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Conversación |
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Angela García. Esto no es un artículo, pues tiene destinatario y está escrito en el tono peculiar de la conversación que no demanda el beneficio de las conclusiones. Por el momento tiene el aspecto de una carta, que envío a alguien cercano y lejano, con quien la cuna nos une, sin importar si él vive como yo fuera del territorio físico del que procedemos. Los muchos nombres de este amigo, sus muchos rostros -incluído el mío- y la rica mixtura de sus temperamentos, me imponen un atento ejercicio de abstracción, pero no por ello es ésta una carta abierta. Cuando se vive fuera, el país propio convertido en obsesión, nos mantiene en vilo, nos conduce desde su alma hasta su eco, lo buscamos de tantos modos que llegamos a conocerlo mejor que cuando vivíamos dentro. Porque nunca partimos totalmente, se sigue sufriendo el terror manifiesto y el encubierto, las mentiras urdidas en el adobado collage de la propaganda consumista y estatal. En realidad es el yo, la morada de una patria y en nosotros ella sigue actuando. Pero así como la proximidad entre las personas puede obstaculizar la mutua capacidad de visión, también la cotidiana convivencia en donde residimos puede adocenar los hábitos, hacernos víctimas fáciles de pasiones urticantes, proclives a la información filtrada, a la inducción o a míseras competencias que entre los protagonistas del escenario nacional escamotean la perspectiva de la confrontaciones urgentes o su degeneramiento en domésticos pugilismos. De igual manera, de lejos parece que recuperamos los contornos de un andar común, contemplamos nuestras reales proporciones. No digo que hay que ausentarse para ver y para saber cómo proceder, digo que una vez lejos por la razón que fuere, el país propio se alza a nuestros ojos con su poder y su vulnerabilidad. Uno distingue mejor sus rincones sombríos y sus llanos de luz y pareciera que todo podría resolverse mejor. Hablo de cómo nos vemos mutuamente a la distancia y que donde quiera que vamos, siendo territorio microscópico del país, seguimos respirando la atmósfera de nuestra lengua, la embrogenia de nuestros sentimientos. Desde lejos pareciera que sabemos mejor cuando perdonar y cuando ser implacables. En Colombia todo está discurriendo de modo vertiginoso. Cuando se quiere digerir un evento ya se han superpuesto dos o tres de igual o peor magnitud. Cuando se quiere considerar lo que sucede ahora, se develan hechos terroríficos de sucesos pasados que nos condenan a simas desconocidas de indignación y vergüenza. No es fácil hablarle a un compatriota sin caer en lo político, sociólogico, o en la historia bélica que nos ha dispersado. Como cualquier país del mundo donde la herencia colonial cosechó bien el germen de las castas de poder, la historia de la colonización en Colombia, jamás terminó con el grito de independencia. Desde el comienzo de nuestra historia los relevos del yugo neutralizaron la ira justa de los más agredidos y sojuzgados, -los grupos étnicos, los afrodescendientes, las clases más modestas-, al tiempo que comprometían toda su fuerza en la promesa de libertad. El grito que era de la mayoría fue cálculo de la minoría cuyo esmirriado concepto de libertad jamás se sacudió el prejucio racial y religioso. Toda esta trillada historia se vive en Colombia hasta la demencia, y sigue demostrando que no existen límites para la estupidez humana. Desde lo que sucede en una aldea, a lo que ocurre en un territorio más vasto, la problemática del mal y sus efectos en lo social hacen de cualquier país un paradigma humano y Colombia lo es. Hemos nacido allí, crecido allí habituados a la lógica mostrenca del concepto de los dueños, a tal grado inculcada, que la inmensa mayoría nunca lo puso en entredicho, como efecto de la resignación humillante ante su mortal poder. Desde la cuna sabemos que así funciona el mundo y quienes no se acomodaron fueron ayudados a encontrar una mejor vida, que el crimen no era crimen si lo ejectuba el poderoso. Y he aquí que el crimen sobre la población colombiana es de tal magnitud que los más pobres entre los pobres, los que buscan un hogar erradicados del suyo, las familias amputadas, los de cuerpos mutilados, los ya sin cuerpo hechos memoria o fantasmas, los ya oscuros extirpados de conciencia, toda esa caravana de sacrificados sometidos durante centurias en todas las guerras por todos los bandos, ni siquiera distinguen al timador en su propia sangre. Una mente por encima de todas ha logrado sistematizar la muerte con el servicio diligente de los que se llamaron dueños y se vale de la necesidad para que los hermanos se exterminen entre sí. Ya ni siquiera asombra que la civilización lo tolere o que lo usufructúe, asombra que entorne los ojos y se llame civilización. Cabe preguntarse todavía y dados los innumerables indicios de inteligencia también al servicio de la vida, si cierto grado de esta civilización acepte hoy lo que en Colombia parecía difuso y se vuelve -no sin la ayuda del desafuero- cada vez más nítido. Si la historia de nuestros gobiernos es la de una aberracción desenfrenada y cada nuevo gobierno se hizo digno heredero del anterior legitimando el delito, con cómplices locales y foráneos, también es evidente que el actual gobierno en su epopeya del absurdo, está consiguiendo que nos expliquemos como por primera vez el significado de palabras como delito, corrupción, impunidad, extrayéndolas de lo que parecía ficción. Está dando pruebas al mundo de que los accidentes de nuestra geología no son sólo de piedra, tierra y magma inmemoriales sino de huesos, sangre y fosas comunes recientes. El presidente actual tiene entre toda su panoplia una virtud atravesada: la de darle semejante relieve a los sucesos que dan prueba de la prevaricación descomunal cometida sobre más de 15 millones de compatriotas. Un mínimo de sensatez evitará que nos demos a engaño con cambios demasiado significativos, más hay que reconocer que en las urgentes movilizaciones que se han realizado a lo largo del año, involucradas una pluralidad de organismos civiles colombianos y de países vecinos se han activado procesos de conciencia donde se distinguen mejor las lealtades necesarias.
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