Escribe Juan Cameron.
Una suerte de curiosa y buena poesía, y al mismo tiempo de tratado simbólico, pareciera ser el reciente libro del autor porteño. Este ganador del certamen de publicaciones regionales muestra su conocimiento e intuición en el oficio y aporta con su poética, en una línea de sencillez y profundidad muy singulares, al discurso literario del litoral central.
El poeta Pablo Araya presenta su tercer poemario, Mester de Herrería, recientemente premiado en el Certamen de Publicaciones del Gobierno Regional de Valparaíso. Este concurso literario se ha convertido en la mejor opción editora para los literatos de la región y varios nombres de importancia en las letras locales, como es el caso del autor, han dado lustre al proyecto que, con esta versión, completa cuarenta y dos títulos. Ningún sello de la zona logra, en cantidad y calidad, superar el esfuerzo iniciado por el Intendente de entonces, Gabriel Aldoney, en 1998.
Araya es un nombre reconocido en el ambiente porteño. Alejado de los grandes escenarios y renuente a la figura pública su poesía se establece durante la última década como una opción claramente válida entre las diversas manifestaciones conocidas.
Mester de Herrería reune alrededor de cuarenta poemas breves, a veces epigramáticos, escritos con singular fuerza y gracia. Hay un trasfondo iniciático en el tratamiento del signo por parte de Araya. Su mirada retrospectiva rescata el antiguo, una herrería, en el cual el fuego es el elemento simbólico de mayor significación. Padre y madre manejan la fragua en silencio El autor y su hermano crecen conociendo la palabra quemadura y la palabra calor al mismo tiempo. Su herencia, el símbolo puro que la memoria deslee, es el tema central de este poemario.
En el campo semántico e iniciático, el fuego todo lo transforma. Antes de la estética es la naturaleza la gran deconstructora, el germen ordenador que, al fundir los asuntos del hombre en su magma aparente, libera las moléculas en materiales dispuestos a ser otra cosa; a renacer.
Ese es el tiempo en las raíces, las voces, escoria y lagos de ceniza consumidos ante la mirada del autor. El espacio de una infancia en torno al lar, un especial lar encendido por la herradora; pero también la industriosa imagen de Vulcano al modificar la materia a golpes de acero. Ese padre, un dios oxidado que hablaba con el humo, fue el fragoroso silencio convertido, un buen día y por necesario bautismo, en la casa de hierro en el agua; en fríos metales. Pues ese hogar, con todo, no era el infierno sino un territorio de pájaros y trinos para exorcizar el mundo.
La revisión del camino se convierte en el tema del Pablo Araya de hoy. Y es la nueva geografía de la sangre, de llamarada vida a llamarada muerte. El fuego del recuerdo lo traslada a su paraíso perdido, hacia aquel país habitado por un hombre que, más allá de su magistral figura construida por la luz y por la sombra, afilaba en secreto un gastado cuchillo de palo.
Tamaña humanidad la hereda poeta. La capacidad de fundir y deshacer las cosas hechas por el esfuerzo mancomunado a causa de tanto fuego, consume el entorno con esa alquimia que, nos propone, hasta Dios hace llorar de tristeza.
¡Qué tiempos! Se queja el poeta. Ya no existe la casa del herrero y de la herradora y, su la más profunda reflexión retorna al infierno y de él regresa con la potestad del fuego como prueba de inocencia y de pureza de sus padres. Y sin embargo tal despertar es un hartazgo de vanos signos, de puro dolor humano. Nada queda para el poeta sino escribir las palabras para destituir el territorio de la Caída.
Ya en su mundo ha de habitar la casa plagada de telarañas para reinventar la memoria de las cosas. Es un país de ciegos donde solamente los gatos, esos extraños seres, pueden desentenderse de la realidad. Y algo de ellos aprende. La morada prometida se eleva sobre la roca y se llena de trinos, mientras las copas de la ira y de la sangre revientan allá abajo en las arenas.
Tal es la bondad del fuego
La lectura de Pablo Araya provoca agrado tanto por el contenido de una anécdota cálida y cercana, cuanto por la acabada forma y fluidez del discurso. Su ritmo es amable y lo acerca a un grupo de poetas de Valparaíso donde destacan Renán Ponce, Axa Lillo, Manuela Lagos y algunos otros autores más jóvenes.
Araya nació en Viña del Mar, en 1963. Es contador de profesión y ha publicado con anterioridad los poemarios Licencia poética (1988) y Harrington 13 (1999). Figura también en las recopilaciones Antología Taller Cultores Literarios del Pacífico (1988), Valparaíso/ versos en la calle (1998), 500 poetas latinoamericanos, (1992), Historia de la poesía en Valparaíso (1999) y en el cuadernillo Casa del Poeta Chileno-Peruano (2000).
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