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La novela de un tripulante |
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escribe Juan Cameron Eduardo Bravo Hernández es ingeniero de la Marina Mercante de Chile. Nacido en un humilde hogar, en 1961, en el Barrio del Puerto, siguió con tesón el camino trazado en su niñez hasta obtener tal posición. Así lo relata en su primera novela, Escrito en la Mar, presentada en Valparaíso a fines del mes de abril. Que el idioma es de todos y que cada miembro de la tribu puede utilizarlo como le parezca, es una verdad ineludible. Así lo ha entendido Eduardo Bravo Hernández, autor de Escrito en la mar, quien con esfuerzo y sacrificio consiguió presentar su primera novela en público, en un acto celebrado en el Colegio de Ingenieros de la Marina Mercante Nacional, a fines de abril reciente. Hernández no es un personaje común del ambiente literario local, salvo por la perseverancia demostrada en su tarea. Más bien lo ubicamos al lado de los buenos y ordenados ciudadanos, en un sector donde la condición de humanidad resalta valores como la honradez, la pureza de espíritu y el cumplimiento del deber, principios expuestos en un relato que, en buena parte, es su trayectoria de vida. Y sin embargo a ésto, en la presentación se tuvo el buen cuidado de evitar los lugares comunes que la circunstancias regalaban a la ocasión: que el primer libro es como el nacimiento de un hijo, que el lanzarlo es como iniciar una navegación por aguas extrañas, etc. Estas frases clichés y de buena educación habían sido repetidas el día anterior, en el lanzamiento de una nueva editorial en Valparaíso. Es claro, las circunstancias las imponen. La historia del protagonista sino un marco establecido y eficaz; la de un muchacho que formado en un hogar del pueblo logra cumplir con el sueño de su niñez. Con tesón termina sus estudios, viaja por el mundo y asciende en su carrera hasta obtener la profesión de ingeniero de máquinas de la Marina Mercante. Ser tripulante de la Marina Mercante Nacional era, para los nacidos en el sector puerto entre agencias de aduana, talleres mecánicos y oficinas de abasto para surtir naves, un sueño común. La orgullosa flota naufragó con la derrota de la historia patria; y con ella se fue el olor de la orilla, del ruido de las válvulas y las sirenas que de madrugada anuncian la partida o la niebla. Eduardo Bravo regala estas imágenes olvidadas de calle Cochrane, de la poza de abrigo, del Muelle Prat y de su costanera extendida como el regazo materno. Todo eso se perdió con el Golpe de Estado. El autor se refiere a la mar, no a el mar. No fueron los poetas quienes dieron este género al océano, sino los navegantes. Los vaporinos, o tripulantes de la época, así lo nombraban desde los cerros porteños; como en un lenguaje misterioso, secreto, o una forma personal y muy privada de tratarlo por respeto y protección. Y si bien esta larga historia se alimenta de hechos vividos y anotados durante jornadas en sentinas, cubiertas y salas de máquinas, estamos ante la presencia de una novela con todos los requisitos que la técnica y la teoría exigen para este género literario. Hay un dejo de bondad esencial y positivo en este trabajo. La metáfora intentada por el autor es afirmar que sólo el amor puede construir y, para generar ese amor, debemos crecer individualmente en el terreno de la comprensión hacia el otro; como si esa fuera la meta indicada en su bitácora. Estas historias, que se entrelazan como capítulos, son posibles de extractar en forma aislada sin que pierdan su sentido. Muchas de ellas están cargadas de emoción y del buen recuerdo de la niñez, los parientes cercanos y los amigos que tomaron diversos rumbos. Sobre todo las primeras: Del puerto a Playa Ancha, El misterio de las piedras, Rumores o Buscando a Vitelio, tal vez el relato más logrado de este libro. Vitelio es el padre del autor. Navegante también, un día se embarca hacia al norte y jamás regresa. Pero el protagonista, años después, logra ubicarlo en un puerto del norte del país y reiniciar esa historia cortada. De sus navegaciones, Nueva York, Hamburgo, Gotemburgo, Bravo rescata una serie de retratos de connacionales. En Marino Mercante, Políticos y económicos y en el cuento de un alemán que los visita a bordo en un puerto europeo, la anécdota está llena de humor y conforma el retrato de un tipo de chileno cuya picardía, para desgracia del resto, bastante perjudicial en materia de prestigio. La novelística porteña es un terreno virgen. Son muchos los intentos por cubrir este espacio y sin embargo pocos los logros. Aún sigue vigente en discurso literario el mayor nombre de Carlos León y, bastante atrás, los de Fernando Emerich Leblanc y de Enrique Skinner Zavala. En la actualidad aparecen, de vez en cuando, nombres de poetas que presentan en público su primera novela. Y allí quedan. Por ello debe prestarse atención a cuanto aparezca sobre la página escrita. |
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