Escribe Juan Cameron
Como un lugar de encuentro y de fraternidad se recuerda la institución del Café en nuestro continente. Comerciantes, profesionales e intelectuales han usado de ellos para sus transacciones. El escritor porteño Manuel Peña Muñoz hace una recopilación de estos lugares, y de su significación en la literatura, en su reciente volumen de crónicas.
Desde que Gabriel Matthieu de Clieu introdujera en América la primera mata de café, hasta la instalación de los «cafés con piernas», los expendios del brebaje han servido como lugares de ocio y de negocios y tradicionalmente como punto de reunión diurno de artistas y, en especial, de escritores.
Algunos quedan establecidos en la memoria colectiva. Y un lugar preferencial ocupan allí el ya desaparecido Sorocabana, en 25 de mayo cerca del Teatro Solís, en Montevideo, el Torres, sobre la Alameda de Santiago, y el Tortoni, en Avenida de Mayo, en Buenos Aires. Los cafés de Corrientes, cerca de Santa Fé, sirvieron de refugio a muchos intelectuales latinoamericanos. Pero después acogieron a los soplones, a los bombazos y a la muerte. Allí, a mediados de los setenta, se veía a David Viñas, al negro Alba, a Santana, a veces a Gelman, otras al poeta Borda, ahora de regreso a su Bolivia oscura, instalado en El Alto, en La Paz. Tiempo ha pasado desde entonces.
Hoy es difícil servirse un buen café en alguna capital latinoamericana. El posmodernismo ha cobrado su valor agregado. Lima, Santiago, Buenos Aires están plagadas de cafés con piernas; a éstos, en lugar de una buena conversación pareciera que ahora, como decía un amigo, «se va de putas».
Pero también en Europa la lista enriquece las páginas literarias. El Grand Café, cuyos ventanales dan a la avenida Karl Johan en Oslo, se vincula a la figura de Ibsen; el ABrasileira, de Lisboa, muestra en su entrada una estatua de Fernando Pessoa con una taza y un libro abierto; o el Gijón, de Madrid, donde se recuerda el paso de Pérez Galdós, Valle Inclán y García Lorca.
A todos ellos y a sus anécdotas se refiere el cronista Manuel Peña Muñoz en Los cafés literarios en Chile, editado por Ril en marzo pasado. En más 200 páginas y con una batería de ilustraciones diversas, Peña se pasea de la provincia a la capital en busca de historias y de colegas. Con su lenguaje ameno e informado, a ratos con innecesaria nostalgia o al rescate de valores superfluos -pero estragados entre los pliegues de esa memoria- va mostrando los hitos de esta simbiótica relación.
A lo largo del país la costumbre ciudadana se va instalando en lugares míticos. El Casino Español, en Iquique, albergaba a intelectuales y gente de teatro, entre ellos Jacinto Benavente y Eduardo Marquina. Hoy es el Wagon el café donde se reúnen los poetas. En Antofagasta, varios establecimientos reclaman para sí la imagen de Andrés Sabella.
En Valparaíso, fue famosa la Pastelería Ramis Clar, donde el poeta Alberto Rojas Jiménez pidió a Maruja Vargas, esposa del pintor Camilo Mori, que dibujara «un chanchito con los ojos cerrados». Se inició así un juego típico de intelectuales en los años 50. Unos a otros se pedían estos dibujos que coleccionaban como originales autógrafos. Maruja Vargas le pidió una muestra a Pablo Neruda y éste hizo suya la idea, como prueba de iniciación al «Club de la Bota». También pertenece a la historia el Café Vienés, donde concurría Joaquín Edwards Bello y Augusto DHalmar, y cuyo nombre es aún una referencia geográfica para los porteños.
De esa época se mantiene en funciones el Café Riquet, frente a la nueva Intendencia, en la Plaza Aníbal Pinto. A este lugar llegaba el novelista Carlos León y ahora lo hacen (sostiene Peña) Víctor Rojas, Marcelo Novoa y Eduardo Correa. Los acuerdos entre funcionarios, diputados o gestores culturales y los poetas, se transan allí.
El Café Cinema, de Viña del Mar, el Palet en Concepción y el del Hotel Continental, de Temuco, visitado por todos los escritores en tránsito, soy hoy lugares comunes en las páginas literarias. Como también se recuerda al Club Arabe, de Lautaro (por Jorge Teillier), el Haussmann y La Bomba, de Valdivia, donde se reunían los promisorios jóvenes del grupo Trilce, el Central de Puerto Montt, siempre junto al nombre de los escritores de la zona.
Extenso e intenso resulta el relato de Manuel peña Muñoz. Su mayor logro es el rescate de una época en que la fraternidad constituía el eje. Y una de sus metáforas es el Café como espacio vincular. La ausencia de este valor social es cuanto reúne el concepto de «bizarro», condición aséptica de cuartel y de cárcel que en la actualidad invade los espacios con la frialdad de lo utilitario. Este paso atrás en la evolución oscurece el lugar y le entrega la esperanza de cuanto le quita; en el caso del Café, bajo la promesa -falsa por cierto- de muchachas semi desnudas de los «Café con piernas». La modernidad así concebida es una estafa, un atropello más de lo posmoderno y del liberalismo de mercado.
Nacido en Valparaíso, en 1951, el autor ejerce la docencia en la capital. Es profesor de Castellano y Doctor en Filología Hispánica y ha publicado, en prosa, El niño del pasaje (1989), María Carlota y Millaqueo (1991), El collar de perlas negras (1994), Un ángel me sopló al oído (1995) y Mágico sur (1998), las crónicas Ayer soñé con Valparaíso y Memorial de la tierra larga (2001) y el volumen de cuentos Dorada Locura (1999). Tiene varios volúmenes en el campo de la investigación literaria y entre sus numerosos premios figura el Municipal de Literatura de Valparaíso, en 1997.
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