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22-Agosto-2003

 

TRELEW
La verdad de un crimen impune

 

escribe Elio Brat

Neuquén, Patagonia. El 8 de septiembre de 1972, a menos de 20 días de la Masacre de Trelew, un grupo de abogados entre los cuales se encontraba Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde- entregaron al periodismo un documento sobre los asesinatos perpetrados el 22 de agosto de ese año en la Base Aeronaval Almirante Zar, donde 19 detenidos políticos fueron ametrallados a mansalva. De ellos, 16 murieron y los otros 3 resultaron gravemente heridos. El escrito presentado incluía copias de las declaraciones formuladas por los sobrevivientes Ricardo René Haidar, Alberto Camps y María Antonia Berger.

Como aquello que dice la canción si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia, aquí reproducimos el testimonio de uno de los fusilados, Ricardo René Haidar, quien logró en ese momento sobrevivir para poder contarnos a todos la verdad de lo que pasó en Trelew.

Cuando llegamos al aeropuerto de Trelew, luego de la fuga del penal de Rawson, y comprobamos que el avión ya había partido, nos quedaba una alternativa: dispersarnos en la dilatada meseta patagónica. Sin embargo, desechamos de inmediato tal posibilidad por cuanto las características de la zona eran adversas y podríamos ser detectados fácilmente por las fuerzas represivas, muy probablemente eliminados sin darnos la oportunidad de rendirnos.

En consecuencia, optamos por rendirnos en el aeropuerto, exigiendo las máximas seguridades posibles, consistentes en hablar con el periodismo, para que el pueblo verificara que estábamos vivos y en óptimas condiciones, la presencia del juez y la de un médico que constatara nuestra integridad física. Como es de conocimiento público, todo esto se cumplió con toda exactitud. Creíamos nosotros que ello bastaría para asegurarnos la vida, y que la dictadura no se atrevería a cometer ningún crimen desembozado. Por lo visto, nos equivocamos.

El oficial de infantería de Marina que dirigió las fuerzas de la dictadura en el aeropuerto y ante quien nos rendimos formalmente, era el capitán Sosa. Al principio, su comportamiento fue correcto y hasta podría decirse cortés cuando fuimos conducidos hasta la Base de la Marina, en la que quedamos incomunicados, nos acompañaron en el viaje el juez federal y el doctor Amaya.

Una vez llegados a la Base, fuimos alojados en calabozos& El primer día, el trato que nos dan es bueno, tanto es así que nos dejan durante todo el día el colchón y las mantas, hecho que no volverá a repetirse los días siguientes. Sin embargo, el buen trato dura poco; cuando a la tarde del día 16 (de agosto) llega el capitán Sosa, pudimos observar en él un cambio radical. Se dirige a nosotros en tono muy agresivo diciéndonos, por ejemplo: la próxima no habrá negociación, los vamos a cagar a tiros.

El primer día, la guardia especial de vigilancia estaba integrada por un oficial, 3 suboficiales y un soldado armado por cada celda. Los soldados apuntaban permanentemente a los prisioneros, sin el seguro del arma puesto. El segundo día son retirados estos soldados, quedando solo algunos en el pasillo. (&).

La noche del día miércoles, aparece por primera vez el oficial Bravo; es este un sujeto alto, de tez blanca, pelo castaño, casi rubio, bigotes espesos, de constitución delgada pero robusta, de 1,80 metros de altura y unos 30 años de edad. Este oficial es el que observa la conducta más agresiva con los prisioneros.

La noche del jueves nos quita los colchones y las mantas y nos inflige castigos como, por ejemplo, hacernos apoyar la punta de los dedos contra la pared, con el cuerpo en plano inclinado en posición de cacheo, y ternenos así durante largo rato; hacernos acostar en el piso completamente desnudos, también por largo rato, etcétera. Esta misma noche comienzan los interrogatorios.

Aproximadamente a las 2 de la mañana. Ellos eran efectuados por personas vestidas de civil, entre los cuales había uno a quien Delfino reconoció como perteneciente a DIPA, lo que hace presumir que los demás también lo eran. Los interrogatorios se hacen todas las noches a partir de la madrugada del jueves, entre las 2 y las 5 de la mañana. Durante el día permanecíamos en la celda, de las cuales sólo éramos sacados para comer o para ir al baño. Al principio yo estaba en una celda con Bonet, Toschi y Ulla, pero el último día me trasladaron a la de Kohon, por prescripción médica, en razón de que el frío me había producido colitis.

Los días miércoles y jueves se nos efectuaron reconocimientos por las ventanillas de las celdas, las que para impedir que nosotros viéramos a los observadores habían sido cubiertas por un papel que poseía un pequeño visor para el observador. A partir del jueves, Mariano Pujadas es maltratado especialmente. En una oportunidad el oficial Bravo lo obligó a barrer el pasillo completamente desnudo.

Nunca nos sacaban a todos juntos de las celdas, salvo en dos oportunidades. Cuando nos llevaban a comer, éramos conducidos de a uno o de a dos. Al baño éramos conducidos individualmente. El día lunes, a las 10 y 30, fue la primera vez que nos sacaron a todos juntos de las celdas y nos hicieron formar en 3 grupos mezclados con ropas civiles en el hall de la guardia.

Estaba presente el juez Quiroga. Allí se realizaron reconocimientos en rueda de presos. Mientras éramos reconocidos los varones, las mujeres eran interrogadas por personal vestido de civil, distinto al que había hecho los primeros interrogatorios. Luego fuimos interrogados nosotros y pasaron las mujeres a formar rueda de presos.

