Por Juan Cameron. La poeta talquina Stella Corvalán (1910-1994) fue una suerte de ave de paso en la poesía chilena. Tras una larga estadía en Europa, donde edita varios de sus libros, regresa al país y es conocida solamente en las reuniones del gremio de escritores. A más de una década de su partida es rescatada por investigadores y jóvenes lectores nacionales.
Una reflexión ya repetida -y por cierto nada original- es que al retomar la obra de un artista estamos en verdad haciendo una revisión de su trayectoria y, por reflejo, de nuestra propia existencia. Quizá a eso se deba la atracción por las biografías. O por las simples crónicas, como ocurre en esta. Stella Corvalán, por citar un buen ejemplo, era una poeta desconocida para los círculos intelectuales de la época, aunque admirada en ciertos circuitos considerados de menor importancia en este ámbito.
Sin embargo, al revisar las páginas virtuales vinculadas a escritores nacionales sorprende el leer, en la nota de una joven creadora santiaguina, una mención en defensa de esta poeta. Este interés, nacido propiamente del ejercicio literario, resulta una muy buena señal para reiniciar su lectura y reconocerla al paso de los años.
A Stella Corvalán se le veía con frecuencia a comienzos de la década del setenta, en la sede de la Sociedad de Escritores de Chile, en calle Almirante Simpson 7 de Santiago. Aún se le recuerda como una dama amable y educada y cuya fotografía ilustra hoy alguno de los ya gastados salones del gremio. Su recuerdo y el de una acelerada vejez está presente sin embargo en los socios mayores de la SECH.
Tuvo una trayectoria extensa e intensa a la vez. Nacida en Talca, el 23 de noviembre de 1910 (algunos anotan 1911) quedó huérfana a los cuatros de edad, siendo criada por una abuela en la más nortina Rancagua. Tras la muerte de aquella, y ahora al cuidado de una tía, finalizó sus estudios secundarios en el Liceo 8 de su ciudad natal. Su rápido desarrollo literario le permite obtener varios certámenes de la época y -junto a la admiración de sus pares- una inevitable acusación de plagio por parte de un profesor. En los años siguientes egresa de la carrera de Derecho en la Universidad de Chile, sin titularse de abogado. Sus primeros trabajos no tardan en aparecer en revistas argentinas, circunstancia que favorece la edición de su primer libro, Sombra en el aire, casi a los treinta años de edad.
La poeta Silvia Rodríguez, talquina también, la rememora como una figura viajera y comprometida con el oficio. En su nota "La cristiana errante" -apelativo que le asignara Giovanni Papini- menciona sus jornadas en Copenhague y en París, donde dicta una conferencia sobre Juana de Ibarbouru, a las que debe agregarse Madrid, ciudad en la que edita varios de sus últimos libros.
Conocida y callada a la vez -el amor y el olvido son siempre las dos caras de una misma pasión- la poeta describe aquel destino en su logrado poema Preludio, fechado en Buenos Aires el 31 de diciembre de 1947: "Tan lejana y fugitiva fue mi fiesta,/ que ni yo que a sorbos lentos la bebía,/ la sorprendo detenida como légamo de sedas/ en la copa vacilante del ocaso./ Fue tan mínima y tan casta. Se apoyó en un juramento/ y en un cruce de promesas./ Hoy le busco a su pisada huellas fieles,/ y no encuentro nada más que un fugitivo/ tremolar de antiguos párpados."
Este reconocimiento -más que la oportunidad propicia para rendirle tributo y homenajear su nombre que- es producto de la investigación y del esfuerzo de destacados estudiosos de la poesía en Chile. Eugenia Brito dice en su Antología de Poetas Chilenas (Ed. Dolmen, Sgo., 1998) que Stella "se caracteriza por su capacidad de evocación de lo ausente y la capacidad de organizar en sus textos lo que políticamente se denomina lo femenino"; Y para Naín Nómez, en el Tomo III de su Antología Crítica de la Poesía Chilena (Ed. LOM, Santiago, 2002), "la pasión, el mundo futuro, el deseo, el erotismo, la carencia, van desglosando una serie de temáticas que, dicha con propiedad por Corvalán, le injertan un aire personal a si obra". En otras palabras su texto en forma y significado conforman un estilo propio, elogia que siempre se busca escuchar cuando este oficio nos elige como iniciados. Y Silvia Rodríguez agrega que "es poesía pura, sus composiciones no tan sólo se asoman, sino que traspasan el límite donde desemboca horizonte y cielo, llevando tras de sí melancolía, gozo para embriagar con su lira la vibración de los sentimientos, el matiz de la naturaleza".
La visión de Nómez es en todo caso la más objetiva. Reconoce que este desarrollo se produce tras sus primeros libros, cargados de imágenes simples "que recurren a fórmulas románticas y modernistas ya un tanto repetitivas". Sin embargo este mismo estudioso agrega a continuación "pero siempre la salva una cierta pasión desmedida, un aire de dolor auténtico que tiñe sus versos y los va cubriendo de espontaneidad necesaria". Esta misma reflexión queda al leer la magnífica selección que hace Brito en su trabajo: Poemas para el hijo en los aires, Muerte antigua y Últimas palabras, entre ellos.
Compartida por moros y cristianos es citada con frecuencia, tras su regreso a Chile, en trabajos y antologías, desde Ximena Adriasola y María Urzúa a Nina Donoso, desde Raúl Silva Castro a Claudio Solar. El evidente sentimiento de sus textos contribuye a ello. De hecho, uno de los primeros en difundir masivamente su trabajo en el país es Carlos René Correa en su antología Poetas chilenos del siglo XX. Los dos tomos editados por Zig-Zag, en 1972, en cinco mil ejemplares, fueron sin duda un aporte necesario -aunque bastante incompleto como documento- para obtener cierta visión del panorama literario nacional centralizado en la SECH. El trabajo de Correa permitió, por ese entonces, conocer por primera vez la escritura de varios autores en vigencia a los jóvenes de la época. Y allí reside su valor.
Stella Corvalán Vera (1910-1994) es autora de los poemarios Sombra en el aire (1940), Palabras (1943), Rostros del mar (1947), Alma (1948), Geografía azul (1948), Amphion (1949), Responso de mi sangre (1950), Sinfonía del viento (Madrid, 1951, prólogo de Pío Baroja), Cabaret de horizonte (1953), Diez obras (1953), Memoria vegetal (1954), Sinfonía de la angustia (Madrid, 1955, prólogo de Papini), La luna rota (Madrid, 1957, prólogo de Francis de Miomandre) y Jardín de piedra (1959).
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