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¡Aprendamos a hablar sueco! |
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escribe Carlos Vidales Recuerden que dentro de muy poco vamos a tener que pasar por un examen muy riguroso. Si salimos mal de esta prueba, seremos unos malditos inmigrantes con cabeza negra y pasaporte extranjero. En cambio, si logramos demostrar que podemos hablar sueco, seremos unos malditos inmigrantes con cabeza negra y pasaporte sueco. Cualquiera entiende las grandes ventajas de saber hablar sueco en Suecia. En primer lugar, siempre es muy conveniente poderse comunicar y comprender cuando a uno le dicen maldito cabeza negra, diablo extranjero, ¡cierra el hocico!, ¡vete al infierno!, ¿qué diablos viniste a hacer aquí?, y otras elegantes expresiones idiomáticas que no es del caso reproducir para no espantar a las señoras y señoritas cabezas negras que me están leyendo. En segundo lugar, siempre es muy agradable poder decir en sueco por favor, no me hable en inglés, yo entiendo sueco, aunque invariablemente ocurre que la persona que le habla a uno insiste en hablar inglés. ¿Han notado ustedes que todos hemos aprendido mucho inglés aquí en Suecia? ¿Han notado que los suecos entienden perfectamente nuestro inglés espantoso y en cambio no comprenden una palabra cuando intentamos hablar sueco? ¿Han notado que los suecos se molestan terriblemente cuando intentamos comunicarnos en sueco y en cambio se ponen muy amables y simpáticos cuando decimos eskiús mi, kan yu jelp mi, plis? O sea que el sueco siempre nos servirá para descolocar, desconcertar, sorprender y dejar con la boca abierta a nuestros interlocutores ocasionales, lo cual es muy divertido. En tercer lugar, el sueco es un idioma absolutamente necesario para podernos comunicar con nuestros amigos y compadres turcos, curdos, iraníes, palestinos, somalíes, eritreos, iraquíes, bangladesios, pakistanos, en fin, con todo el universo de cabezas negras que constituye nuestra vida social. Como los suecos no quieren conversar nunca con nosotros, ni nos invitan a sus fiestas, pues tenemos que buscar un idioma más o menos común para entendernos con los inmigrantes de otras nacionalidades. El resultado será maravilloso, pues aprenderemos millones de cosas de otras culturas y de otros pueblos, probaremos comidas exóticas y nos embriagaremos con las exquisitas bebidas de todos los países bárbaros del mundo. Algunos principios básicos Dicho lo anterior, conviene explicar algunos principios elementales para el aprendizaje de cualquier idioma, y en particular de la lengua sueca. Comenzaré por explicar el misterio de la unidad entre el lenguaje de la palabra y el lenguaje del cuerpo. Cada idioma tiene su forma de expresarse con sonidos y con gestos corporales. Por ejemplo, cuando un italiano saluda a su mamá, dice ¡Ciao, mama! y al mismo tiempo agita los brazos con tal entusiasmo que la turbulencia del aire mata cien moscas instantáneamente. Cuando un latinoamericano dice ¡Hola, mamá!, hace unos cuantos gestos con la boca, los ojos, las cejas, las orejas, la cabeza, los brazos y las piernas. Bastan unos pocos años de saludar a la mamá, al papá y a los amigotes, para que el pobre latinoamericano tenga una respetable colección de arrugas en la cara y unas ojeras imponentes. Y así por el estilo, cada lengua tiene sus gestos propios. Lo característico del sueco es que uno no debe, por ningún motivo, hacer ningún gesto. Si usted va a decir en sueco: Una bomba ha explotado en mi casa y toda mi familia ha sido aniquilada, debe decirlo de manera que apenas se note el movimiento de los labios. El cuerpo no debe decir nada, absolutamente nada. Los brazos deben permanecer quietos a lo largo de los costados. La respiración debe ser fría, pausada, perfectamente controlada. A esto se le llama ser lagom (palabra que puede significar medido, mesurado, ajustado y mil cosas más que se aproximan a la temperatura del frío absoluto). El idioma corporal es, como se ve, muy importante. A veces podemos ver en la televisión las lamentables y ridículas escenas de algunos latinoamericanos con pretensiones de liderazgo político, que hablan sueco y gesticulan como un cerdo en trance de ser castrado. Los pobres idiotas son bilingües: hablan sueco con la boca, español con el cuerpo. Lamentable. Los suecos que ven este espectáculo no entienden nada, quedan espantados y acuden presurosos al sicoanalista para que les alivie el trauma producido por tan dramática escena. Lo peor de todo es que esos cabezas negras aprendices de políticos no se dan cuenta del horrible efecto que causan y siempre están convencidos de que son unos genios del idioma. Y gritan, gesticulando como basiliscos histéricos: ¡Hay que aprender el sueco! ¡Hay que asimilarse! ¡El idioma es la identidad! ¡Hay que asumir la identidad sueca! ¿Asimilación o integración? Y con esto llegamos al segundo principio básico de nuestro aprendizaje: no hay que asimilarse. La asimilación es la negación de la propia identidad. La asimilación es la renuncia a la propia cultura, a la integridad íntima, profunda, que tenemos grabada desde las más hondas raíces de nuestra historia social y cultural. Solamente se asimilan los serviles, los que tienen alma de esclavos, los Tíos Tom, los que tienen vocación de traicionarse a sí mismos y a su origen. La asimilación es el programa de los nazis y facistoides para los pueblos y culturas que quieren esclavizar y a los cuales desprecian. La asimilación es la suerte perra de los renegados, los vendidos, los que carecen de columna vertebral. Cuando un ser humano digno aprende otra lengua, se integra, se enriquece, pero no se asimila. Integrarse es llegar a la otra cultura aportando y enriqueciéndola con la cultura propia, entregando generosamente conocimientos, tradiciones y costumbres que puedan ser útiles a los otros, y recibiendo con generosidad aquello que pueda ayudarle a desarrollar y fortalecer su identidad. El que se integra tiene orgullo de su cultura, no se avergüenza de su pueblo ni de su historia, no suplica que lo acepten como un gusano miserable, sino que afirma su integridad y su dignidad. El que aprende nuevos idiomas con sentido de integración jamás renuncia a su lengua materna y nunca pierde de vista lo que sus antepasados han aportado al patrimonio común de la humanidad. Y, para decirlo con pocas palabras, no veo yo por qué tendríamos nosotros, los latinoamericanos, que suplicarle a nadie un gesto de amabilidad o de aceptación. Les hemos dado las papas, los tomates, las paltas o aguacates, millones de plantas medicinales, el chocolate, un festín de manjares exquisitos. De nosotros obtuvieron oro y plata hasta quedar hartos y enriquecidos para cien siglos. Todos los días les damos la música más bella del mundo. Nuestra literatura les ha mostrado cuánto somos capaces de crear. Tienen sus museos repletos con nuestras obras de arte, producidas por centenares de pueblos, a lo largo de miles de años. ¿Por qué tendríamos, entonces, que abandonar todo eso y asimilarnos, como pretenden algunos desertores de nuestra cultura? ¿No se ha llegado acaso la hora de que exijamos que este pueblo aprenda también algo de nosotros? Y aquí termino, porque con mi argumentación estoy a punto de romper el teclado del computador. La próxima semana discutiré un poquito la idea fascistoide de que el idioma es la identidad. Solamente les digo, como conclusión de esta nota: aprender una lengua es un proceso ideológico, no un ejercicio de loros. Hasta la próxima. |
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