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Guillermo Rivera publica libro premiado |
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escribe Juan Cameron Desde hacía mucho esperábamos un libro con poemas de Guillermo Rivera. Algunas narraciones suyas aparecieron en la revistas Intento, un esfuerzo editorial gestado junto al poeta de San Fernando, Lorenzo González, y Ö (Isla), ambas de Estocolmo. Antes de partir a Suecia, país donde residió entre 1986 y 1993, Rivera trabajaba en Viña del Mar, en un aserradero, y allí conoció al poeta Hugo Zambelli, quien en cierta medida le indicó el camino de la poesía. Su hermana Ximena también poeta, le ha significado un diálogo fructífero para esta forma de enfrentar el lenguaje. El Tractatus y otros poemas contiene trabajos extensamente conocidos entre los colegas porteños. En actos públicos y en recitales, Rivera ha ido mostrando distintas facetas de estas piezas escritas y revisadas con insistencia y oficio. Como si se tratara de un artesano, su cuidadoso estilo ha ido ganando en ritmo y en contenido hasta obtener ese punto de maceración donde el discurso alcanza un pleno sentido poético. La imagen de un paisaje compuesto por fragmentos, signos y referencias, se transmite así al lector por el simple artilugio del montaje. Esta tarea de sinécdoque y metonimia y repetición, textura un escenario sobre el cual la anécdota fluye de manera natural. Como si se tratara de un relato o de un rompecabezas donde la poesía -esa subversión permanente del ente sintáctico- aflora en el campo de significados y cumple con las exigencias requeridas a nivel semántico. El Tractatus nos refiere de inmediato al aforismo de Wittgestein -De lo que no se puede hablar hay que callar- o poetizar desde el silencio el propio sinsentido de la existencia. Así como en el maestro austríaco lo inexplicable se muestra en lo místico, en su aprendiz viñamarino aparece en unidades poetizables al buen ojo del lector. Salvo que, pudiera ser, el poeta intente aquí una pequeña contribución al «Tractatus Logico-Philosophicus»; porque en el nombrar no hay engaño. Es dable pensarlo; en Las Metáforas el poeta va reconstruyendo su imagen a partir de situaciones o retratos ubicados en el pasado -infancia, amores, desafuero y exilio- y de pequeños flashes que en Los hechos iluminan el momento presente para, a fin de cuentas, justificar en un todo su existencia. Hay voces de tradición en su discurso; la creación en tanto es aportada por un estilo cauto donde la pasión aflora en cada palabra burilada con paciencia sobre la gozosa hoja. El cántico de los versos finales, instalado para el coro al finalizar cada estrofa, reitera el ritmo sin saber que la piedad y los sentimientos/ de la gente/ es la más humana de todas las metáforas. Pero el poeta lo sabe; ahora lo sabe. La estructura formal del poema delata a veces el armazón de ciertos hechos sociales disfrazados por la historia como auténticas maravillas o milagros. En Seis imágenes de la aparición de la Virgen este procedimiento cobra extraordinaria eficacia para desmantelar una puesta en escena tolerada por el poder. La Virgen emergida del éter en las colinas de Villa Alemana, durante la dictadura militar, sirvió con mucho para desviar la atención pública de las atrocidades cometidas por el régimen. El apoyo técnico de los aparatos del Estado fue fundamental en esta instalación milagrosa que llevó a un visionario muchacho, ahora una adusta señora, al estrado nacional. El poeta se ubica En el centro del laberinto. Para reordenar el camino y quitarle sentido al caos, debe reconstruir sus pasos. Este retorno ha de realizarse en el mero plano del lenguaje, en el relato, pues de imágenes y signos estamos hechos. No sabe si tendrá éxito en tal empresa: Quizás un día te cuente lo que he vivido/ pero ahora sólo puedo recordar algunas cosas. Ni siquiera las mujeres que alguna actuaron en ese escenario pueden recobrar sus roles. Son imágenes furtivas, pasajeras, leves, fugazmente retratadas por el tiempo o el recuerdo. Sus hechos, por cotidianos que parezcan ahora, tuvieron la suficiente fuerza para cambiar sus días en una u otra dirección. Hay un absurdo en los acontecimientos, a la manera de Carroll, y en esa circunstancia el autor aparece y desaparece del mismo modo como una fotografía se traspapela en el arcón de los retratos: Yo, a veces,/ tenía la impresión que eso no era cierto/ y me quedaba en el cuarto de Adelaida/ y desgranábamos arvejas hasta el amanecer. El laberinto en fin es el camino. La línea trazada por el destino se pierde entre las luces y las sombras del mosaico aún cuando la ballena blanca esté ahí, como el amor, bajo unas aguas que debían ser transparentes y sin embargo se oscurecen con el reflejo del cielo. Los apuntes del capitán Ajab son su propia bitácora. Breves notas de una persecución cuyo objetivo en verdad desconoce. La suma de fragmentos no muestran el sentido pues al parecer éste no existe sino en el concepto humano. Hay pequeños atisbos, signos para descifrar algo más allá de nuestra comprensión. Los hechos, desbastados del calor, le indican otra cosa: yo no olvido el olor a humedad/ de las plantas/ La familia de mi mujer fue enterrada/ en un gallinero/ Y en silencio sus espectros de momia/ desenterrados dos días después de la tormenta. La realidad es más absurda que la poesía. Guillermo Rivera nació en Viña del Mar, en 1958, y éste es su primer libro. |
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