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Fidel partió para Cuba y se quedó en Argentina |
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¿A ti te preocupa que se sepa que eres mi amigo? El teléfono de Miguel Bonasso sonó en la noche del 24 de mayo, poco después de la llegada de Fidel Castro a Buenos Aires. Desde ese momento, en que el líder cubano lo invitó a cenar, hasta la madrugada en que tomó el avión de regreso a La Habana, el periodista estuvo buena parte del tiempo a su lado. Este es su relato Miguel Bonasso. Todo ocurrió en la noche del sábado 24 de mayo. Yo estaba en mi casa terminando mi nota para Página/12 sobre los 30 años de la asunción de Héctor Cámpora, cuando sonó el teléfono y el embajador cubano, Alejandro González Galeano, me dijo con una voz a la vez divertida y conspirativa: Te pongo con un amigo. Lo entendí enseguida, porque el énfasis puesto en la palabra amigo no dejaba lugar a dudas, pero igual me costó asimilar lo que estaba ocurriendo. Era él, sin duda. Esas pausas, esa voz afónica, a veces inaudible en el secreto, que se agiganta en la tribuna. ¿Qué tú haces? ¿Qué tú estás haciendo en este momento? Se lo dije, en automático, sin agregar la palabra Comandante, para no darle pasto a los inefables pinchadores de diálogos. Una precaución inútil porque me hablaba desde la suite que le habían destinado en el hotel Four Seasons. ¿Y cuánto te lleva terminar tu nota para Página/12? preguntó con genuina delicadeza. Por suerte yo estaba en la carilla final y calculé una hora. Me daba vergüenza que nos esperasen para comer. Apenas pude balbucear una excusa. Él prosiguió con calma su interrogatorio: ¿Y qué tú comes? ¿Eres fanático de la carne o te gusta como a mí la merluza? Porque aquí a mi lado traigo alguien que viene soñando con la carne argentina; es capaz de comerse un Aberdeen Angus. Le expliqué, como un guía de turismo, que en la Argentina la mejor merluza (si todavía no estaba extinguida) era la merluza negra. Y volvió a insistir, bromeando, tras preguntarme por mi esposa: Yo no quiero perjudicar tu trabajo. La culpa la tiene el embajador, porque yo le dije: Chico, a lo mejor tiene algo que hacer y lo estamos fastidiando. Tú dime, tranquilo, a qué hora terminas tu nota y te vienes con Anita a cenar con nosotros aquí, al hotel este americano donde estamos. Una hora más tarde estábamos en el hotel que había sido Hyatt en los tiempos de Gaith Pharaon y Alberto Kohan. Atravesamos un grupo de manifestantes y otro de policías. En el lobby los colegas me preguntaron ansiosos si estaba por verlo. Contesté que sí, extrañado de no estar con ellos en la cobertura como hubiera correspondido y me topé con el embajador que nos aguardaba, impaciente. Subrayó el honor que el Jefe nos estaba prodigando: Eres el primero al que llama en Buenos Aires. Pasamos corredores poblados de custodios y llegamos a la suite presidencial, donde nos aguardaba con su canciller, Felipe Pérez Roque, un señor maduro, muy amable y circunspecto que era el presidente del Banco Central de Cuba y su infaltable asistente, Carlitos. Allí estaba Fidel Castro, con la histórica casaca verde y las sobrias insignias de comandante, de muy buen humor, feliz de regresar a Buenos Aires tras cuarenta y cuatro años de obligada ausencia. Su último paso por la ciudad había sido a sus lejanos treinta y tres años, cuando gobernaba Arturo Frondizi y él era un joven revolucionario que le exigía a Estados Unidos un programa de asistencia para el continente de 20 mil millones de dólares. Una cifra desbordada para la época, que pronto copiaría John Fitzgerald Kennedy con su famosa y fallida Alianza para el Progreso. Entonces se había visto con un hermano de su padre, gallego como él y con sus primas. El Che le había comentado mucho sobre esa tierra que conocía de chico, tamizada en blanco y negro a través de