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23-Agosto-2002

 

Ascensores de Valparaíso

 

Escribe Juan Cameron

Tengo una imagen ya concebida acerca de los ascensores. Nací en este puerto y los he presentido desde niño, bulliciosos y fatuos, para esfumarse tras un breve ascenso. Cuando pequeño los sabía un invento de Valparaíso. Después conocí el funicular de la capital, supe de los aparatos lisboenses y de otros esparcidos por el mundo, subí al café de Strindberg en Estocolmo por uno similar al del cerro Polanco y, hace algunos meses, junto a los poetas Mauricio Barrientos, Gonzalo Contreras y Sergio Holas, ascendimos, en la vieja Hungría, al Castillo de la Reina por el Budavári Sikló.

Y si bien no es de nuestro invento, los ascensores constituyen casi el único puente entre la urbe y el océano, esa otra parte de la mirada porteña. Porque Valparaíso es una ciudad de espaldas al mar. Mira tanto a Santiago así la metrópolis mira hacia otra parte. Valparaíso utiliza este desierto azul así un abrigo de brillo y de prestigio.

Desde los ascensores, en cambio extendemos la mirada para ver, más allá del horizonte, esos barcos que cargados de containers parten al Norte llevándose los productos de la tierra para regresar, como cuentas de vidrio, con extrañas maquinarias y artefactos.

Según algunos se trata de un medio de transporte, un vehículo de turismo o una solución; según otros es una casa que sube y baja, un vapor encallado en la quebrada o un poema de utilidad pública. Pero están allí y son los símbolos que identifican a esta vieja ciudad, aunque contrariamente a lo que se estima, han sido poco cantados por los poetas. Algo han dicho los gráficos en cambio.

Y en tanto elemento de la tradición cultural han sido objeto, en forma esporádica, de la atención de la autoridad. Diversas gestiones han logrado recuperarlos y restaurarlos, a veces bajo el recurso de la expropiación.

Cada uno de ellos tiene su historia y ésta es parte de su memoria colectiva: una espina dorsal que se fija en la mirada de cada ciudadano y se instala su particular existencia.

Los ascensores porteños tienen, como sus cerros y sus habitantes, diferencias sociales y económicas. Algunos, los de los pobres, cumplen funciones laborales y conectan a la población con el plan donde, como en las márgenes del Nilo, se encuentra el légamo y el sustento.

Los cuatro primeros ascensores, Barón, Lecheros, Larraín y Polanco, pertenecen al acceso a la ciudad, tanto por Santiago o Viña del Mar, y habitan la ladera oriental pegada al continente. Los del centro, Monjas, Mariposa, Florida y Espíritu Santo, son utilitarios e integran el Valparaíso en sí, negado al turista pero abierto al ojo lector del paseante bien informado. Un tercer grupo lo integran los tres elegantes, Reina Victoria, Concepción y El Peral, que acceden a los cerros Concepción y Alegre. Inflan sus pechos al mar y suben y bajan a turistas con cámaras y filmadoras, a los herederos de los refundadores extranjeros y a los seductores de buen nivel gastronómico. Integran un sector condenado a ser Patrimonio de la Humanidad, como si ya no lo fuéramos todos los habitantes de esta bahía, y reciben los innegables favores de los ojos del mundo. Son los regalones y los regalados. Los cuatro últimos, San Agustín, Cordillera, Artillería y Villaseca, pertenecen al puerto junto a sus gentes, mitos y océano enfrente. Tienen olor a gaviota y su horizontal apunta al norte, a la salida de un extenso golfo, para controlar el movimiento naviero. De ellos, el más visitado es el Artillería.

Pero este puerto ha crecido y se extiende raudo hacia el interior. Un último y olvidado ascensor, el Metro Automotor, o Metroval, avanza y atraviesa sus lomas y antiguos viñedos, ahora cubiertos por nuevas poblaciones. Sus líneas son horizontales y suben hasta la ciudad de Limache, hacia los dormitorios de la urbe devoradora de sus propios márgenes.

Es un ascensor, no cabe duda. Ni siquiera una metáfora o una hipérbole de sus congéneres. Porque también el plan es de alguna manera el mayor o el más importante cerro de Valparaíso.

La idea puede parecer un tanto extraña; pero no desafortunada. Si revisamos la literatura escrita en estas calles, sus canciones, anécdotas, ensayos y poesías, todo pareciera ocurrir en esta delgada imagen del país cuyo cerro es, como en las postales, un muro que lo separa del inmenso Océano Pacífico. Por eso decimos que Valparaíso es una ciudad de espaldas al mar.

Y si nos detenemos sobre el Molo de Abrigo, en la bahía, y observamos la península de Playa Ancha en cuya ladera anterior se posa la ciudad, podremos dividir esa imagen en varios pisos o sectores.

En primer lugar, encontraremos el plan, como una línea casi invisible de cuya base emergen los edificios públicos. Entre esta línea y el Camino Cintura -la Avenida Alemania- se sitúa el punto intermedio hasta el cual acceden los casi quince ascensores en actividad.

La razón es simple; allí se ubicaba, a comienzos del siglo anterior, el sector residencial y los terrenos de los principales ciudadanos. Desde ese punto y hasta el Camino Cintura, lugar poblado hoy por la clase media, vivían los trabajadores y sus familias. Hoy sólo unos pocos cerros, entre ellos el Cordillera, conservan tal característica.

Por sobre el Camino Cintura y hasta la cima, en ese lugar donde Valparaíso ya es Playa Ancha, encontramos tres segmentos diferentes. El primero está plagado de construcciones donde prima el cemento, el adobe y la madera, cubiertos por planchas de zinc. El siguiente cuenta con una construcción pobre y desordenada -cortada a pique en su imaginaria superficie- que se apoya en palafitos y ocasionales murallones de piedra. Y a partir de su límite, y hasta la cumbre, existe aún un paño breve y deshabitado con algunos bosquecillos y escasa vegetación por sus quebradas.

El Puerto tiene seis pisos y sólo hasta el segundo llegan los viejos funiculares. Los artistas, los viajeros y los remolones, quienes no suben al Automotor a beber la cerveza limachina, tampoco alzan su vista. A diferencia del nativo miran la ciudad en su planicie y cantan solamente a cuanto ella pueda tener de hospitalaria; o de tarjeta postal.

Por eso se dice, como ya lo hemos repetido tantas veces, que Valparaíso es sólo una vieja postal de la República.



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