Escribe Juan Cameron.
Ladridos, presentado la semana anterior por Ediciones Altazor, resulta una magnífica novela de nuestra sociedad actual. Tanto que, como metáfora completa, su escaso tiraje resulta una señal muy clara del distanciamiento y poco interés hacia la poesía.
Hay un sin número de segundas interpretaciones en la palabra «perro», y Jordi Lloret quiere cazarlas a todas. La palabra perro no muerde afirma el lingüista; pero nosotros sabemos que ladra en la memoria.
Y de esta memoria colectiva, de las numerosas referencias que la historia ha ido cargando sobre las espaldas de tan magnífico ejemplar, es que se aprovecha el poeta en Ladridos, su más reciente poemario, para construir una ciudad en base a metáforas fragmentadas de los seres que la habitan.
Ladridos fue editada recientemente por el sello Altazor en una tirada de 300 ejemplares. Poco. si consideramos la larga y fructífera trayectoria de su autor en el escenario nacional. Pero así están las cosas; se escribe en un territorio mordido por el analfabetismo extremo y además, como bien dice Óscar Hahn, «la poesía no se vende porque no se vende».
El poeta (Jorge Antonio Lloret Pacheco) nació en Santiago, en 1957, y en la actualidad reside en Con-Cón. Ha publicado en poesía Soñándote (1980), Alaridos de un náufrago (1982), Deslecturas (poesía visual, 1983), Insopmío (1994) y Solotoñernos (1999); y las prosas Ráfagas de cosas (1989) Textos Áticos (1998) y Cuento y Poesía (con Juan Muñoz Veillon, Talca, 1998). En la década de los 80 tuvo una destacada figuración en la capital, donde dirigió el Taller Matucana, como en Barcelona, ciudad donde residió por varios años. Su nombre es, además, vastamente conocido en el ambiente nacional y no son pocas las publicaciones donde aparece. Como gestor de programas televisivos y radiales ha entregado una valiosa contribución en el género. Por estas razones, una tirada tan pobre -y de excelente diagramación debe añadirse- resulta dolorosa, aunque una clara muestra de nuestra realidad literaria. Lloret ha incursionado también en la música y en las artes visuales.
Ladridos, obra que a pesar de sus méritos no fue premiada en el certamen de publicaciones de la Quinta Región, en la versión anterior, retrata a una serie de perros que pupulan por las costas de Con-Cón o por otros valles, como metáfora simple de los humanos que representan o se convierten en sus amos. Estos retratos parecen ser captados al pasar, con una máquina Polaroid, por la precisión de sus líneas y la claridad del dibujo: Soy el perro del ciego del pueblo./ Mi amo es pobre como una rata con hanta./ Recorrimos juntos todos los días/ la calle Nueva York, la siete y otra/ donde está el único Banco/ para recoger las limosnas/ que le dan («Boby»).
Ubicados los cuadros uno a uno, como en una galería, el montaje tiende a convertirlos en fotogramas. No se trata de textos aislados donde cada poema cumple un rol y se resuelve en si mismo. Más bien el movimiento y las acciones de sus personajes convierten el texto en una novela donde cada uno de ellos aporta su confesión para construir el motivo.
Así, con esta doble función de imagen humana y de capítulo textual, arma la historia para el lector. Hoss Puppies es explotado por la publicidad televisiva y luego abandonado en una playa. Sigue a Claudio, el perro de la manada, quien se nutre en el negocio de Pacheco. Jonás, en cambio, come en la casa del poeta y Osobuco, el perro del carnicero, pero también del hortelano, cuida los restos que satisfecho ya no puede engullir.
En este juego de pequeños símbolos y ladridos, la imagen nutriente de la madre (el «Pacheco» de los perros y del autor) cumple el rol de la tierra protectora sobre la cual vagan prófugos o dejados por la mano del hombre. A veces leva, a veces jauría, la tribu puede bien contener a un grupo de poetas en busca del camino: Por la poesía ladran los perros/ de estos caseríos./ Una música salvaje/ en mi memoria de perro/ o simplemente aullidos en la noche/ poco antes del temblor («Lobo»).
Para aumentar la manada, Lloret incluye algunos canes de gran prosapia, como el perro de Goya en el horizonte del desierto/ de la ventana de arena que el pintor/ ha inventado en su exilio; o a Menino, el perro del pintor Velázquez, quien se queja de la soledad allá en el museo madrileño de El Prado y prefiere ubicarse en la reproducción de un liceo conconino, para ser mirado por los ojos descuidados de los estudiantes y no enceguecido por los flashes de las máquinas japonesas.
La tercera fuente de sus preocupaciones nace a nivel semántico. Perromuerto, término que en Chile señala la huida sin pagar el consumo, juega también con el perro del hortelano, con La ciudad y los perros y con otros sentidos inmediatos del término (aunque faltan las referencias políticas por todos conocidas y la mención al recordado mestizo Brodsky).
La unidad temática de Ladridos le otorga un especial valor al discurso. Lloret mantiene, a través de una treintena de textos, un ritmo peculiar y ameno que, al menos, nos parece el trotar sobre el asfalto del pueblo. Su gran metáfora es inmediata y valiosa a la vez. Pero si el descuidado lector quisiera interpretarla en forma directa, también resulta válido. Podría ser, sostiene el lingüista de marras, una contribución al valor ecológico del -después del computador y la mujer- mejor amigo del hombre.
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