Hace treinta y cinco años un proyecto de cambios en América Latina rodó por tierra entre la metralla y la traición y tampoco podemos olvidar los siete años de la tragedia de las Torres Gemelas
Escribe Néstor Núñez
Chile enfrentó a partir del 11 de septiembre de 1973, con el advenimiento del fascismo militarista al poder, una etapa de descarnada contrarrevolución que llegaría, a manos de Washington, a difuminarse como el veneno por buena parte de la geografía sudamericana.
Salvador Allende parecía haber fracasado en su proyecto de asumir el gobierno y tomar el poder mediante las tradicionales vías electorales, solo que él no fue de aquellos que abordaron un avión y marcharon al exilio dando las espaldas a sus ideas. Cuando la institucionalidad que quiso defender fue soliviantada, no dudó en empuñar las armas y morir defendiéndola en desigual combate.
Y eso lo ha hecho grande y lo convirtió en referente. Tal vez su proyecto estuvo fuera de época. Entonces otras condicionantes históricas no favorecieron el camino elegido, pero nada de eso opaca su entereza, su virtud, su consecuencia y sus aportes a la lucha de la región.
Apenas unos pocos decenios más tarde, y en un contexto más propicio, otras naciones del área, por el camino de las urnas, han logrado establecer gobiernos populares que se adentran en cambios claves para sus pueblos y para la región.
Pero no es la vía de acceso a las administraciones nacionales el único punto afín que la experiencia del Chile de Salvador Allende muestra con relación a los actuales procesos políticos progresistas del hemisferio.
El gran reto de ayer y de hoy, tres décadas y media después, es la conquista del poder, que en el Chile de 1973 resultó imposible por la artera acción de los militares golpistas y la injerencia estadounidense, y que hoy pretende ser saboteada por las oligarquías locales aupadas, pagadas y asistidas por el mismo socio foráneo.
Y si bien a escala regional y global no son tiempos iguales, ni condiciones objetivas y subjetivas similares a las vigentes en la década del setenta del pasado siglo, no debe pasarse por alto que en el afán de destruir y dañar, los enemigos tienen rostros y tácticas similares.
Si Salvador Allende enfrentó toda una incendiaria escalada subversiva, Venezuela y Bolivia, por ejemplo, han debido derrotar acciones económicas desestabilizadoras, manifestaciones separatistas, ataques del poder mediático derechista e imperial y, en el caso de Caracas, hasta un efímero golpe de Estado que el pueblo y los militares honestos se encargaron de hacer rodar en apenas horas.
Y si en algún sentido la experiencia chilena marca un hito hemisférico, es precisamente en mostrar a los revolucionarios de hoy que comprometerse con la justicia es un empeño permanente, lleno de obstáculos, y donde el luchador debe estar dispuesto al mayor de los sacrificios.
A siete años de la tragedia de las Torres Gemelas
Volverá este 11 de septiembre el saliente presidente George W. Bush a ensayar cara compungida con destino a los medios de prensa, mientras las familias de las víctimas de ese día del 2001 en las Torres Gemelas, de Nueva York, rememorarán con dolor y respeto a sus muertos.
La nación norteamericana se conmoverá ante el dantesco recuerdo, y habrá hasta quienes aprovechen la consternación revivida para exaltar la "guerra mundial contra el terrorismo" y la prolongada y costosa ocupación militar en Iraq y Afganistán.
Otros, en cambio, seguirán preguntándose a siete años de la tragedia hasta dónde ese brutal acto constituyó o no un hecho promovido y alentado por los grandes intereses, que en los Estados Unidos han hecho de las consecuencias del crimen un negocio redondo en materia de conquistas energéticas y gastos belicistas.
Lo cierto es que no faltan sospechas de un complot al estilo de la más refinada mafia norteña. Raro en extremo resulta, por ejemplo, que todo el enmarañado aparato de inteligencia de La Unión, que se dice el más sagaz del planeta, nunca pudo sospechar de los militantes árabes que en plena Florida aprendían a pilotear aviones.
Y -casualidad- los terroristas fueron tan condescendientes que lanzaron los aparatos sobre las Torres en horas tempranas de la mañana, como para que no hubiese un solo alto ejecutivo muerto y si muchos mozos de limpieza, mensajeros, ascensoristas y custodios, la mayoría inmigrantes o trabajadores norteamericanos, a quienes se unirían después policías y bomberos, también humildes ciudadanos.
Mientras, en el Pentágono, sobre el que se dice fue estrellado ese día otro avión, nunca aparecieron restos de nave aérea alguna, ni siquiera las seguras "cajas negras", porque, se informó, toda evidencia se fusionó en medio de las llamas.
En tanto, para otros expertos, lo ocurrido en el Departamento de Defensa fue lo más parecido al impacto de un misil Crucero de mediano alcance, tanto por la configuración de la explosión como por la falta de restos que digan otra cosa.
En fin, que mientras el Presidente y su corte recen y proclamen venganza global, y los familiares de las víctimas confirmen su congoja y su desconsuelo, las nubes de la incertidumbre seguirán rondando el cielo.
Y nadie se sorprenda si en 20, 30 ó 50 años, el inefable Departamento de Estado desclasifique documentos donde se explique que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 no fueron otra cosa que un complot de los halcones imperiales, para intentar imponerse y saquear por la fuerza al resto del orbe.
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