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Sobre pioneros y soñadores El habitante del cielo |
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escribe Juan Cameron La más reciente novela del chileno Jaime Collyer propone reinventar la utopía a través de un supuesto -e injustamente olvidado- héroe de la aviación temprana. La metáfora pone al lector al servicio de tal idea y lo traslada a un territorio fantástico, más allá del simple placer de su escritura. Sin duda Jaime Collyer ha ido instalando en forma silenciosa y constante, su nombre en la más reciente novelística chilena. Junto a Ramón Díaz Eterovic, Alejandra Costamagna, Luis Sepúlveda, Hernán Rivera Letelier, Gonzalo Contreras y Roberto Bolaño conforma el grupo más destacado de su género en la última década. Así lo prueba con su más reciente novela, El habitante del cielo, editada en Biblioteca Breve de Seix Barral a comienzos de este mes. Collyer nació en Santiago en 1958. Estudió psicología en la Universidad de Chile y Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas en Madrid. Entre sus libros figuran las novelas Los años perdidos (1986), El infiltrado (1989) y Cien pájaros volando (1995) y las recopilaciones de cuentos Gente al acecho (1992) y La bestia en casa (1998). En 1979 obtuvo el Premio Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago, el Premio Novela Corta Ciudad de Villena, en 1985, y el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, el de mayor importancia en este país. El habitante del cielo nos cuenta de un tal György Nagy, quien nació y vivió en Salvi, un pueblo en la frontera austro húngara, entre 1860 y 1899. Emulo de Otto Lilienthal, este campesino húngaro va de fracaso en fracaso hasta conseguir volar, y morir en el intento, un supuesto sábado 14 de diciembre de 1899. El arte de volar no es reciente en nuestra historia. El monje Roger Bacon que en el siglo XIII ya adelantó «que el aire podía soportar un ingenio lo mismo que el agua» y varios hicieron aportes teóricos a la materia, como Leonardo da Vinci en 1499, la del Reverendo John Wilkins obispo de Chester, con su Mathematic Magic (1648), , de Giovani Alfonso Borelli, autor de De Motu Animalium (1680). Otros más idearon máquinas, como la nave de esferas del jesuita Francesco Lana en 1600 (autor del Podromo dell´Arte Maestra), el Passarola, en forma de nave pájaro diseñado por Laurenço de Gusmäo, el Buque Volante de Jean Pierre Blanchard de 1781, o el Pez Volante, de José Patiño, propulsado a remos, representado en un viaje por aire de Plasencia a Coria. Pero fue Clement Ader (1841-1925) un inventor francés, trabajaba en la Administración de Puentes y Caminos en Toulouse quien, en su aparato el Eole, cuyas alas estaban inspiradas en las del murciélago Kirivula de la India y con un motor a vapor de 20 HP, se elevó por primera vez en la historia, el 9 de Octubre de 1890 en el parque del castillo de Airmain Villiers. Aunque después los hermanos Wright se llevaran el crédito. Ader fue el primero en llamar avión a estos aparatos. Por lo menos en su solicitud de patente de invención en el año 1894 lo define como aparato alado para la navegación aérea llamado Avión. Entre medio hubo algunos románticos, como el berlinés Otto Lilienthal (1848-1896) autor de El vuelo de las aves como fundamento de la Aviación y El Problema del vuelo . Experimentos de Planeo, quien se mató el 9 de agosto de 1896; o el francés Octavio Chanute (1832-1910), quien construyó varios planeadores y volaba hasta los 68 años de edad. En su ficción, Collyer, logra trasladar al lector a un paisaje real, que podríamos ubicar en la región de Sopron al noroeste del país, en el lago junto al Pomodoro, según aclara al comienzo de la novela. El narrador, ayudante del pionero temprano -y tempranamente olvidado- de la aviación mundial, reconstruye la historia de György Nagy (literalmente «Jorge el Grande») a través de los cuatro intentos llevados a cabo en sus respectivos proyectos Fénix. Los tres primeros no consiguen hacer volar al héroe; pero sí estrellar sus huesos en patéticos aterrizajes que le llevan a la vez al escarnio o a una muy transitoria gloria. El Fénix IV, en cambio, se eleva y se clava en los hielos para culminar así la rápida y elevada vida del pionero Nagy. Nagy es un personaje muy nuestro. Quiere alzar vuelo con su propio impulso, sus piernas o un velocípedo, pero detesta estudiar las normas elementales de física o aerodinámica puestas en boga por sus colegas inventores. Detesta, además, la propulsión a motor, cuyos indicios por entonces proponen algunos «aeronautas». Simplemente la voluntad y la creación, llevada a cabo en el gallinero de su hogar campesino, lo han de conducir a la gloria. Jaime Collyer se identifica con sus personajes. Su relato se convierte en un sentido homenaje a los románticos, los fracasados, los marginados del discurso oficial. Llevado, además, con extraordinaria soltura y una aparente simpleza, resulta entretenido para el lector y, su fluidez, facilita la conversión de esta metáfora en una historia demasiado creíble en su ambientación. El hecho de elegir un escenario distinto al suyo y al de sus lectores es un recurso novedoso en nuestras letras. Si bien el territorio del exilio (y de la academia) se ha incorporado poco a poco a la novela nacional, el plantear la historia en un ambiente del todo extraño, al menos para el gran público hispano hablante, no deja de ser un esfuerzo plausible en pos del personaje que habita la escritura. El habitante del cielo rescata estos valores al parecer perdidos para el pensamiento contemporáneo. La aventura y el vuelo son dos tópicos que, con mucha dificultad, podríamos encontrar en el terrenal espacio que ahora nos cobija. |
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