las películas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque. Nos sentamos a una mesa circular y preguntó qué vino argentino debíamos tomar. Recomendamos uno bueno, pero no suntuoso y quiso saber cuánto costaba en dólares. Le pareció un precio competitivo. Después quiso saber cuánto costaban en dólares los mocasines y otros calzados que pudieran importarse. A mi lado, el canciller Pérez Roque, que fue su asistente durante ocho años, descubrió en el pedido que había venido soñando con un bife de chorizo. No comí en el avión, preparándome. Por él había dicho lo del Aberdeen Angus. Fue una cena distendida, de pura cordialidad, con Fidel destrenzando nostalgias y bromas a cada paso. No era diplomacia: estaba realmente encantado por estar allí, en la ciudad que no pudo visitar en 1995, cuando se llevó a cabo la Cumbre Iberoamericana de Bariloche y tuvo que viajar directo entre La Habana y el Sur. Tal vez porque gobernaba Carlos Menem y no quería que alguien mucho más popular que él pudiera robarle cámara. Recordó el primer asado de su vida, cocinado por el Che con una prodigiosa res que le habían comprado a un campesino en Sierra Maestra, cuando eran un puñado de guerrilleros famélicos. Subrayó que habían pagado la vaca y que el Che se había pasado varias horas asándola con muy buen resultado. Le dije si no agrandaba aquel suceso con la memoria, influido por el peso iconográfico de su famoso compañero, porque su hermano Raúl Castro sostenía irónicamente en sus memorias que la carne había quedado medio cruda. Mira, nunca hablo del Che como un icono idealizado, pero para mí aquel asado estuvo maravilloso. Tal vez por el hambre que teníamos. Aunque tú citas lo de Raúl y eso lo escribió en aquel tiempo, así que a lo mejor le quedó crudo. Parecía irreal, pero era cierto. Allí estábamos con ese gigante del siglo veinte y de lo que va del veintiuno, hablando de boberías como dicen los cubanos, como muchas veces hacen los verdaderos amigos cuando los reúne el puro placer de estar juntos pasando la noche. Disfrutando de sus anécdotas, de esa cálida humanidad que hasta le reconocen no pocos miembros de la derecha civilizada. Hubiera querido que algunos integrantes de ciertas izquierdas primitivas escucharan sus reflexiones serenas, cargadas de sabiduría, ajenas por completo a la imagen de inflexibilidad que le quieren construir sin éxito los comunicadores de la derecha salvaje. En algún momento, no sé si por el Alzheimer, el vino, la emoción, o la carga genética que uno lleva adentro aunque lo disimule, me sorprendí a punto de soltarle un General antes que un Comandante. Se me mezclaba en el inconsciente la imagen de aquel Viejo que te decía hijo y te palmeaba, como si el gesto pudiera acortar las distancias, la sensación irreal de estar en un living de Puerta de Hierro frente a la Historia. Por suerte reprimí el furcio a tiempo. A la una de la madrugada entró el jefe de la custodia y le avisó que había llegado el gran personaje que estaba esperando. Se levantó y nos dijo con exquisita cortesía (otro rasgo del carácter que propicia las confusiones): Ya está Hugo, voy a verlo. Quédense tranquilos, están en su casa. Sabíamos que era inútil esperarlo: sus charlas con el presidente Hugo Chávez Frías, a quien quiere realmente como a un hijo, han consumido cientos de madrugadas. Salimos aturdidos, al lobby cargado de periodistas, invitados, funcionarios de todos los países, espías y camareros atareados. Me preguntaban si lo había entrevistado, si estaba bien de salud, qué graves temas se habían tratado. Me resultaba impropio, presuntuoso, decirles simplemente la verdad: que por un extraño azar había decidido honrarme con su amistad en estos nuevos tiempos del cólera. Que ese portentoso revolucionario que comandó los sueños de nuestra juventud rebelde, que ese estadista mundial al que había visto decenas