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A propósito de la discriminación laboral |
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escribe Víctor Montoya En Suecia, a pesar de los esfuerzos desplegados en contra de la discriminación de los inmigrantes en el mercado de trabajo, existen personas afectadas por el racismo solapado de los empleadores, quienes prefieren contratar a un nativo que a un inmigrante, por mucho que éste tenga los mismos méritos y la misma competencia profesional. Es decir, no se aplican las leyes que establecen que el empleador, a la hora de conceder un puesto de trabajo, debe tomar en cuenta la competencia profesional del solicitante, al margen de su nacionalidad, nombre, raza o sexo. Más de un experto, intentando explicar el fracaso de la política de integración, acusa a los inmigrantes de ser los responsables de su situación social, debido a su falta de formación profesional o su incompetencia idiomática, sin considerar que la sociedad, en algunos casos, muestra desconfianza y hostilidad contra el cabeza negra. Según estudios recientes, publicados en el libro Integración, 2002, se sabe que los inmigrantes o hijos de inmigrantes nacidos en Suecia han sido discriminados sistemáticamente en el mercado laboral. No es extraño que el 60 % de los africanos tengan menos posibilidades que los nativos para conseguir un trabajo para el cual están capacitados. Todo parece demostrar que los estereotipos y prejuicios son determinantes a la hora de emplear a los inmigrantes. El racismo solapado se refleja en la discriminación basada en el color de la piel, el apellido raro o el lugar de procedencia del individuo. Mientras éste sea menos europeo, mientras su idioma sea diferente a las de Occidente, mientras su cultura y costumbres sean ajenas a la sueca, son menos sus posibilidades para conseguir trabajo, así tenga el título profesional y la experiencia requerida. Hay quienes sostienen que existe una discriminación concreta. Por ejemplo, un profesor procedente de Bosnia, que ha sido catedrático en su país, no puede ejercer un trabajo equivalente en Suecia, lo mismo que un veterinario que tiene una larga lista de méritos y varios años de experiencia profesional. A éstos se suman los médicos, economistas, arquitectos, técnicos y otros académicos cuyo denominador común es el de ser inmigrantes y, por lo tanto, discriminados en el mercado de trabajo. No es casual que la Ministro de Integración haya manifestado en cierta ocasión que estaba ya cansada de comprar chorizos de un ingeniero o viajar en un taxi conducido por un médico, como es el caso de varios inmigrantes que se ganan el sustento diario ejerciendo oficios ajenos a su profesión; cuando en realidad, hubiese sido mejor que tanto el Estado como los empresarios aprovecharan los conocimientos, el idioma extra y la experiencia de los profesionales llegados a Suecia por razones políticas, religiosas o económicas. Pienso que el problema de la discriminación laboral, a pesar de las buenas intenciones de la Comisión de Integración, no se resolverá a plan de leyes, sino a través de cambiar las infraestructuras de la sociedad clasista que, por su propia naturaleza socioeconómica, hace que los individuos ocupen diferentes posiciones sociales, independientemente de su nacionalidad, nombre, raza, sexo o cultura. Asimismo, considero que no se pueden estipular leyes para que los empresarios sean más condescendientes con las solicitudes de empleo de los inmigrantes, si éstos no tienen la profesión o la competencia correspondientes. Están bien las leyes que castigan a los empresarios que se niegan a emplear a los inmigrantes, pero está mal que se les concedan preferencias por el simple hecho de ser inmigrantes, puesto que estas ventajas serían consideradas injustas y hasta discriminatorias contra los nativos. Lo conveniente será insistir en la política del diálogo entre las partes interesadas en resolver el problema de la discriminación laboral. La Comisión de Integración, que hasta la fecha ha logrado algunos resultados satisfactorios, tiene entre sus objetivos inmediatos: mejorar la cooperación entre empresa, Estado, municipio e individuo en torno a la política de inmigración; hacer más hincapié en la capacidad de trabajo que en el título profesional del recién inmigrado; lograr que el mercado de trabajo sea más abierto y multicultural; hacer más transparente la discriminación para así combatirlo con mayor efectividad. A estas mediadas urgentes se debe añadir una campaña de educación que permita dilucidar el problema de la inmigración en escuelas y colegios, sobre la base de que todos los individuos de una colectividad tienen los mismos derechos y las mismas responsabilidad, y que el color de la piel, como el lugar de procedencia, no tiene ninguna importancia en un contexto donde prima la cordura y la tolerancia, y donde se conceden a todos las mismas oportunidades tanto en el estudio como en el trabajo. ¿Todo esto para qué? Para demostrar que están equivocados quienes creen todavía que el color de la piel determina la capacidad física e intelectual de la persona. Aunque todos estamos de acuerdo en que los empleadores deben dar prioridad a la competencia y experiencia profesional del solicitante, existe una clara discriminación contra los extranjeros, así éstos tengan la misma profesión y los mismos méritos que los aspirantes nativos; lo que es peor, los empleadores, además de avivar el prejuicio y la discriminación, pierden excelente mano de obra y una competencia que, desde todo punto de vista, sería favorable tanto para la empresa como para el Estado. Asimismo, las instituciones encargadas de velar por los intereses y derechos de los inmigrantes no han encarado con seriedad el problema de la discriminación; un fenómeno tan enraizado en la sociedad capitalista, donde los pobres se hacen cada vez más pobres y los ricos más ricos. La prueba está en que, a partir de los años 90, la situación económica de los inmigrantes se ha empeorado sustancialmente. Ellos ocupan los últimos puestos en la escala laboral y sus ingresos están por debajo del salario mínimo vital. Los inmigrantes constituyen una clase social relegada en el marco de la sociedad capitalista. Forman parte de los grupos más marginados de las zonas periféricas de las grandes ciudades, donde la taza de desocupación y los problemas sociales constituyen las expresiones contundentes de la crisis mundial del sistema capitalista. Es natural que los inmigrantes se sientan discriminados, pues apenas están representados en el parlamento, en los medios de comunicación y en las esferas donde se deciden los asuntos económicos, sociales y culturales del país. Los jóvenes inmigrantes, aunque no siempre lo confiesan, se sienten apátridas y viven como ciudadanos de segunda categoría, con la certeza de que no gozan de los mismos derechos ni de las mismas posibilidades que los nativos; peor aún cuando los partidos conservadores tienden a privatizar las escuelas en desmedro de las grandes mayorías -entre ellos los inmigrantes- y en beneficio de las capas más privilegiados del sistema social imperante. |
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