|
||||||
José Hierro: sin palabras que sobren |
||||||
Escribe Manuel Pérez García Si mal no recuerdo fue en noviembre de 1989. En Vallecas, en un local perteneciente al Ayuntamiento, funcionaba semanalmente un taller literario al que solía asistir. Allí, una noche, el responsable del mismo nos sorprendió con la noticia: Hoy nos va a visitar Pepe Hierro. Todos sabíamos que hasta poco tiempo atrás había estado ingresado en un hospital con graves problemas de salud. Esa razón sola nos parecía de suficiente peso como para ver poco probable que una fría noche como aquella alguien, ya con varios premios a cuestas, se dignara, aun convaleciente, salir a la calle para conversar y dar ánimos a un grupo de aprendices sin mucho futuro. Sin embargo no fue así, José Hierro llegó con la gorra calada hasta los ojos y una bufanda ocultándole casi toda la cara. Una vez hechas las presentaciones se dirigió a quienes ahí estábamos con sobriedad, con propiedad y por sobre todo con la humildad de los que saben de verdad. Se interesó por el trabajo que hacíamos, prometió colaborar con el proyecto de una edición conjunta que jamás llegó a ver la luz y nos habló de la vida y las palabras, de la vida con palabras y las palabras con vida, de lo que entendía debían ser, del equilibrio entre ellas y el preciso lugar que le corresponde a cada una. Contó que a través de la antología de Gerardo Diego, su "padre espiritual", descubrió la Generación del 27. Que comenzó a escribir a los 14 años. Que a esa temprana edad ya sentía la poesía como "algo vivo". Que era muy cuidadoso de la cadencia y el ritmo en el verso. Que compatibilizaba su oficio literario con la pintura. Que su sentido político siempre fue "bastante acusado". Estoy convencido: esa noche Pepe Hierro utilizó su mayor poder de síntesis para dejar por delante su máxima más preciada y que no omitió repetir: la palabra que sobra, mata. Pidió disculpas por no poder estar más con nosotros: Vosotros sabéis que hace poco salí del hospital... pero quedaba la sensación de que su corta presencia había sido más fructífera que muchos talleres. El no tenía olimpo. De verso desnudo y profundo, nunca creyó aquello de que se viviera un mundo justo, por eso, "cantaba tristezas" y tenía una ironía que, como expresara Vicente Aleixandre, le convertía en esa "persona de contrastes", que a nadie dejaba indiferente. Lo acompañamos hasta la boca del metro de Portazgo (se negó a irse en taxi, (siempre viajaba en metro), o simplemente a compartir un café en el bar), aún le aguardaban años en los que recibiría los más importantes reconocimientos, pero a quienes esa noche estuvimos en Vallecas nos regaló junto a una parte de su tiempo, su palabra y la memoria de una noche en Madrid. |
||||||
|
||||||
|