Escribe Juan Cameron.
Juan Luis Martínez Holger (1942-1993) es en la actualidad uno de los referentes más recurridos por los jóvenes poetas chilenos. Convertido hoy en mito por la historia y estas circunstanciales décadas, su figura recuerda a un íntegro implacable enfrentado a la tontera a través de la burla y su magnífica inteligencia. El autor de esta nota se permite referirse en primera persona.
Escribí hace años un pequeño poema en homenaje a Juan Luis Martínez. Lo escribí entonces para homenajear a un amigo muy querido y para que conociera el texto antes del gran olvido. Hay dos versiones; una aparecida en la revista Eurídice, dirigida por Gonzalo Contreras, y otra en Video Clip, editado por Sergio Badilla en Estocolmo.
Supe, hace poco, que tal texto le había disgustado. Y también le había disgustado al amigo quien me contó la anécdota. En verdad, al revisar esas líneas tanto tiempo después, en lo formal -en ese aspecto en el cual toda obra se sostiene- es válido. Y si no le gustó, mala suerte; porque Juan Luis, como todo poeta, resulta un ente público y sus hechos no se pertenecen sólo a él, así como su memoria no pertenece sino a todos y está, lo hubiera deseado o no, en el Patrimonio Cultural de la Nación.
¿Por qué si no queremos endiosar la figura de un amigo deseamos sin embargo reconstruirla? Simplemente porque tal reconstrucción debe ser hecha a escala humana, en los márgenes de esa inmensa humanidad y, también, en los márgenes de una obra encaminada a epatar toda la estupidez, la misma estupidez que ahora nos reina y que, de forma momentánea, triunfa a ratos aquí y allá.
Juan Luis, y ésto ocurre con algunos poetas, era él y su familia. Y tal familia no ha desaparecido. Permanece muy vigente en el patrimonio de nuestro recuerdo.
Sobre éste se ubica una casa atravesada por el viento de Playa Amarilla. Allí nos reuníamos entre libros, hermanas y sobrinos junto a sus padres, Isabel Holger Debadie y Luis Martínez Villablanca, gentes de bien, gentes de mucho carácter. Don Luis fue un tipo justiciero, una especie de Quijote civil que lanza en ristre maldecía la imbecilidad humana. Días después del Golpe de Estado me crucé con ambos en una galería comercial, en Viña del Mar. Él, sin saludarme, me tomó de los hombros y sacudiéndome me advirtió:
-¡Cuídate! ¡La muerte, Zamorano, no perdona! - Sus ojos estaban cargados de furia y desesperanza.
Yo partí hacia la Argentina y al regresar, casi cuatro años después, ambos habían fallecido. Pero la fuerza de aquellos hizo que tal familia, aún muerto mi amigo, no desapareciera. Permanece unida en la existencia diaria y de tarde en tarde sé de alguno de ellos y de su incurable defensa de su imagen.
No me resulta extraño, entonces, intentar la reconstrucción de esa imagen desde un punto de vista modernista. Si revisamos esa gran carcajada presente en cada trabajo de Martínez veremos como pone en duda el orden social en busca del verdadero orden. Y allí reside la subversión. Nada es sagrado porque nada es verdadero o eterno en las sociedades humanas. Ni el discurso del poder ni la imposición de la moralina pública o su fétida religiosidad ni la pretendida perfección de las matemáticas ni la supuesta lógica de la lógica, merecen nuestra reverencia frente a la realidad. Ni siquiera la deificación de los héroes nacionales o literarios puede considerarse un bien superior cuando el poeta, desde el fondo del pecho, arranca su magnánimo arsenal y lo instala en la hoja. Así puede comprobarse en La Nueva Novela y en La Poesía Chilena, este último quizá el más hermoso poema escrito al padre en las últimas décadas.
Si me preguntara ahora por aspectos técnicos respondería que yo sólo conocí al poeta en su prehistoria literaria. Nos juntábamos, a fines de los sesenta y primeros setentas en el Café Cinema, frente al Cinearte en la Galería Vicuña Mackenna. Eran reuniones matutinas y allí concurría una serie de próceres hoy muy famosos o muy desconocidos. En tales oportunidades, Martínez, llegaba con hojas sueltas donde iba acumulando imágenes o frases al azar para darle algún sentido a la composición. En un comienzo se trataba de burlas o remedos a esos trabajos tan inteligentes de algunos artistas santiaguinos cautivados por el estructuralismo. Nos reíamos mucho; y fue así como empezó su juego.
La última anécdota importante, de ese tiempo primero, ocurrió cuando lo acompañé a firmar un contrato con Ediciones Universitarias de Valparaíso, de la Universidad Católica, cuyo director era Jorge Luis Molina. Se trataba de un proyecto muy esquemático frente a su definitivo primer libro. La conversación terminó en una violenta discusión, casi en pugilato, por el plazo que Molina se daba- dos años- para editarlo.
Al regresar, en 1977, La Nueva Novela estaba publicada gracias al esfuerzo y a la visión de su esposa, Eliana Rodríguez, quien ha sido su más tenaz y fiel editora.
Juan Luis Martínez fue una figura en Viña del Mar. El joven rebelde que burlaba a la policía en motoneta o gustaba trenzarse a bofetadas con los capos mafiosos de Valparaíso, pronto pasó a ser un respetable intelectual. Muchas son las anécdotas en torno a esa época; y tales forman parte hoy de otro mito, apenas conocidos por quienes fuimos sus cercanos. El resto es pura literatura; o literatura pura.
Sólo un pequeño cuento para ilustrar. Mucho después de esa primera juventud mi madre, con quien compartíamos una cena, le dijo al poeta:
-Juanito, pensar que cuando yo lo veía por la calle Valparaíso me cambiaba de vereda.
Pero también ese aspecto es parte de este rompezabezas.
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