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La muerte por lapidación |
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escribe Víctor Montoya * Qué hubiera dicho Cristo al leer esta noticia: El tribunal supremo de Nigeria ha decidido la muerte por lapidación de Amina Lawal, quien fue acusada de un delito de adulterio, tras confesar que había tenido relaciones sexuales con un hombre que no era su esposo y que daría a luz un hijo concebido fuera del matrimonio. Me imagino que el hijo del Hombre no habría dudado un segundo para intervenir en el asunto y salvar la vida de esta mujer, sobre todo, si se enteraba que los señores del tribunal de apelación islámico de Funtua, en el Estado de Katsina, al norte de Nigeria, tienen pensado enterrarla en un pozo, donde recibirá pedradas del tamaño de un puño, ni muy pequeñas que no la hieran ni muy grandes que le procuren la muerte instantánea. Según la Sharía, conocida también como interpretación estricta de los códigos legales del Corán, una mujer casada, aun habiéndose divorciado, comete adulterio si mantiene relaciones sexuales fuera del matrimonio. La muerte por lapidación es una costumbre que se conserva desde tiempos inmemoriales en culturas donde los hombres hacen justicia por mano propia, para conservar el status quo de la sociedad patriarcal y aplicar la pena de muerte contra la mujer que viola las normas establecidas por el código criminal de la ley islámica que, a su vez, contempla la amputación por robo, los azotes por beber alcohol y otros castigos crueles, inhumanos y degradantes. Si Cristo bajara de los maderos, envuelto en sus harapientas túnicas y coronado todavía de espinas, de seguro que convocaría a los ciudadanos del mundo a movilizarse en un acto solidario para salvar la vida de Amina Lawal y abolir la lapidación por tratarse de una ley bárbara, sólo comparable con los instintos más bajos de la condición humana. Además, en su condición de profeta entre los sufridos y condenados, diría que la lapidación es un ataque a los Derechos Humanos fundamentales de la mujer, especialmente en los Estados no democráticos, en los países asolados por guerras y hambrunas, y en las sociedades dominadas por costumbres y tradiciones tribales, donde las mujeres son tratadas como seres inferiores, en algunos casos, incluso con menos valor que los camellos y caballos. Amina Lawal, de no tener quién le salve la vida, morirá a pedradas una vez que su hija Wasila, considerada bastarda por haber sido concebida fuera de una relación marital, haya crecido lo suficiente como para desprenderse del pecho materno. La muerte será dolorosa y lenta, porque las autoridades quieren que pague poco a poco el delito cometido con su cuerpo, como escarmiento para quienes incurren en el adulterio, el amor pecaminoso o la transgresión de la ley divina. La muerte por lapidación tampoco es ajena en el mundo judío-cristiano. Según las Sagradas Escrituras, quien mira a la mujer del prójimo deseándola, ya cometió adulterio con ella en el corazón. Por lo tanto, al ser un pecador, merece ser juzgado y castigado por el Creador. De ser así, ¡maldita la suerte nuestra!, pues si reconocemos con la mano en el pecho nuestros actos, sabremos que todos, o casi todos, hemos sido pecadores alguna vez. No existe un hombre que no haya mirado los encantos de la mujer del prójimo ni una mujer que no haya cometido adulterio en el corazón y el pensamiento. Por suerte, para justificar nuestra actitud de simples mortales, usamos como amuleto de defensa la parábola del Evangelio: El que de vosotros esté libre de culpa, que lance la primera piedra.... Así dijo Cristo a tiempo de evitar la lapidación de María Magdalena, quien, por prostituta y adúltera, fue condenada a morir en medio de una horda de fariseos dispuestos a quitarle la vida bajo una lluvia de piedras. El Mesías, a pesar de estar consciente de que en el libro del Levítico se dice: si adultera un hombre con la mujer de su prójimo, ambos serán llevados a las puertas de la ciudad y lapidados hasta la muerte, se le acercó a María Magdalena, quien tenía la mirada en el suelo en actitud de arrepentida, y le dijo: Si estás arrepentida de lo que hiciste, entonces estás ya libre de culpas. Ahora vete y no vuelvas a pecar. Y dirigiéndose a los fariseos, cuyas miradas la perforaban con aparente fervor por la justicia, pronunció palabras sabias: El que de vosotros esté libre de culpa, que lance la primera piedra..., como diciéndoles mírense a sí mismos, entren en su interior y pónganse en presencia del tribunal de su corazón y su conciencia, y se verán obligados a confesarse pecadores. Tan dura debió ser la reprensión de Cristo que, apenas les clavó el dardo de justicia en el corazón, se disolvió el grupo, quedando solos allí: la miserable y la Misericordia. Este hecho sucedido hace más de 2 mil años debe ser una pauta para abolir la muerte por lapidación en países cuyas leyes la establecieron como pena capital, por tratarse de un claro atentado contra los Derechos Humanos, tan cruel como la tortura y tan detestable como la ejecución de un reo en la silla eléctrica o ante un pelotón de fusilamiento; más todavía, si la muerte por lapidación esta dirigida contra la mujer que, por su propia condición humana, cede a sus sentimientos y mantiene relaciones sexuales extramaritales, ya que ella es la única dueña de su vida y la única juez de los impulsos de su cuerpo. Si bien es cierto que las tentaciones de la carne son más fuertes que los dogmas religiosos y las normas, es cierto también que debemos superar la idea retrógrada de que aquellos que matan a pedradas a la mujer adúltera son hombres justos, cuando en realidad sus acciones son el reflejo de su mentalidad patriarcal y su afán por moralizar la conducta de la mujer que rompe con los esquemas establecidos por una colectividad que no defiende el respeto a la vida, la dignidad, la paz, la tolerancia y la equidad entre los géneros. Es hora de rechazar unánimemente la condena de Amina Lawal. Esta mujer de 31 años de edad, que no cesa de pedir compasión por el amor a sus hijos y por salvar su vida, convertida en calvario por los señores del tribunal de apelación islámico de Funtua, donde los vecinos siguen el proceso sin animarse a revertir una ley considerada mandato divino. Sin embargo, no se pierde la esperanza de que Amina Lawal, como antes ocurrió con el caso de Zafia Hussaine, sea absuelta por una fuerte opinión internacional, que no sólo hará vibrar las fibras más íntimas de millones de personas en el mundo, sino que también pondrá en tela de juicio las normas rígidas del islamismo en países como Nigeria, donde las mujeres siguen postradas en su condición de siervas del varón, sin gozar de los mismos derechos ni las mismas oportunidades. En síntesis, así la muerte por lapidación sea el castigo más severo contra quien mantiene relaciones sexuales extramaritales, lo más seguro es que ni las leyes divinas podrán contra el deseo ardiente e incontenible del amor carnal; primero, debido a que nuestra condición humana nos hace pecadores por naturaleza y, segundo, debido a que los sentimientos van casi siempre por un lado y las leyes de la justicia por el otro. *Escritor boliviano, reside en Estocolmo, Suecia. |
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