escribe Carlos Vidales
Érase una vez un poeta romano que había nacido en el año 43 antes de Cristo. No entiendo muy bien cómo podían calcular los romanos su fecha de nacimiento de esta manera tan absurda, pero así está en los libros de historia. Sea como fuere, el hecho es que el tal Ovidio era un poeta muy cariñoso. Cuando apenas tenía treinta años se había casado tres veces y divorciado dos, además de tener una innumerable cantidad de amantes. Por si fuera poco, escribía poemas de amor.
Una vez el travieso Ovidio escribió un poema tan atrevido que el emperador Augusto se molestó sobremanera, montó en la yegua cólera y desterró a nuestro amante poeta a Tomis (un lugar que hoy se llama Constanza y se encuentra en Rumania). Y ahí comenzó el pobre Ovidio a sufrir y sufrir y sufrir y sufrir. O sea, a vivir como un exiliado.
Por fortuna para la literatura, la historia y la sicología, Ovidio se dedicó a escribir poemas sobre sus tristezas y depresiones de desterrado. Escribió una cantidad de lamentaciones muy tristes y les puso por título Tristia (Las Tristes). Y este río de lágrimas constituye hasta hoy el punto de partida de todos los estudios sobre el síndrome del exilio, es decir, sobre los daños que sufre la identidad, la sicología, la mente de un desterrado.
Muchos millones de desgraciados, antes de Ovidio y después de él, han sufrido destierro y mostrado más o menos los mismos síntomas y las mismas neurosis y desequilibrios. Por desgracia, solamente los desterrados cultos, intelectuales, letrados, han podido dejar testimonio de sus sufrimientos. El italiano Dante Alighieri, por ejemplo, se dio el lujo de escribir la Divina Comedia, y en ella mandó al Paraíso a sus amigos y compadres y condenó a las torturas eternas del Infierno a sus enemigos políticos. La Divina Comedia es una obra maestra de la literatura, pero se nota de lejos que el pobre Dante saltaba de la depresión a la rabia incontrolada, del odio a la melancolía, del rencor al éxtasis religioso, en fin, que sufría de una cierta inestabilidad emocional. Por supuesto, era un desterrado.
Probablemente el primer síntoma del síndrome del exilio es la idealización de la patria lejana. El desterrado construye una visión mítica de su tierra de origen, a la distancia le parece bella y sin defectos, a cada rato la compara con la porquería de país en el que vino a caer, acentúa lo desagradable y lo negativo de la sociedad que lo recibe, y exagera todo lo positivo de la sociedad que lo expulsó, lo persiguió y estuvo a punto de matarlo. Cuando se acuerda de las razones de su destierro, invierte los términos y todo lo de su país le parece malo, maldice a sus perseguidores e incluso a aquellos que nunca lo persiguieron, y exalta la perfección del país que lo recibió y le dio asilo. Este sentimiento contradictorio, que el romano Catulo expresó en su latín cuando dijo Odi et amo (odio y amo), es característico de la inestabilidad del desterrado. Tiene una relación de amor-odio con su pasado (incluyendo el país de origen), y desarrolla una relación de odio-amor con su presente (incluyendo el país que le dio asilo).
¿Y el futuro? Ahí está el detalle. El desterrado tiene un pasado al que idealiza y rechaza, un presente que no le acomoda pero le conviene... y un futuro totalmente incierto. Sueña con regresar a la patria, pero algo le dice que tal vez eso no funcionaría. No se decide a echar definitivamente raíces en la tierra que lo ha recibido, y de esta manera vive un poco provisionalmente, dependiendo de alguna vaga esperanza. Tal vez en su país las cosas mejoren y pueda volver, tal vez esto, tal vez lo otro... en fin, ya veremos.
El desterrado que gozaba de una cierta posición en su país de origen se siente agredido y discriminado porque en el país receptor nadie lo trata con las atenciones y las genuflexiones que sus compatriotas le dedicaban en su tierra. Cree que las gentes del país receptor son egoístas e indiferentes, arrogantes y racistas, sin excepción. Se olvida que él mismo era arrogante contra sus prójimos en su propio país. No recuerda cómo discriminaba a los indígenas, a los negros, a los pobres, a los descamisados, en su propia patria. Cree que la sociedad que le dio asilo es mala, inhumana, deshumanizada. Se queja de la indiferencia que lo rodea y le parece que lo maltratan a cada rato. Al pobre le han cambiado sus reglas de juego, ha quedado descolocado, le metieron un gol. Esto no era como él creía.
