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07-Febrero-2003

 

La prosa lírica de Juan Cristóbal

 

escribe Víctor Montoya

Al vate peruano lo conocí por intermedio de nuestro común amigo Marco Minguillo, quien, en cierta ocasión y a propósito del tema de los escritores comprometidos, me sugirió enviarle uno de mis libros. Así lo hice. Tiempo después, y en respuesta a mi sincera propuesta de amistad, recibí, vía España, algunos de sus poemarios, entre ellos, un folleto de prosa poética intitulado: Para después de la muerte (Lima, 2001).

Cuando leí el título, desde luego sugestivo, lo primero que se me vino a la mente fue la idea de que el autor escribió una suerte de epístola destina a quienes yacen en los terrenos baldíos del más allá. Más ni bien me aventuré en sus páginas, comprendí que estaba equivocado, pues él mismo advierte en sus palabras preliminares, que las historias (o leyendas) reunidas en el folleto las imaginó a partir de sucesos concretos, aun estando consciente de que la realidad sólo se escribe en los vientos de la historia. O en el silencio inaccesible de las piedras. No es menos sugestivo el hecho de que Juan Cristóbal nos pide no inquietarnos por su vida, sino más bien recordarlo en algún bar, contando margaritas o luciérnagas a los niños, tal a esos viejos y milenarios hechiceros que con palabras milagrosas hacían revivir y cantar a las cigarras en las cosechas de los pueblos.

Estas denominadas leyendas, en realidad, son fragmentos de una prosa lírica, cuyos argumentos carecen de tramas y personajes con voz propia. En consecuencia, los textos breves de Para después de la muerte, más que ser leyendas, son una serie de reflexiones que, narradas en primera persona y con la destreza de quien domina el oficio, recrean imágenes inverosímiles como en El pacto, La Promesa y La muerte. Asimismo, en otros textos, que parecen estructurados sobre la base de visiones oníricas, el autor se preocupa por narrar hechos que lo retornan, de un modo consciente o inconsciente, a los años de su infancia. Ahí tenemos, por ejemplo, El abuelo, un fragmento en el que nos entrega, con añoranza de adulto y palabras tiernas, la personalidad de un anciano que, aparte de llorar como un niño y jugar con los animales, conversaba con los perros.

La mayoría de los textos constituyen reflexiones existenciales sobre el ser o no ser, sobre las preocupaciones del hombre y sus asuntos. Así, en Canción de la muerte, nos dice: Y aunque camine loco por los puentes, debo seguir charlando con los grillos, darles las buenas noches a los gallos, y si es posible vivir en ese rincón donde los melocotones se pierden en los ojos de los niños, pues sólo allí podré recordar las huellas de la amada y revivir esos veranos cuando salía, con las lanzas del abuelo, al encuentro de la guerra, a pesar de los ruegos de las sacerdotisas de la luna.

Por otro lado, y como es natural en el caso de los poetas, el autor se permite ciertas licencias literarias, que le permiten poner a salvo el clima de ficción en las narraciones y, a la vez, transmitir sus concepciones acerca de cómo se formó el mundo lleno de contrariedades e injusticias, como si fuesen una suerte de pecado original. El autor, en una descarga emotiva, nos sugiere algunas de sus ideas ecologistas hoy tan en boga entre los intelectuales de la izquierda latinoamericana.
Juan Cristóbal, lejos de toda consideración de la crítica literaria, demuestra que en prosa sí caben gotas de poesía. No es casual que el autor, intentando deslumbrarnos con su efectividad verbal y su chispeante fantasía, nos plantee temas y situaciones descritos con un alto valor estético, como se muestran en Los jaguares o La historia del tiempo, donde se explaya expresiones dignas de ser tomadas en cuenta por los iniciados en el ejercicio de la palabra escritura. En La guerra se lee: Ciertamente, antaño, nuestros padres eran fuertes, hermosos y ágiles como tigres escondidos, pero el tiempo pasa, y todo cambia en la oscuridad del domingo. Ahora, los animales, como voces hambrientas, nos persiguen y matan. Por último, en El milagro nos dice: Los perros seguían durmiendo junto a las hogueras, cuidando la memoria de sus dueños y la rivalidad con los vecinos, a la hora en que los sapos cantaban en los charcos como forasteros extraviados en la lluvia.

Es preciso señalar que Juan Cristóbal, como varios poetas tocados por las hadas de la imaginación, ha dedicado parte de su obra a los pequeños lectores. Su sensibilidad es proclive a la buena intención de la palabra, sobre todo, cuando intenta acercarse al mundo mágico de los niños, con versos que le brotan desde el fondo de ese niño que es él mismo. Esta faceta, quizás la menos conocida de este artesano palabrero, está presente en sus poemas infantiles, cuyos versos revelan a un hombre que quiere revolotear como mariposa entre los niños y las flores, llevando a cuestas sus poemas que cantan al amor y la vida.

La lectura de Para después de la muerte, folleto sencillo pero expresivo, me ha servido para conocer mejor a este lejano amigo, admirador del poeta chileno Jorge Teillier y defensor de las virtudes humanas que, según sus propios conceptos, se reflejan de un modo nítido en la sencillez y el compromiso con las causas libertarias. Dos razones fundamentales para cultivar una amistad sin fronteras y recordarle que su oficio no es vano en tiempo en que debemos de aunar esfuerzos para denunciar las mentiras del imperio.

Juan Cristóbal (seudónimo de José Pardo del Arco, Lima, 1941). Licenciado en Literatura. Ejerció la docencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Universidad San Martín de Porres. Actualmente enseña el curso de Introducción a la Literatura y Literatura Peruana del s.XIX, en la Universidad Privada María Inmaculada. Su obra mereció distinciones tanto en Perú como en otros países latinoamericanos. Entre sus poemarios destacan: Cantual (1963), Gidumot (1964), Difícil olvidar (1975), El Osario de los inocentes (1976), Estación de los desamparados (1978), Horas de lucha (1980), La isla del tesoro (al alimón con Jorge Teillier, 1982), Desde la soledad de las colinas (1989), Celebraciones de un cazador (1994), Lecciones de historia (1994), Poblando los silencios (1996), Los rostros ebrios de la noche (1999) y En los bosques de cervezas azules (2001). También ha incursionado en el cuento y el periodismo. En su bibliografía se encuentran las prosas testimoniales: ¡Disciplina, compañeros! (1985), ¿Existe cultura obrera? (1991), Uchuraccay (2002), y tres recopilaciones: Crítica marxista del Apra (1979), ¿Todos murieron? (1987) y Entre el fuego y la razón, obra periodística de Jorge Mendívil (1988).



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