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24-Enero-2003

 

Recuerdo al Gato Alquinta
Papeles extraviados

 

escribe Juan Cameron

Hace cuarenta años, y un poco más, mi padre, recibido ya de abogado, vivía en Viña del Mar, en una vieja casa de calle Alvares, junto a mi abuela y a mi tia Corina. Con mis hermanas almorzábamos allí y muchas veces, por esas odiosas visitas de los sábados, me quedaba aburrido en el patio trasero inventando caminos en la tierra o intentando arrancar las tunas empinadas sobre el cerro. Desde allí podía ver, en la casa vecina, a un señor bajito y a una amable señora que, según me contó mi padre, eran los Alquinta. No recuerdo a Eduardo por entonces. Entendía que mantenía ocasionales conversaciones con él y, años después, al encargarle la gestión de divorcio, supe que hubo alguna relación de vecindad de la cual no tengo mayores detalles. Yo no fui amigo de mi padre; pero este vínculo con el destacado alumno del Liceo Guillermo Rivera me produjo celos.

Comencé a frecuentar la casa de los Parra en mis últimos años de Liceo. Claudio, el mayor de los hermanos, era junto al Gato Alquinta uno de los más destacados alumnos del establecimiento, ejemplo para ustedes, pelafustanes, como nos repetía a menudo, agitando su bastón con furia, «Carulo», profesor de Filosofía y Director perpetuo. La razón era simple; debía salvar el examen de Química postergado para marzo y Claudio, por encargo de mis padres, me enseñaba las crípticas fórmulas de la formación de sales.

En esa casa de calle Montaña, en la pieza de juegos, conocí sus primeros instrumentos musicales. Al mismo tiempo conseguí, gracias a mi aspecto de rubiecito y por lo tanto «decente»- y a un par de mentiras bien dichas- un pase libre para la Pérgola del Club de Viña del Mar, donde los «High & Bass» tocaban por entonces de frac y muy compuestitos, para los hijos de la burguesía y para los cadetes navales. En nuestras reuniones con Eduardo y Gabriel conversábamos a menudo. Fue el primero de ellos quien, en alguna ocasión allá por 1963 o 1964, me presentó a Juan Luis Martínez.

Los continué viendo por años; en la casa de Viana, luego en «la Pajarera» (Quinta esquina de Viana) y en otros lugares del mundo nuestra amistad ha sido lenta y pausada. Sin embargo, tampoco fui un gran amigo del Gato, Por su especial forma de ser, poco comunicativo supongo ahora, no hubo feeling. Mi gran amistad fue con los Parra, con Mutis; pero el paso del tiempo y la poesía, me hizo hermano de Eduardo Parra.

Ya estudiante de Derecho, llevé alguna vez a Tribunales algunos escritos para acompañar al expediente de nulidad de matrimonio del Gato y de «mira mi niña» esa fenomenal alemana, hija de «un hombre con ojos de cristal y papel sellado en la piel», y hermana de mi amigo de Seis Oriente, el rucio Gildemeister. Como solía disgustarme con mi padre, no supe del final de esa historia.

Volví a compartir con y con la comunidad en Zárate, en la provincia de Buenos Aires. En el verano de 1975 era yo un prometedor vendedor de libros y esa localidad ribereña, donde se construyó el puente de Brazo Largo, estaba en mi carpeta. Dejando mi automóvil en una calle arbolada los visitaba a la hora de almuerzo para compartir sus misterios. Después Eduardo Parra fue apresado por los militares y abandonaron Argentina -luego de alcanzar el cielo celeste y blanco con la Sinfónica- camino a Francia. La comunidad entera se volcó a despedirlos. Adiós Zárate Abrazo Largo es un acontecimiento memorable que debe figurar ya en los más altos registros ciudadanos. De esa casa recuerdo a Gabriel y a los mellizos Jara, con quienes me topé una tarde en Noruega, a su mujer, al Gato y su esposa, a la chica Fernández (sobrina nieta de Santa Teresita de Los Andes, por si acaso), a una caterva de niños de todas las edades revoloteando entre las piezas y los instrumentos.

La voz del Gato y la música de Los Jaivas fue siempre una compañía y un orgullo casi patrimonial. De regreso en mi país, en época muy oscura, solía cantar con mis hijos, los domingos en cama, fragmentos de Alturas de Macchu Picchu (y Torna a Sorento y La Internacional, agrega el corrector).

Cierta tarde en Malmö -ellos iban a presentarse en algún Förening- Eduardo Alquinta me preguntó por los papeles del divorcio. No entendí bien de qué se trataba; habían transcurrido más de veinte años de aquel trámite. Y lo olvidé.

Hace un par de años se sinceró y me contó su drama. Por alguna oscura razón, de la cual ya no tendré relato, mi padre no inscribió la sentencia de nulidad que, recuerdo, habría emanado del Primer Juzgado Civil de Mayor Cuantía de Valparaíso. Llevaba más de diez años de fallecido y habían pasado diecisiete desde nuestra última conversación. Digo, a nivel personal, pues por carta le encargué mi propia nulidad estando yo en Suecia. Pregunté a mi hermana mayor, quien fiel y paciente lo acompañó hasta el final, por sus papeles. Ya no existían, me dijo. Sólo el viejo armario metálico de Muebles Guzmán, yacía en un rincón de su casa vacío y desvencijado.

Intenté buscar en los registros del Juzgado; pero la habilidad perdida me jugó una mala pasada y no supe como hacerlo. No quería presentarme ante el Gato sin resultado alguno. Sólo para decirle, mira, la nulidad se hizo y hubo sentencia. Pero no podría asumir una presunta culpa de mi padre por hechos que, si bien no conocía, tampoco recordaba del todo. Problemas de herencia, me había dicho el Gato. Tampoco me recibí de abogado y ya no creo en esas cosas.

Sólo que ahora -muerto en el día de ayer mi querido amigo Eduardo Alquinta- además de llorarlo en Zárate, en la Municipalidad de París, donde ejercía de arquitecto, y en un montón de otros lugares, habrá nuevos problemas por una herencia de algo que no sé y que me gustaría resolver. Al menos, para entender un poco esta cuestión de la existencia.



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