Algunos caen en la depresión y en la inactividad. Otros sufren de pesadillas, se les cae el pelo, les salen granos y se les producen alergias y problemas psicosomáticos. Otros se vuelven rezongones, rebeldes, desafiantes. Otros arman grupos para hacer algo, hablar, compartir quejas y reclamos. Otros salen adelante, superan sus crisis y se enfrentan con la vida. Pero todos, más o menos, pasan por su purgatorio psicológico en los primeros años de exilio.
Durante el período en que se sufre el síndrome del exilio se cometen muchas cosas ridículas, lamentables y patéticas. Conozco, por ejemplo, un abogadillo que después de haber estado varios años en Suecia, todavía exige con arrogancia que le digan Doctor. No se da cuenta de que este tratamiento, que en su país de origen da un status especial, aquí no tiene el mismo significado.
A veces el resultado es muy cómico. Por ejemplo, tengo un amigo turco que el otro día me dijo:
- A estos suecos no los entiendo y jamás podré entenderlos.
-¿Por qué dices eso?, le pregunté.
-Porque acabo de tener una discusión con el médico. El muy idiota me tiene desde hace meses haciendo pruebas y exámenes, y todavía no sabe lo que tengo. He perdido la paciencia, me he puesto furioso, y le he gritado: ¡Voy a follar con tu mamá! Y ¿sabes lo que me ha respondido? Pues me ha dicho: Bueno, eso es un asunto entre tú y mi mamá, habla con ella, a mí no necesitas decirme nada. Así que ya lo ves, a estos suecos no los entiende nadie.
Espero que las señoras y señoritas me perdonen la falta de respeto por contar esta historia. Lo que quiero mostrar es que el desterrado se olvida que los idiomas no son solamente diferentes maneras de decir las cosas, sino principalmente reflejan diferentes culturas y por lo tanto dicen cosas diferentes. Decirle Doctor a cualquier imbécil, o anunciarle al médico que uno va hacer el amor con su señora madre, son cosas muy diferentes según uno se encuentre en América Latina, en Turquía o en Suecia.
Esto nos lleva al segundo síntoma grave del síndrome del exilio. Quien viene de países y sociedades donde las diferencias de clases son fuertes, pretende con frecuencia reproducir en el país receptor sus mismos mecanismos de discriminación clasista o racial. No solamente discrimina a sus propios compatriotas más oscuritos o más pobres, sino que discrimina a los otros exiliados de otras nacionalidades a los que considera inferiores.
Algunos van más lejos todavía. Se asimilan a la sociedad receptora, a la que consideran la clase superior, para convertirse en señores y practicar su propia discriminación contra todos los demás exiliados, a quienes consideran marginados, inferiores, clases bajas, basuritas. Esos son los renegados, lo que han confundido integración con asimilación, los que usan a la sociedad receptora como trampolín para ponerse encima de sus prójimos. Ocupan puestos importantes, se sienten próceres, hablan fuerte, dictan cátedra con tono doctoral, pero de lejos se les nota el resentimiento social, las ganas de distanciarse de su origen, porque se avergüenzan de haber sido pueblo en sus propios países.
En medio de esto, la mayoría de los desterrados se debate, sin más ayuda que la de su propio grupo social, en incertidumbres e inseguridades, tratando de sobrevivir y de encontrarle algún sentido a su exilio. La marginación y la incomprensión va generando un rechazo a aprender el nuevo idioma y a veces se transmite ese sentimiento a los hijos que nacen en el país receptor, creándoles a esos niños graves crisis de identidad y muchos problemas con la sociedad.
Solamente una clara comprensión de todos estos procesos, de este síndrome del exilio, podrá ayudar al desterrado a superar sus dificultades y encontrar el camino de su integración. La integración es un proceso de dignificación, de volver a armar el mundo interior que ha sido roto y desarticulado por el trauma del exilio. No se puede caer en la trampa de Ovidio, que nos invita a llorar y llorar, ni en la de Dante, que nos invita a escribir una obra maestra para ajustar cuentas con nuestros enemigos. Hay que indagar con sentido autocrítico en la propia realidad interior, descubrir ahí adentro las propias miserias y sacar de ahí mismo las fuerzas que todos llevamos guardadas, ocultas en nuestra propia identidad, para salir adelante y reconstruir nuestra vida.
Solamente así seremos capaces de controlar nuestro destino y podremos convertir la tragedia del exilio en una victoria contra la adversidad.
La próxima vez les hablaré un poquito de la historia de dos idioma muy interesantes: el español y el sueco. Hasta entonces.
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