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El fulgor del vacío, de Javier Bello |
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escribe Juan Cameron Javier Bello es sin duda uno de los mayores exponentes de la lírica chilena de los noventa. Su reciente libro, publicado en Santiago por Editorial Cuarto Propio, a fines del año anterior, es una muestra evidente de su fuerza, fluidez y prestancia en el manejo del lenguaje; casi un animal literario, a la manera de Neruda, en las más recientes promociones de la poesía nacional. El Fulgor del vacío reune varios de sus trabajos anteriores, principalmente de Las jaulas y La rosa del mundo, a los que agrega el cuadernillo Los pobladores del entresueño. Una de las primeras ideas que surge, al revisar la poesía de Javier Bello, es la necesidad de su imitación. Haría bien a la joven poesía chilena tomar ese impulso avasallador que su verso aporta, su fluidez y encadenamiento semántico, su sonoridad y respeto por el ritmo y, sobre todo, ese placer por la escritura que emerge como una constancia de su trabajo: Tú con los hombres que dan silbidos vivos como bellos delfines te desangras sobre los párpados de los acantilados./ Nadie te verá morir entre las amapolas. David Preiss, poeta de su generación (señalado en la contratapa) dice de Bello: «Su oficio es molesto. Se instala en la abundancia. Nos golpea con ella (...) El programa que moviliza la escritura y la lectura de estos textos nos empuja de una imagen a otra, hasta que acojamos en nosotros su terrible donación». Existe un código propio muy bien manejado por Bello. Al referirse a lo otro, a lo indecible en el léxico propuesto, recurre a símbolos claramente identificables para el buen lector. Y en ese campo hace descubrimientos que bien pueden citarse, por sus colegas, como perfectos epígrafes. Esta sentencias son dramáticas, definitivas, como si acaso hubieran sido escritas para el gran escenario de la tragedia: No diré la palabra. Decir es dar la muerte, o No quemé mis palabras para sentarme aquí a raspar las visiones,/ no abandoné a mi madre para marcar las piedras. Y en este metalenguaje, el autor, se maneja tras un buen simulado humor en el cual la sinécdoque disfraza el verdadero contenido de su mensaje. Bello juega con los conceptos para instalarlos en el discurso y, de esa manera, contrabandear lo ambiguo bajo la máscara de la inmediatez. Dime cómo te llamas, Ángel del Diablo, que quitas el pecado del mundo,/ revélame el día en que sin miedo nos acercamos al pozo, nos asomamos al brocal, olimos la flor negra que nos abría la boca, escribe sin ocultar la carcajada. Las respuestas podrá encontrarla el lector en la primera página de alguna novela de Guillermo Cabrera Infante. Su manejo de recursos verbales es amplio. Bruno Cuneo, quien señalara este punto en la Revista de Libros de El Mercurio (agosto de 1999, citado en contratapa), el autor es «difícilmente asimilable a alguna escuela o línea poética determinada y sorprende desde un comienzo la evidencia de su originalidad». Sin embargo en sus versos se hace patente la lectura de determinados autores, Neruda, Saint John-Perse, De Rokha, y hay en su todo un rescate del amplio discurso de los treintaiochistas, en particular de Humberto Díaz Casanueva. A este proyecto de acercamiento a la poesía, Bello aporta elementos de actualidad -la falta de solemnidad, por ejemplo- y una respiración propia. En cualquiera de estos casos debe verse, como varios otros autores de su generación, en la continuidad de la tradición chilena. En entrevista de Rodrigo Castillo (Las Últimas Noticias, Santiago, 27 de enero de este año, reconoce la herencia vanguardista de sus lecturas de infancia: Huidobro, García Lorca, Lezama Lima y Vallejo, y justifica la exuberancia de su escritura -que a veces lo asfixia, afirma, en el paisaje el sur, donde prima «la angustia existencial se mezcla con el desconcierto generacional de quienes, como él, fueron criados durante el régimen militar»: crecí en dictadura, y el peso de la muerte forma parte del trasfondo de mi poesía. Es algo que no puedo quitarme de encima, y mis imágenes siempre tienen que ver con eso, porque la poesía trabaja con la ética del momento que uno está viviendo, dice en la citada nota. Javier Bello nació en Concepción, en 1972. Es Licenciado en Literatura Hispánica por la Universidad de Chile y prepara un doctorado en Literatura Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado La noche venenosa (1987), La huella del olvido (1989), La rosa del mundo (1996), Las jaulas (Visor, 1998) y la plaqueta Jaula sin mí (1999). En 1994 obtuvo el Premio Gabriela Mistral y fue finalista en el VIII Premio Jaime Gil de Biedma, en Segovia, por la obra editada en 1998. |
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