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19-Julio-2002

En los setenta años de Pedro Lastra Salazar

Canción del pasajero

 

escribe Juan Cameron

Lastra es uno de los pocos sobrevivientes de la Generación del 50. Sin embargo su nombre es infrecuente en las largas listas patrias y ello se debe a su lejanía y a la brevedad de una obra que, por más intensa y pura, sigue siendo desconocida en su país y en el continente austral. La reciente edición griega de su antología significa un merecido homenaje, uno de los primeros, para este joven poeta chileno.

A mediados de mayo, rodeado de antiguos alumnos y de nuevos y permanentes colegas, el poeta Pedro Lastra celebró sus setenta años de vida. Durante el homenaje, en la Universidad de Pécs, al sur de Hungría, se hizo mención a su obra y, en especial, a la reciente antología Canción del Pasajero, que en edición bilingüe y con traducciones de Rigas Kappatos, apareciera en Atenas hacia fines del año anterior.

Kappatos es un conocido nuestro. Ya junto a Enrique Lihn, y al mismo Lastra, había entregado algunas traducciones de poetas griegos a nuestro idioma, y está fuertemente vinculado al mundo académico hispanohablante de Nueva York y de otras ciudades universitarias de los Estados Unidos.

Pedro Lastra en cambio, a pesar de ser un nombre recurrido en las letras nacionales, no ha sido un poeta para el gran público. Su larga experiencia como profesor lo establece en cambio en esas listas; y de allí la fuerte presencia y emoción concelebrada en Pécs.

Nació el poeta en la ciudad de Quillota, en el centro del país, en 1932; pero su infancia y adolescencia transcurren en Chillán. Egresó primero como Profesor Normalista y luego continuó estudios de Pedagogía en Castellano en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. En 1968 emigró a los Estados Unidos donde se desempeñó en la docencia en Buffalo, Saint Louis, Missouri y, sus últimos años, en Stony Brook, en la Universidad de Nueva York.

Antes de su partida hizo crítica literaria para La Discusión, en Chillán, y luego se dedicó a la investigación, siendo designado miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua. Con anterioridad ha publicado La Sangre en alto (poesía, 1954), Traslado a la mañana (poesía, 1959), Y éramos inmortales (poesía, 1960), Muestra de poesía hispanoamericana actual (ensayo, 1973), Antología del cuento chileno (Grecia, 1974), Noticias del extranjero (poesía, 1979), Conversaciones con Enrique Lihn (1980), Antología crítica de Julio Cortázar (1981), Cuadernos de doble vida (poesía, 1984), Relecturas hispanoamericanas (1986) y Asedios a Oscar Hahn (1990, en colaboración con Lihn).

Es hora de rescatar a Lastra. Su aparición tardía para la Generación del 50, copada ya por la consagrada obra de Enrique Lihn, Jorge Teillier, Efraín Barquero, Armando Uribe Arce y Alberto Rubio Huidobro -y también por Miguel Arteche, seamos justos- poco le deja a este poeta vital cuyo desarrollo ocurre fuera de las marcas nacionales.

Su poesía concentrada y epigramática, por otro lado a muchos les señala una obra de fuero menor. Su propio traductor indica en el prólogo a la versión griega (que por supuesto proporcionara, en castellano, el mismo autor) que «el tono bajo y la disposición pesimista se unen en el poema para expresar la pasiva aceptación de las reglas de una eficacia que existe y tiene su función más allá de nuestra voluntad». No existe tal entrega; no es así del todo, al menos. La peculiar economía de lenguaje y su concentración semántica es obra, sin duda, de una rigurosa selección y mejoramiento de sus textos. En Ya hablaremos de nuestra juventud esta capacidad se enriquece con el ritmo y consigue lo que en poesía se denomina «situación»: el encuentro del entorno y de la versión del poeta en un todo que sólo transmite lenguaje. Dice, en la última estrofa: Hablaremos sentados en los parque/ como veinte años antes, como treinta años antes/ indignados del mundo,/ sin recordar palabra, quiénes fuimos,/ dónde creció el amor,/ en qué vagas ciudades habitamos.

Ese yo colectivo pareciera exudar una nostalgia irremediable. Pero si el lector apunta el ojo a las unidades más básicas del texto -la sílaba, el acento, el morfema, la repetición de consonantes, por ejemplo- verá que el poeta construye una composición «musical» para producir tonos (y en el caso específico evocaciones) en su oído más fino. Este recurso, de alto oficio por supuesto, lo repite varias veces y así ocurre en su breve Copla: Dolor de no ver juntos/ lo que ves en los sueños. Allí ver y ves, aunque posibilidades de un mismo verbo, son dos realidades que se unen en orillas opuestas, tal como el paralelo de las vocales e-u-o y u-e-o con que termina cada verso une en la imagen de quien lee, las absolutamente opuestas existencias de dos entidades muy diversas.

Es cierto que Pedro Lastra lee y reescribe y republica sus mismos y anteriores textos. Es su forma de trabajo. Y con estas breves contribuciones a la confusión general (Kappatos sostiene que no alcanzan a los cien trabajos) crea sin embargo un mundo propio y un lenguaje sostenido en la conversación interior del texto. Aquella donde en definitiva se entrecruzan las imágenes del productor y del consumidor en una Canción del pasajero.

Y así como merecido fue el homenaje rendido aquella tarde de mayo en la Universidad de Pécs, aún más merecida sería su consideración como poeta, tanto en esta tierra como en las otras.



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