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27-Diciembre-2002

 

Premio de la Crítica 2002
El samurai y sus cuestiones

 

Escribe Juan Cameron.

El determinismo y el falso brillo de lo humano son dos tópicos constantes en la narrativa de Jaime Bergamín. La reciente edición de su primer libro, El samurai y otros relatos, premiada en el Certamen de Publicaciones Literarias del Gobierno de la Quinta Región, obtuvo también el premio de la crítica especializada como la mejor edición en narrativa para el año recién pasado.

Un tanto extraviado por Caracas, en medio de la batahola política y el deseo de crecer a escala humana, anda por estos días el escritor Jaime Bergamín Leighton. Arquitecto de profesión, eligió Venezuela como lugar de vida cuando las cosas no andaban muy bien en su país de origen, Chile. Durante años, y en forma casi secreta, ejercía la literatura y en su nutrida biblioteca ocultó también su nombre junto a los mejores. Anduvo por su patria en el verano anterior. Allí se enteró del Certamen de Publicaciones del Gobierno de la Quinta Región y, exhibiendo su carta de naturalidad, participó con un volumen de cuentos, El Samurai y otros relatos, que fue una de las dos obras premiadas en narrativa. Bergamín nació en Viña del Mar, en 1946, e integró el grupo de incipientes escritores en el cual destacaba Juan Luis Martínez, entre otros.

Ni siquiera se ha enterado de su edición. Las comunicaciones con Venezuela no funcionan con la celeridad requerida y su correo electrónico lo mantiene en ascuas. Sin embargo, su libro ha seguido un camino propio y, en forma reciente, fue premiado por el Círculo de Críticos como la mejor obra literaria publicada en esta región del país durante el año 2002.

Este merecido reconocimiento se suma al hecho de que El Samurai es el primer libro publicado por este autor. Los nueve cuentos incluidos, firmados en Valparaíso, Viña del Mar, Caracas, Port of Spain y París, dan cuenta de varias experiencias referidas a la pareja humana donde él parece ser el héroe, o el antihéroe, que nos relata los triunfos y derrotas del individuo en busca de una acompañante siempre esquiva, siempre en busca de un camino paralelo o distinto al del protagonista. Este, quien llega atrasado a la historia, enfrenta la anécdota con una fuerza carga de auto ironía, a la vez un privilegio de mayores.

El Samurai es una nouvelle de extraordinaria calidad; tal vez el relato más importante y mejor logrado del libro. Los personajes circulan en un escenario que a la vez es un tablero donde se designa el destino humano. Sobre este mosaico, y dictado por las reglas de un extraño juego oriental, una suerte de ajedrez o cábala o magia, va indicando los pasos de los tres protagonistas en una suerte de determinismo absurdo y lógico a la vez. La partida, que es la narración completa, ocurre en varias sesiones y su único término pareciera ser la derrota y la muerte de uno de los oponentes. El protagonista, quien no conoce las reglas y las aprende a medida de su desarrollo, se somete a este designio: Ahora somos dos volcándonos sobre piezas y cartas que ofrecen muy pocos indicios de un desenlace aún demasiado lejano. Fichas y figuras no ofrecen mayores problemas al reinicio de las jugadas: se mezclan o se ordenan si aún no han sido jugadas, pero las cartas son decisivas.

Nadie puede escapar a este plan trazado, postula el autor. En Pequeños Milagros el protagonista, un burócrata que nos recuerda a más de algún personaje del también caraqueño Roberto Bolaño, logrará vencer el insomnio al contar innumerables columnas de sapos, individuos chatos y pegajosos como la imagen de su rol ciudadano. Y en Le Sirtaki, la conquista de una intelectual parisina, arquitecto y mujer de gran mundo, fracasa a pesar de los prometedores augurios porque su plan de vida está trazado como las calles de la ciudad. Y ninguna atracción, por fuerte que esta sea, jamás podrá alterar un diseño que es el símil de un orden superior: el tiempo.

Todo brillo es exterior, nos dice también Bergamín. Las prometedoras jovenes de Golden Calabash no son burguesitas norteamericanas sino prostitutas a la caza de magnates petroleros; y la dulce protagonista de Toque de queda guarda su rencor hacia quien, en la aulas de su juventud, no la vio pasar. Torturada y violada después por la soldadesca, espera en silencio el momento para vengarse de quien la despechara: el viajero que, sin quererlo, cae una noche en la trampa de su casa.

En otros casos es la voluntad de un individuo la que ocupa el rol del destino. Así en el extenso cuento El Titiritero, el sujeto principal va escalando en el libreto desde simple espectador a crítico y luego a director y gestor y semidiós: ya no quedan actores en escena, sólo ellas acaparadas y acaparando personajes, manipulados por los férreos hilos manejados desde el palco oculto, cita el autor.

Como su personaje, Jaime Bergamín retrata esta experiencia para dejarnos atónitos en un rincón del escenario; aquel desde donde, nos dice, formo parte de una escenografía lúgubre o frívola, según se trate de un acto sadomasoquista o de una orgía. Desde allí, frente a mis ojos desfilan, una a una, todas las bajezas que una vez se vieran obligadas a cometer para mí. Esta descripción nos instala, como lectores, en un teatro demasiado actual, demasiado vigente como para no advertirlo.

Sin duda, se trata de un aporte a considerar a las menguadas letras porteñas, en el campo de la narrativa.



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