de veces desde la distancia, cargado yo mismo con un grabador y un block de notas, en busca de la entrevista imposible, había decidido honrarme con su amistad. Que incluso la proclamaba públicamente, como lo hizo recientemente en Cuba durante una reunión de intelectuales y lo reiteraría luego en Buenos Aires. ¿A ti te preocupa que se sepa que eres mi amigo? me preguntó en algún momento de los últimos meses, con ese estilo suyo que interroga sabiendo de antemano la inevitable respuesta. Dándome el pie, quizás, para que escriba la nota que estoy escribiendo. Por si todo esto fuera poco, se cerraba un hiato de treinta años entre aquella asunción de Héctor Cámpora en 1973 y la de Néstor Kirchner el domingo pasado. Dos hombres buenos, sencillos, pero enfrentados a una tarea ciclópea, habían llegado al gobierno con un intervalo de treinta años (la vida, compañero, nuestra vida, eh) y las emociones trepidaron en el Salón Blanco. Cuando el flamante presidente de los argentinos recordó que había sido uno de los muchachos que vivaban al Tío frente al Congreso y la Rosada, un nudo existencial me atrapó la garganta y tuve que reprimir un sollozo, la congoja acumulada en los años de la dictadura, del menemismo, de la Argentina trucha y saqueada que agostó nuestra juventud y nos hizo ingresar en la madurez con los sueños de fraternidad pendientes, con la certidumbre de que el país amado también nos había limado las esperanzas y nos había vuelto desconfiados, un sentimiento que hay que aventar para dar todo lo que hay que dar y cumplir la parábola del Buen Samaritano, magistralmente esbozada por el cardenal primado Jorge Bergoglio en su fina homilía del Te Deum. A comienzos de mayo, cuando entrevistamos a Fidel en La Habana, el Comandante nos hizo una de sus clásicas preguntas, de gallego astuto, que sabe lo que le van a responder: ¿Y ustedes piensan que yo sería bien recibido en Buenos Aires? Como Gardel le solté, provocando la carcajada del ministro de Cultura, Abel Prieto. Sabía, por haberlo experimentado en mil cumbres de la Tierra, que sería la estrella, el polo magnético, el remolino de custodios, admiradores de verdad y cholulos, que siguen sus pasos en calles y recintos, admirados: ¿viste lo que dijo?, ¿viste lo que hizo? Sabía que el aplausómetro de la Cámara de Diputados treparía al máximo cuando la alta figura barbada hiciera su aparición, a despecho de ciertos escribas del fascismo maiamero, que pretenden una verdadera utopía: el aplauso de famosos y anónimos para el minúsculo Jorge Batlle, para el representante cubano-imperial Nel Martínez o para otros minimandatarios de la democracia sin pueblo que ellos predican. Sólo un preverbal puede asombrarse de que Lula, Chávez y Fidel hayan encabezado el ranking de popularidad de los mandatarios visitantes. Sostener, como muchos opinadores lo han hecho, que eso podía comprometer o robar cámara al presidente Néstor Kirchner, al que un paradigma de la disolución nacional quiso deslegitimar con su fuga, es suponer que este país atravesado por una gran esperanza se va a mantener indefinidamente en el corral de la indignidad carnal con el poder mundial. Que no va a despegar hacia un proyecto nacional, que sólo puede serlo en concierto con las naciones latinoamericanas. La noche del 25 hubo una recepción nada convencional en el Palacio San Martín. Cuando acabó el saludo de rigor de las delegaciones, cuando se acallaron los comentarios vivaces de los invitados, el pianista Miguel Angel Estrella interpretó la Patética de Beethoven, para algunos jefes de Estado que trasnocharon. Se ubicaron las butacas en semicírculo frente al Bluttner de cola y el Chango Estrella, una de las más dignas expresiones mundiales de nuestra cultura, preludió su interpretación de la romántica sonata con los diálogos didácticos, profundamente humanos que sostiene con niños del