la investigación científica avanzada, de la escuela hasta la universidad, desde el ejército hasta la pintura, desde la televisión hasta el fútbol. Hay obreros, profesionales, empresarios, músicos, médicos, miembros del Riksdagen, dirigentes de partidos políticos y organizaciones sociales, en fin, con las dificultades propias de todo proceso de integración, en el curso de estas tres décadas la comunidad chilena ha encontrado su lugar, los chilenos se sienten orgullosos y hacen suyos tanto las virtudes de la sociedad sueca como sus problemas y desafíos.

Los chilenos que aquí viven son sin duda suecos, porque quieren a Suecia y comparten los valores en los que se sostiene esta sociedad. También son, sin embargo, chilenos, porque no han perdido ni su memoria, ni su identidad cultural ni su cariño por Chile y su pueblo.

Es ése el resultado inesperado del 11 de septiembre chileno visto a la distancia de treinta años. La tragedia del Golpe Militar y sus dramáticas consecuencias ha sido convertida por el pueblo sueco y los miles de chilenos que arribaron a Suecia en una oportunidad para enriquecer nuestras culturas, ampliar nuestro horizonte y establecer un lazo indisoluble entre Suecia y Chile.

*Pepe Auth es embajador de Chile en Suecia.



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