inicio | opinión | notas | cartelera | miscelanea sueca | suplementos | enlaces 20-febrero-2009

Miedo y soberbia

 

Por Ángela García.

Todas las guerras tienen orígenes que se remontan lejos en el pasado de la humanidad. Todas las guerras son una herencia que hemos sido incapaces de sacudirnos. Una fabulosa cantidad de seres humanos son leales a las guerras como si lo más sagrado de su condición estuviera en el libelo de sangre y en la oscuridad. Se ha exaltado hasta la divinización el heroísmo y el valor de los guerreros como imagen de la belleza, hasta el punto que se ha vuelto sentido común. En la figura ígnea del guerrero se encuentra la aquiescencia de todas las culturas, como una lógica universal que jamás se pone en entredicho. Y sin embargo es en la guerra donde encontramos la más fidedigna representación de la extraordinaria vulnerabilidad humana: la urgencia de vencer a otro.

El deseo de subyugar es el infierno primero. El mito del dominio estrechamente unido a las teorías de conspiración es el más antiguo contaminante del aire, asfixia la inteligencia, inutiliza la completa conjugación de los sentidos, pervirtiendo el primero de ellos el de la existencia. El mito del dominio viene aunado por lógica al ejercicio de resistencia, el combate por la libertad que en el lenguaje convencional conocemos como rebelión. Hoy por hoy es la izquierda que acarrea consigo las ideas revolucionarias de los derechos humanos y un tardío movimiento hacia el humanismo. No tengo palabras propias para ninguna guerra pero me acosa la necesidad de enunciar desde una comprensión personal el lenguaje de la guerra, para la ocasión entre Palestina e Israel, consciente de que por pretencioso es un intento ingenuo. Pero también arrima mi mano hacia el intrincado tema, el parentesco entre la brutalidad empleada por Israel para expropiar los aborígenes palestinos y la de otros gobiernos con sus propios aborígenes y campesinos en otras regiones del mundo, siendo Colombia el caso más ostensible en Latinoamérica.

La diáspora judía prevista ya en la época grecolatina, se hizo más real cuando las tropas de Adriano eliminaron casi 600.000 judíos en lo que se llamó la Tercera Gran Revuelta en 132 a 135 D.C. Desde entonces abocados a una asimilación forzada a veces, los judíos navegaron el tiempo convirtiéndose en ciudadanos del mundo, abrazados al estudio de la Torá. Desarrollaron el arte, el comercio, la ciencia haciendo evidentes aportes a la humanidad, sin descuidar el arte de la guerra. La dispersión no hizo otra cosa que afianzar su identidad, pese a las divisiones de grupos, hasta que la institucionalización del concepto Nación producto de diversos enfrentamientos planetarios a finales de 1900 les hicieron contemplar con rabiosa nostalgia la idea del Retorno, una de las mayores mentiras que se pueden contar a sí mismos los seres humanos. Los palestinos, trabajadores de la tierra, de naturaleza pasiva propia de organizaciones tribales, pastores, buscadores de agua y oasis, su azarosa convicción en la superioridad masculina; un pueblo cuya baja guardia o por lo menos exigua resistencia fue secularmente aprovechada por los imperios, y aún aprovechada por sus propias autoridades e imanes, los palestinos habían creado una fisura redituable para la creciente desesperación de los judíos y su nueva premisa ¿un Estado para un pueblo? estampada por Theodor Herzl a finales del siglo XIX y ejecutada años más tarde al modo Ben Gurion.

Primero abotagados en su arrogante mundanalidad y luego diezmados, humillados y aterrorizados por el nazismo, los judíos desaguaron en Palestina toda su sed de patria en procesos diferentes, más violentos que pacíficos, combinando al comienzo la negociación de tierras, -cuando todavía respetaban el olivo y el trigo de los nativos, las viñas del abuelo de Darwish- y luego con sistemático cálculo o extrema crueldad al estilo Irgún en Deir Yassin. No puede decirse que sólo el abominable holocausto concitador de la anuencia de las naciones transformó la invasión en un derecho propio de los israelitas, pues que un plan de regreso ya se había puesto en marcha y lo que debería ganarse mediante la estrategia del diálogo y el intercambio de servicios, se convirtió a una velocidad ciega en usurpación. Y hete aquí que cuando los palestinos salían de una difusa credulidad y despertaban apenas a su propia soberanía, sin todavía los gajes necesarios de la defensa, sin la formación propia para un autogobierno, los ocupantes los lanzaban al exilio, y un territorio que se llamaba Palestina se denominaba casi de la noche a la mañana Estado de Israel.

Por supuesto que es demasiado atrevido resumir así la historia, más en cuanto somos el ápice de esa historia, es preciso volver a ella aún ahora que todos tenemos la sangre caliente ante la visión que avergüenza y subleva, de cuerpecitos ensangrentados, ojos fijos en la incomprensión del humo y la destrucción, innumerables techos derruidos y sólo ruinas tras los vanos de las puertas de los hogares palestinos. También está la sangre caliente del otro lado, del lado de quienes se apertrechan tras 8 metros de altura y 120 kilómetros de un muro que alarga su sombra. Ellos que sienten encima de sus techos, intactos todavía, el zumbido de la muerte, contraparte natural de la ofensa, los gritos desesperados y las miradas de la impotencia convertida en odio, el aprendizaje de la guerra, las raquetas, las bombas suicidas. El miedo y la rabia demonizan de ambos lados, acicalan las armas siguiendo la misma complejidad psíquica. El ser humano es el mismo en ambos lados, parece absurdo tener que decirlo, el mismo sistema de neuronas que el poder y la elemental supervivencia se disputan. Más la proporción de muertes es claramente acusatoria y por eso los motivos de Israel hace rato que son indefendibles para sus propios aliados.

Las responsabilidades se miden por los caballos de fuerza del poder. Harto sabemos que éste no tiene en cuenta las víctimas más que como piedras reutilizables para sus torres de razones. Sin embargo se sabe que hay una población palestina y una población israelí en pugna con las determinaciones de sus líderes, pese a las obviedades manejadas por los medios y la carga simbólica de las banderas regresando al pasado, con sus imanes y rabinos azuzando el pié de fuerza, mientras la tecnología se precipita del alfanje y el arcabuz a la bomba y al misil.

Al interior de Palestina hay una gran división. Al interior de Israel hay una gran división -constatada en las recientes elecciones. Y éstos que se oponen a sus líderes forman un pueblo dentro de los dos pueblos, otra inteligencia hablando una lengua reunida en la defensa de la vida, por el derecho a tomar el café con azúcar, no con sangre como lo dijo Darwish. Y creo que este pueblo cuya bandera y arsenal está hecho de sus propios cuerpos buscando el aire que no está en los metros cuadrados sino en la salud del planeta, buscando pastos frescos; cuerpos que no quieren ser ataúdes en el territorio natal convertido en fosa común deberían hablar más alto e imponer contra toda frialdad y cómputo metálico el raciocinio de la vida.



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