pueblo, a los que ha dignificado asomándolos a los grandes clásicos. Allí estaban Cristina Fernández de Kirchner, el Presidente de los argentinos con su lastimadura en la frente (la banda sobre el pecho, el bastón jugando en su mano), Fidel, Chávez y un grupo numeroso de ministros e invitados, atrapados por esas manos de Estrella que los militares de la dictadura uruguaya quisieron quebrar en el penal irónicamente llamado Libertad. El lunes por la noche estaba previsto un acto académico en la Facultad de Derecho; los lectores ya saben lo que ocurrió: miles y miles de argentinos, con y sin partido, confluyeron hacia el centro magnético y desbordaron la sala de la facultad, la escalinata, la plaza, la Avenida del Libertador y los parques adyacentes. Algunos dijeron cuatro mil, otros diez mil, otros cuarenta mil. Da igual: era una marea autoconvocada que marchaba para atesorar un ilustre recuerdo: ver y escuchar a Fidel Castro. Esa misma tarde, el hombre magnético había deslumbrado a todos con una de sus transgresiones cargadas de humor: había hablado a los concurrentes a un cocktail de la embajada cubana subido a una mesa, desde la cual con humor borgeano había fotografiado a los que lo fotografiaban. La prensa ruin habló del tránsito cortado, de los infaltables piqueteros, de la pretensión de reducir todo a partidos de izquierda, pero la verdad es que miles de argentinos y argentinas acudieron al polo magnético y aguantaron horas a pie firme, en una noche ventosa y fría, para ver y oír al Comandante. El no midió ni organizó nada, pero cuando supo que había miles esperándolo se dijo y nos dijo que no los defraudaría, que no permitiría que se fueran a su casa desilusionados por su ausencia. A despecho de los consejos para que cuidara su seguridad, fue a la improvisada tribuna a comprobar con sus propios ojos el milagro: a pesar de todas las versiones contradictorias, de los trascendidos sobre el levantamiento de aquel acto que iba a ser solamente académico, había una multitud terca que no lo iba a dejar irse sin despedirlo. Se sacó el abrigo, alarmando a todos los que lo rodeábamos y lo veíamos tan cercano, tan vulnerable como cualquier hombre y se dirigió a los miles de rostros alzados, que se perdían infinitesimales en la confitería situada frente a la Facultad de Derecho, recordando lo que en verdad parecía aquello: una copia de la Plaza de la Revolución. Habló de Cuba, de lo que había hecho el proceso revolucionario, sin inmiscuirse en los temas argentinos, que sólo rozó al final, sin dar nombres, cuando recordó la verdad que los ciudadanos de este país con su voto le habían hecho un servicio a la humanidad derrotando a un símbolo del neoliberalismo. A la una de la madrugada visitó a su amigo Chávez, que dialogaba con intelectuales argentinos y volvió a montar el centro magnético en el Four Seasons. Cuando se iba me pidió que dejara descansar a Hugo y postergara para otra vez la exclusiva que teníamos pactada. Le dije que era pedirle mucho a un periodista. Ustedes son insaciables y acabó por conceder con fingido fastidio: Hagan lo que quieran. Le pregunté si estaba contento. Una pregunta tonta, que respondió con pudor, refiriéndose al acto que había concluido dos horas antes como un honor inmerecido. El viejo comandante había ganado una nueva victoria: el regreso a la ciudad imposible, hablar del Che con los jóvenes argentinos que se lo exigían a gritos. Unas horas antes había dicho que quizás ésta era su última visita. Ojalá no sea cierto, porque su triunfo puede ser visto por los enanos como un show que perturbó el tránsito, pero para muchos fue la evidencia de que la Argentina inaugural del 25 de Mayo no será socialista, como lo dijo Kirchner al defender su proyecto de capitalismo nacional, pero sí digna, altiva. In-de-pen-dien-te. |
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