Escribe Pepe Viñoles.
Próximo al final de la fiesta en su homenaje, subió al escenario y se sentó frente a una pequeña mesa. Pidió un vaso de agua y aclaró que antes de empezar a leer necesitaría respirar hondo, porque su relato El último viaje del buque fantasma sólo tenía un punto al final.
Este fue uno de los regalos que hizo Gabriel García Márquez esa tarde del domingo 12 de diciembre de 1982 a quienes abarrotábamos la Folkets Hus de Estocolmo. Teníamos vedado asistir a la premiación oficial con reyes, embajadores y famosos; más aún hacernos invisibles para entrar a la tradicional y pomposa cena de gala del Ayuntamiento.
Nunca antes habíamos visto aquel inmenso recinto con tanto público. Tampoco imaginábamos que un Premio Nobel de Literatura fuera tan popular entre latinos y suecos, al punto de que con no mucha frecuencia se han leído los libros del casi siempre desconocido galardonado de cada año.
Cuando a García Márquez lo premia la Academia Sueca, tenía ya miles de lectores en el país. Después de la publicación en sueco de Cien años de soledad en 1970, los adictos nativos se fueron abalanzando sobre las demás obras del escritor que en los años siguientes fueron apareciendo para apagar la sed de los crecientes admiradores de su realismo mágico, definición ésta con que los críticos calificaron su estilo, intentando de esta manera explicar al vulgo ese especial y desorbitado realismo.
Durante varios días, desde que Gabo desembarcó en Arlanda, los diarios y la televisión siguieron de cerca sus andanzas por Estocolmo. Recuerdo haber leído titulares del inusual hecho de que el colombiano se negara a vestir el frac negro de rigor para recibir el premio de manos del Rey. Para Gabo ponerse ese tipo de vestimenta le traería mala suerte, por lo que insistió en cambio -causando un revuelo entre los circunspectos encargados del protocolo- en lucir durante la solemne ocasión un impecable atuendo blanco caribeño.
El escritor días antes ya había roto el rancio corsé del Nobel al sorprender a todos desembarcando con una gran troupe de músicos y bailarines negros y mulatos por él invitados a que le acompañaran en su viaje para recibir el famoso premio literario; también cuando se supo que llegarían botellas de ron que en la escala que hizo en La Habana, le ofreciera Fidel Castro. Una previsión oportuna de Fidel, por si su amigo pensaba hacer una cumbiamba en Estocolmo.
El ron cubano y el fusilado de Goya
Tuve la suerte de enterarme de lo que se estaba preparando para homenajear a Gabo, cuando un día me llamó por teléfono el director teatral chileno Igor Cantillana para contarme que con ese motivo se realizaría una fiesta pública y pedirme que hiciera un afiche.
Yo andaba por esos días luchando por hacer una plaqueta ilustrada para la editorial Nordan, a partir de la fascinación que me había causado la lectura de una de las -a mi juicio- más grandes novelas americanas, por cierto hoy bastante olvidada casi tanto como su autor desaparecido en Argentina. Se trataba de Mascaró el cazador americano de Haroldo Conti. Había llegado a la casi impotente conclusión de que tanto la imaginaría de Conti como la de García Márquez eran imposibles de traducir visualmente. En el caso de Gabo el intento de llevar sus desbordados relatos a un medio similar como el cine, por entonces habían fracasado estrepitosamente en su intento de reconstruir en la pantalla las fabulosas exageraciones.
El pedido me entusiasmó y sin pensarlo mucho me puse a trabajar. Y yo que nunca creí mucho en los automatismos de los surrealistas, como un obseso comencé a rodear el rostro de García Márquez con imágenes que me venían a cuento y que fuí sacando de la gráfica popular latinoamericana: de Guadalupe Posadas, de la Lira Popular chilena, de los Grabados de Cordel brasileños; también de los Caprichos de Goya buscando en este caso, bucear en otro de los vientres primeros de nuestra identidad. Elementos esos que en mi collage iba asociando con los personajes y situaciones de la obra del colombiano. Después; a último minuto como pasa siempre, entregamos el cartel a la imprenta y ya impreso, se pegó y colgó días antes de la fiesta popular por todo Estocolmo.
