Ernesto Joaniquina Hidalgo
Desde el primer momento en que cayó en mis manos los comics de color sepia de "Memín Pinguín" comprendí que había llegado para quedarse y deleitarme con sus travesuras en mi infancia. Memín era aquel personaje menudo de raza negra con ojos enormes de labios protuberantes y singulares orejas como las de un abanico, el protagonista carismático de la historieta creada por la extinta escritora mexicana Yolanda Vargas Dulché y plasmadas en dibujos por las diestras manos de Sixto Valencia.
Memín es el héroe que surge de los avatares de nuestra historia y de este mundo desatinado que ha lactado mucho en la leche amarga de la intolerancia y los prejuicios raciales. Este nuestro pequeño adalid de la ternura tiene como escudo a la justicia, en la honestidad de sus actos sin perder la picardía de niño con la conmovedora ternura del amor a su "Ma linda" la estricta señora Eufrosina que se ganaba la vida lavando ropa. Memín irradiaba tolerancia, en su derecho a existir recordábale al incomprensible mundo que también existen angelitos y también santos negros como el limeño Martín de Porres "el santo de la escoba".
Estas historietas de nuestro pequeño travieso hace un tiempo atrás, fue una lectura obligatoria en las escuelas de Filipinas por el alto valor humano que impartía, también pasó la frontera del norte creando mucha polémica e incomprensiones, poniendo así en vilo al sistema de poder que no dudó en autorizar el retiro de estos comics de los puestos de venta en Estados Unidos, pero lo cierto es que éste sutil personaje influyó en la mente y el corazón del mundo hispanohablante, no lo afirmo pero por ahí vemos nuevos actores sociales como el arribo del afroamericano Barack Obama en una Casa Blanca que antes sólo acogía a presidentes blancos o en esa nuestra América morena que siente hoy en día los vendavales renovadores del cambio.
Memin Pingüín fue nuestro héroe predilecto en la infancia que hasta nos daba gusto de que nos llamasen Memin en un acto de reproche, lo cierto es que crecimos junto a los chavales de mi barrio con las historietas de este nuestro personaje canjeando las revistas que no dejaban de llegar como por arte de magia y de estas historias queda una bonita anécdota de "Memines" que tengo el gusto de contarles.
Era domingo de Corso de carnaval, la ciudad había amanecido mojada después de que negros nubarrones se descargaran en truenos y el cielo llorara a cántaros durante toda aquella noche de lujuria y de bohemia. La alborada estaba insensible con aquella atmósfera olor a tierra húmeda y conforme se iban disipando las sombras con el claro firmamento, el entorno adquiría un tono festivo de brisas cantarinas como los chiquillos de mi barrio que pese a esa fatalidad de la vida no habían extraviado sus sonrisas ni la ilusión de ser felices, algunos con los pies descalzos y sus ajuares zurcidos, con esas miraditas abismadas pero siempre traviesas, de mejillas perennemente rajadas por aquel inquebrantable frio de las serranías, de cabellos cortos y erizados como las de un puercoespín, portando siempre sus gorritos de lana o esas cachuchas al revés como las de Memín Pingüín.
Esa mañana glacial de febrero el cielo seguía gris, conminando con aquella inminente lluvia pertinaz que llegaría después, sin embargo, era un día especial, el centro urbano por donde recorrería el carnaval iba atestándose de gente, turistas ubicando sus asientos en graderías provisionales que bordea-ban aquella larga avenida y los am-bulantes vendecositas ofreciendo sus chucherías y baratijas, la vía estaba ornamentada de banderines de disímiles colores que pendían a cierta altura entrecruzando las calles, la alegría empezaba a sentirse, las mixturas y serpentinas, los confites, los globos y así se daba inicio al Corso Infantil de aquel domingo.
A lo lejos, desde aquella cobijada barriada mientras jugábamos placenteramente con nuestros trompos y canicas, se escuchaba el concierto de las bandas musicales que tocaban briosamente sus ritmos y el murmullo de aquella turbamulta que se daba cita en la entrada del carnaval, nosotros, abstraídos en nuestro mundo de niños, el entorno pasaba inadvertido hasta que fuimos interceptados por el amigo Mar-celino, un niño espigado como un alfiler y de cabecita pronunciada quien traía el mensaje de la cofradía " Negritos del Pagador" ofreciéndonos participar de aquella entrada de carnaval porque carecían de niños en su grupo de danza, nos quedamos patidifusos y suspendidos en el silencio, entrecruzamos miradas traviesas y de súbito rompimos en un desenfreno de júbilo y en tropel nos acoplamos a aquella improvisada comparsa, nos proporcionaron ropas acicaladas de cuyas mangas resaltaban unos borlones de seda y atiborradas con lentejuelas de colores, nos ofrecieron sombreros de jipijapa, tamboriles, maracas, güiros rasca-dores y por último nos dieron un retoque con betún negro de zapatos por toda la piel y en un soplo de tiempo nos vimos transformados en nuestros zambos de Chicaloma y Koripata que pervivieron con su cultura desde que irrumpiera ese bárbaro colonialismo y la llegada de estos con la travesía de Diego de Almagro en 1535 y su posterior asen-tamiento en las exóticas tierras de los Yungas en los albores del siglo 1600.
Acompasando el paso improvisado del ritmo alegre de la saya afroboliviana, dimos tributo a la alegría con los golpes de nuestros tambores e instrumentos, bailando en dos largas columnas guiados por la figura central de Marcelino quien vestido de zambo capo-ral y chicote en mano era un verdadero sal-timbanqui al bailar haciendo rechinar los cas-cabeles de sus botas negras, mientras nosotros con toda animación entonábamos con voces vo-cingleras:"Dónde está mi negra bailando, cargado de su guagüita cantando, cargado de su guagüita bailan-do, negra zamba coge tu manto siempre adelante&" y así transcurrimos por aquel trayecto del carnaval con la ovación del público. Este gesto singular y simpático me hizo entender a temprana edad que nuestro héroe Memin Pingüín nos había alimentado de la tolerancia y el derecho a la felicidad en esos tiempos cuando ciertas danzas y ritmos folclóricos te-nían sus atributos de clase pues seguía-mos respirando ese aire rancio de las megalomanías sociales y ese desprecio descarnado a las tonalidades del color. La italiana María Montessori del siglo pasado no se equivocó en su legado: "No me sigan a mí, sigan a los niños" porque la niñez es siempre el referente del hombre.
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