En esos días aparece un tercer oficial, alto, delgado, tez morena, pelo oscuro, vestido siempre con capote color azul de oficial de la Marina, cuyo apellido posiblemente sea Fernández y a quien podría reconocer fácilmente si viera de nuevo. Solía recorrer el pasillo y observar las celdas, pero no hacía guardia.

La noche del lunes 21 de agosto nos permitieron acostarnos temprano, aproximadamente a las 23 horas, pero aproximadamente a las 3.30 fuimos despertados violentamente por el capitán Sosa y el oficial Bravo. Nos ordenaron que dobláramos los colchones y las mantas. Un cabo abrió celda por celda. A medida que nos levantábamos nos hacían parar contra la pared, mirando el piso. A mí me hizo levantar el capitán Sosa y me ordenó que mirara el suelo; como lo hice con cierta displicencia, me ordenó que pusiera la barbilla contra el pecho. Seguramente no cumplí esta orden en la forma que él pretendía, pues de inmediato sacó su pistola, la preparó para disparar y me dijo, apuntándome: Si no ponés la barbilla contra el pecho, te pego un tiro. Puse la barbilla contra el pecho, aunque pensaba que la actitud de Sosa no podía ser más que una amenaza. Sosa se retira inmediatamente de mi celda y unos minutos después ordena formar en el pasillo. Salimos todos los prisioneros y en completo silencio formamos dos filas, mirando hacia la salida, cada uno parado al lado de la puerta de su celda. En el extremo abierto del pasillo había dos o tres suboficiales, armados con metralletas PAM. Bravo y Sosa recorrieron las hileras, hasta el final, y volvieron. Hicieron ese recorrido profiriendo amenazas e insultos y diciendo cosas tales como lo peor que podrían haber hecho era meterse con la Marina , ahora van a ver lo que es el terror antiguerrilla, etc. Nosotros permanecíamos en silencio. Nadie contestaba. Nadie se movía. Cuando Sosa y Bravo ya terminaban su recorrido, en forma completamente sorpresiva y sin que mediara el menor incidente ni el menor movimiento, comenzó el tableteo de una ametralladora. Miré sobresaltado hacia el extremo abierto del pasillo y vi caer a Susana (Lesgart) y Clarisa (Lea Place).

Giré rápidamente y me introduje en mi celda. Detrás de mí lo hizo mi compañero. Allí nos quedamos Kohon y yo, durante un instante parados, escuchando las ráfagas y sin atinar a hacer nada. Enfrente mío vi caído a Bonet y a Toschi, alcanzados por los disparos cuando intentaban introducirse en su celda. Bonet se apoyaba en su codo derecho y me miraba en silencio; nadie atinaba a hablar; sólo se oían los quejidos de dolor de los heridos. Inmediatamente Kohon y yo nos acostamos debajo de la losa de cemento que, empotrada en la pared, hacía las veces de única cama en la celda. Yo estaba contra la pared y Kohon a mi izquierda, ambos boca abajo. Desde allí seguimos escuchando el ruido de las ráfagas, hasta que de pronto éstas se interrumpen. Luego oímos el vozarrón de Bravo decir: Éste todavía está vivo, y a continuación un disparo aislado. Eso ocurrió varias veces. Instantes después, Bravo entró en nuestra celda y nos ordenó que pusiéramos de pie. Obedecimos. Bravo nos pregunta, entonces ¿Van a declarar como corresponde ahora, sí o no?, mientras nos apuntaba con su pistola. Kohon y yo contestamos que sí. Bravo se retira entonces de la celda, pero de inmediato aparece el oficial cuyo nombre podría ser Fernández y, sin mediar palabra, me apunta a la cara. Instintivamente giré mi cuerpo hacia la izquierda, en el exacto momento en que me disparaba. Recibí el impacto en el ángulo superior derecho del hemotórax izquierdo, inmediatamente debajo de la clavícula. El impacto me levantó en vilo y me hizo caer sobre le camastro de cemento, quedando de bruces sobre él, con las rodillas apoyadas en el suelo. Sentí un profundo dolor en la espalda y comencé a sangrar abundantemente por la herida y por la boca. Sin embargo, no emití queja ni sonido alguno y permanecí inmóvil. A continuación, escuché los disparos que el mismo oficial efectuó sobre Kohon; no recuerdo cuántos. Y luego, los quejidos de dolor de mi compañero. Hubo un largo silencio; luego, nuevamente la voz de Bravo, que en tono muy fuerte decía a alguien: ¡Se quisieron fugar! ¡Pujadas quiso quitarle la pistola al capitán, intentó resistirse!.

Minutos más tarde, alguien me tomó el pulso y comentó: Éste tiene el pulso bastante bueno. Poco después me colocaron sobre una camilla y me condujeron hasta el hospital de la Base. Allí me taparon la herida y me aplicaron un calmante. Pude ver a los otros heridos: Astudillo, Kohon, María Antonia (Berger), Polti y Camps. En el curso de la mañana del martes me trasladan, junto con Camps, al Hospital de Puerto Belgrano. Allí soy intervenido quirúrgicamente, aproximadamente a las 21 horas. Posteriormente, me visita en este hospital el juez naval capitán de navío Bautista, a quien le relato los hechos precedentemente descritos. Cuando leo los diarios, me entero de la versión oficial dada por el almirante Hermes Quijada. Es completamente falsa. No hubo ninguna tentativa de fuga; es totalmente falso que Pujadas haya intentado arrebatar el arma a un oficial. Fue una masacre alevosa y premeditada contra diecinueve prisioneros desarmados.



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