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10-Enero-2003

 

Palabras de un
ficticiano encantado

 

escribe Víctor Montoya

La reciente publicación de mi libro Fugas y socavones, lanzada por la editorial mexicana Ficticia, como el décimo volumen de la Colección Biblioteca Anís del Mono, ha sido una buena ocasión para enlazar amistad con nuevos amigos y reencontrarme con un México que, desde la primera vez que lo visité en 1984, no dejó de sorprenderme ni maravillarme.

Asimismo, la presentación del mencionado libro, tanto en el Centro Cultural El Nigromante en San Miguel de Allende como en la Casa del Libro de la UNAM, me permitió compartir opiniones y emociones con varios escritores que, aparte de su cordialidad y entusiasmo desmedido por el arte de la palabra escrita, tenían un vivo interés por la literatura de quien, a pesar de vivir en Suecia desde hace más de dos décadas, insiste en recrear historias ambientadas en los Andes bolivianos.

Por eso mismo, estando ya de retorno en Estocolmo y en medio del frígido invierno, siento la necesidad de manifestarles mis más hondos agradecimientos, para que las palabras no se me escapen de la memoria y para evitar que mi hondo sentido de gratitud no se esfume con el transcurso del tiempo.

No era mucho lo que pensaba decirles, pero sí lo sustancial como para quedarme con la conciencia tranquila y el regusto de saber que mi puño obedeció al dictado de mi corazón, como cada vez que me siento impulsado a manifestar las ideas que brotan desde el sitio más recóndito de mi ser.

He aquí, pues, las confesiones de un ficticiano encantado que, debido a las premuras del tiempo y los imprevistos de las circunstancias, no llegó a pronunciar las siguientes palabras:

La primera vez que escuché hablar de una ciudad virtual llamada Ficticia, no pensé dos veces en aventurarme en ella y, hechizado por sus fascinantes historias, me sujeté al timón de mi nave literaria y zarpé desde la Thulle de los vikingos. Navegué por la Red de Internet rumbo a la ciudad que ofrecía más riquezas que El Dorado, hasta que desembarqué en el Puerto Libre, con más ilusiones que las traídas por Colón en sus carabelas y por Cortés en las alforjas de su caballo. La travesía, fraguada por las aventuras de la imaginación, se tornó en una verdadera odisea, pues llegué atado al mástil como Ulises, rehuyendo las voces encantadoras de las sirenas poéticas, quienes quisieron desviar mi rumbo, quizás, para evitar que estuviese entre ustedes, compartiendo mi amistad y mis cuentos templados en los yunques de la realidad y la fantasía.

Como todo visitante, llegado de allende los mares, encontré en esa urbe moderna, secular y cosmopolita, una serie de niveles, zonas y recintos habitados por los fantasmas de la inventiva, y cuyas columnas y ventanas, expuestas a cielo abierto como las calzadas de la grandiosa Tenochtitlan, conducían al visitante de link en link, cautivándolo con el esplendor de su grandeza y su belleza, y con algunos cuentos que, una vez transmitidos por medios electrónicos, constituían motivos de asombro y maravilla.

Estando con ustedes constaté que no nos reuníamos como nuestros antepasados, alrededor del fuego ni en la boca de las cavernas, sino en una tertulia inolvidable, con aguas espirituosas que, sabiendo tan exquisitas como el anís del mono, nos otorgaron la gracia de ingresar al reino de Dioniso, con la misma levedad con que Alicia ingresó al país encantando a través del espejo.

Ya se sabe que Ficticia, según refieren los mitos y leyendas, era un pájaro que concedía inmortalidad y procuraba dotes de narrador a quien lograba atraparlo en el sueño o en la realidad. Se cuenta que esa rara avis, que los aztecas comparaban con sus deidades ancestrales, lucía un plumaje de encendidos colores y una voz que, templando los violines del corazón, embelesaba también a los más diestros cuenteros, quienes enmudecían alrededor del fuego, donde se daban cita, noche tras noche, algunos seres ávida de escuchar cuentos de encantos y espantos.

Ahora, convertido en ciudadano honorable de Ficticia, me siento feliz de formar parte del concilio, de ese selecto grupo de ficticianos a la cabeza del cuentista y taurómaco Marcial Fernández, la fotógrafa Mónica Villa, el mago en cibernética Raúl José Santos y el cartógrafo y futbolista fanático Diego García del Gállego. Digo que me siento feliz porque sé que Ficticia, gobernada por el dios lector, es una ciudad construida con más precisión que la mítica Babilonia y con tantos cuentos como los que conservó entre sus ruinas la biblioteca de Alejandría. Pero algo más, Ficticia, como toda ciudad virtual, exenta de cortinas de hierro, muros de Berlín y murallas chinas, tiene la virtud de agruparnos a los ficticianos del más aquí y del más allá, con el único propósito de compartir lo que vimos y oímos, lo que pesamos y sentimos, lejos de la absurda noción de fronteras y del vocinglero chauvinismo, pues en esa comunidad literaria, a diferencia de lo establecido por el imperio de la globalización, se respeta la diversidad de voces, razas, credos y culturas.

En Ficticia se formó un rico mosaico multicultural y se erigió un templo mayor, donde actualmente se conjugan intereses comunes y donde todos, o casi todos, nos miramos la imagen en el espejo del otro; más todavía, Ficticia, como bien reza en su acta de fundación, no tiene afanes de lucro, salvo poner a salvo uno de las joyas más preciadas de la narrativa como es el cuento, una verdadera pieza de orfebrería cuando el artesano palabrero sabe trabajarla con la maestría de un joyero. No cabe duda, el cuento es -y será- el diamante labrado entre las piedras preciosas del cofre literario.

Por lo demás, ahora que pertenezco legítimamente a la comunidad de Ficticia, debo agradecerles por haberme acogido con los brazos abiertos, puesto que al retornar a la tierra de los vikingos, con el corazón palpitándome como un caballo al galope, me traje el recuerdo de un sueño convertido en realidad, un hermoso libro editado en la colección Biblioteca de Cuentos Anís del Mono y, algo que es fundamental en la vida, la sincera amistad de unos amigos que tienen el corazón más grande que el cuerpo y la firme decisión de conservar la amistad a pesar del tiempo y la distancia, poniendo en jaque a la indiferencia y procurando, una vez más, que la realidad supere a la fantasía.



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