Bastante temprano el 12 de diciembre, estábamos ya un grupo numeroso de gente pertenecientes a diferentes asociaciones y organizaciones suecas y latinas en Folkets Hus para ayudar a arreglar la sala, cuando pidieron que acudiéramos a la puerta para descargar una misteriosa y voluminosa carga de cajas de cartón. Haciendo una cadena las fuimos ubicando bajo una de las escaleras principales del foyer, y alguien nos dijo que eso era el ron recién llegado del aeropuerto de Arlanda, el que Fidel le había prometido enviarle sin falta a García Márquez.
Y esto también fue algo digno de Macondo, porque en Suecia donde el alcohol está preso en los expendios especiales de ventas de bebidas y por aquellos tiempos ni ron había, ver tantas botellas al aire libre parecía un sueño& El caso es que todo estaba bien dispuesto, y nadie se iba poder llevar por delante a Lutero. Sólo al final de la fiesta a cada asistente se le entregaría -previa presentación del talón del billete de entrada- un medio litro de Habana Club para que se fuera solito o acompañado a la casa o donde quisiera, para así seguir con la fiesta garcíamarquiana. Mientras tanto, se nos pidió que era necesario que algunos nos quedáramos haciéndole la guardia al ron y tener que jodernos de no poder estar en la fiesta. Ante ese pedido, ese día mi buena disposición de boy scout de izquierda me abandonó por completo, porque terminé sentado dos filas más atrás de García Márquez, su mujer Mercedes y de sus amigos venidos de todos lados de la Tierra.
Recuerdo que en honor del Nobel, bailaron niños chilenos, bailaron niños del español Club de los Cronopios; cantó Aníbal Sampayo una canción dedicada a Omar Torrijos muerto poco tiempo antes, y me pareció ver desde mi butaca de que a Gabo el recuerdo de su amigo panameño desaparecido trágicamente lo conmovió por algunos minutos. Cantó el sueco Tommy Körberg y el mismo Cornelis Vreesvijk sin que nos importaran mucho, porque advertíamos que tras las bambalinas se aprontaban ya los fabulosos bailarines y músicos colombianos para inundar la escena con tambores y fuego.
Lo que no puedo recordar es, si la lectura de García Márquez fue antes o después de las cumbias y vallenatos. Pero sí que me quedé pegado a la butaca cuando él anunció que iba leer ese relato sobre el buque fantasma, que es uno de los que más me gusta. No sé si fue un gualicho que logré hacerle a García Márquez esa tarde para que eligiera ese mismo cuento. Porque en el afiche que había hecho, enredado en su pelo yo había puesto un pequeño Titanic, y como su mujer Mercedes había recogido un ejemplar que repartían a la entrada pude ver, cuando ya sentados, ella se lo estaba mostrando. Entonces quizá la memoria de Gabo, obligada por esa fugaz visión de una de las muchas de sus imaginerías que yo había intentado meter en aquel cartel no pudo evitar elegir del ejemplar de Eréndira que tenía entre las manos, precisamente aquel cuento del loco a quien nadie en el pueblo le creía la historia del errático barco.
Cuando todo terminó y de a poco fuimos abandonando la inmensa sala, no nos preocupó otra vez tener que hacer la larga cola para recibir lo que merecíamos al finalizar la inolvidable tarde. Era noche cerrada, con un grupo de amigos nos pusimos ya fuera del teatro a sacar la cuenta de cuanto ron disponíamos, y a discutir si valía la pena tomarnos sin más demora el metro para Rinkeby. Lo mejor sería juntarnos todos en la casa de alguien para poder brindar en regla por el Nobel y por nosotros mismos.
El lunes temprano al desayuno, mientras leía el Dagens Nyheter, me enteré de que todos los que estuvimos con García Márquez en Folkets Hus habíamos violado la legalidad sueca; nos tomamos un medio litro de alcohol que no pagó impuestos.
El líquido regalo caribeño para la fiesta con Gabo, la comparsa de bailarines y músicos populares bajando por las augustas escaleras del Blå hallen danzando y cantando alrededor de reyes, gobernantes, catedráticos y embajadores en la cena de gala, fue sólo una pequeñísima muestra desembarcada en Suecia, de esa exagerada realidad latinoamericana que Gabriel García Márquez había nombrado en la Academia Sueca y de la que había ya muchos adelantados en estas tierras desde 1973.
Me puse a mirar en la pared el azul afiche desde donde Gabo me seguía sonriendo, cuando advertí otra trampa de la casualidad. Al costado de su mentón había puesto yo a un hombre amarrado a un poste frente a un pelotón de fusilamiento, nacido de la sinrazón de Goya. Ahí caí en la cuenta de que con la misma escena, también comienzan las primeras líneas de Cien años de soledad.
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