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Ante el amigo muerto |
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escribe Carlos Vidales Ha muerto Daniel Moore. Su vida se apagó cerca del amanecer del 24 de junio en el hospital de Söder, Estocolmo. Tenía 66 años cumplidos y había llegado a Suecia como asilado político en 1974, después del golpe militar que destruyó la democracia chilena el 11 de septiembre de 1973. Daniel era abogado, jurista y activista político. En Chile había llegado a ocupar el cargo de vicerrector de la Universidad de Concepción. En los inicios del gobierno de la Unidad Popular había protagonizado una ruidosa discusión pública con el presidente Salvador Allende. Por aquella época era Daniel militante de uno de los grupos que, desde la izquierda, cuestionaban la legitimidad de la vía pacífica y calificaban a la Unidad Popular de reformista. Así, con ocasión de un discurso de Salvador Allende ante los estudiantes de la Universidad de Concepción, Daniel consideró apropiado interrumpir al presidente para exponer su crítica ideológica contra el reformismo de la Unidad Popular. Allende, irritado, respondió con energía calificando a Daniel de muchacho irrespetuoso o algo por el estilo. Recuerdo ahora este incidente porque fue para mí muy significativo durante los años que siguieron, tanto en lo político como en lo personal. En lo político, me pareció admirable que Chile hubiera alcanzado tal grado de democracia, que resultara posible cuestionar en público al presidente de la República sin dar con los huesos en la cárcel o perder el empleo, como era la norma entonces (y sigue siendo) en toda América Latina. En lo personal, consideré siempre un mérito de gran valor que un muchacho irrespetuoso dijera con franqueza lo que sentía, aunque yo no compartiera sus ideas. Este sentimiento se afianzó con los años, después de conocer personalmente a Daniel aquí en Suecia, y a lo largo de nuestra amistad, siempre fuerte, sincera, franca y en ocasiones turbulenta. Nunca, o casi nunca compartí las ideas políticas de Daniel y mucho menos sus cambios a lo largo de los años. Sin embargo, siempre admiré su franqueza, a veces brusca, a veces incómodamente irónica, pero siempre sincera. Daniel jamás dejó de decir lo que sentía, nunca disfrazó sus ideas o sentimientos con metáforas o eufemismos y estuvo siempre dispuesto a la discusión sin concesiones. Creo que esta cualidad es, en los tiempos que corren y en todos los tiempos, de un enorme valor. Por eso pudimos ser amigos de verdad, más allá de nuestras discrepancias y en medio de las más duras discusiones. Trabajamos juntos durante muchos años en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Estocolmo. Él como coordinador de seminarios, yo como investigador en historia latinoamericana. Su trabajo en la coordinación de seminarios le permitió crear una enorme red de contactos. Al Instituto llegaban intelectuales, artistas, profesores, politólogos, dirigentes políticos y sindicales de toda América Latina y de todas las tendencias y corrientes. Todos ellos tuvieron el derecho de expresar libremente sus opiniones, aunque alguna vez ocurrió que grupos del exilio latinoamericano en Suecia reaccionaron airadamente contra la presencia de conferencistas identificados con las posiciones el enemigo. Daniel defendió invariablemente el derecho al libre debate en los claustros universitarios y esto le acarreó incomprensiones y enemistades. Publicó algunos artículos en Liberación, exponiendo ideas que a mí me parecieron cuestionables o por lo menos discutibles. Para mí fue una experiencia enriquecedora responder en estas mismas páginas y discutir al mismo tiempo con él, personalmente, durante nuestros almuerzos cotidianos en la universidad. Estas discusiones afianzaron nuestra convicción de que no estábamos de acuerdo en muchas cosas, pero que estábamos de acuerdo en ser amigos, sin reservas ni dudas. Por eso escribo ahora estas líneas, sin adornos ni retórica, ante el amigo muerto. Hace algunos años, con ocasión de la visita del rey de Suecia a Chile, Daniel escribió una carta abierta a Su Majestad para pedirle que no promoviera la venta de armamento o equipo militar (aviones Jas) a la patria de Allende. Más de un centenar de chilenos y otros latinoamericanos firmaron la carta. Y lo que no había ocurrido en Chile, cuando Daniel era un muchacho irrespetuoso, ocurrió ahora en la democrática Suecia que nos ha dado asilo a tantos y tantos refugiados: comenzaron los problemas y Daniel tuvo que jubilarse a los 60 años. Así pues, Daniel regresó a su patria, compró una casita en el barrio Bellavista de Santiago e intentó la odisea de un retorno a medias. Aquí quedaban sus hijos y los lazos con Suecia jamás podrían romperse. Pero él había ayudado a tantos chilenos importantes, próceres que ahora gozaban de buenas posiciones, profesionales y políticos que ahora cabalgaban alegres sobre las anchas ancas de la yegua Concertación... podía pensarse que alguno de ellos se acordaría de él. Además, él quería planear en calma los últimos años de su vida y vivirlos en su tierra natal. Durante los preparativos de su regreso, me dijo alguna vez: hay que hacer como los elefantes, que vuelven a morir al lugar donde nacieron. Allá lo recibieron con indiferencia y con olvido. Orgulloso como era, no aceptó someterse a las humillantes esperas de antesala a que querían obligarlo sus antiguos favorecidos del exilio, ahora inflados funcionarios, subsecretarios y ministros. Y cuando los médicos le diagnosticaron la enfermedad que habría de matarlo, descubrió que el Chile de la Concertación había retrocedido, en materia de salud pública, a épocas anteriores a la Unidad Popular, anteriores a Jorge Alessandri, anteriores a Carlos Ibáñez de Campo, anteriores a Arturo Alessandri. Descubrió que en el Chile de la Concertación hay que extender el cheque en blanco antes de recibir atención médica. Y tuvo que volver a Suecia, a recibir el tratamiento médico a que todo ser humano debería tener derecho, pero que se niega en el llamado tercer mundo a quien no tiene una fortuna para pagar por él. Daniel ha muerto aquí, en Estocolmo, rodeado de sus familiares y de sus más cercanos amigos. Por él, y por tantos otros que moriremos en el exilio, hay que decir aquí y ahora que es una vergüenza suprema tener que morir lejos de la patria porque la patria cobra muy caro por el derecho a morir en su suelo. El balance de lo que Daniel hizo en este país, en esta Suecia del exilio, queda por hacerse. Es indudable que él contribuyó enormemente a la difusión y al debate sobre los problemas de América Latina. Sus artículos y conferencias sobre los latinoamericanos en Suecia son un aporte valioso a eso que los burócratas incapaces llaman integración, lo mismo que al fortalecimiento de nuestro orgullo y de nuestra identidad latinoamericana. Él orientó a muchos suecos en el conocimiento de nuestro continente, su cultura, sus inmensas potencialidades históricas, sus innumerables perfiles humanos. Él fue una voz estimulante, polémica, ruda, que sembró inquietudes, removió sentimientos y despertó pasiones, pero que por sobre todas las cosas iluminó muchos aspectos interesantes de nuestra turbulenta realidad. Por eso escribo estas líneas ante el amigo muerto, como un tributo a la amistad y a la verdad. |
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