Escribe Ernesto Joaniquina Hidalgo
Nostalgia que se siente al palpar el papel y plasmar con el pulso de la mano un mensaje, una dedicatoria, un poema, una carta o una confesión de amor, tan peculiar como cuando uno recibe una postal escrita o una misiva que cae por el buzón.
Después de pasar los Pirineos llevados por el encanto del poeta Antonio Machado (&) caminante, no hay camino, se hace camino al andar (&) llegamos a esos hermosos acantilados de Costa Brava. La brisa densa del Mediterráneo se dejó sentir con un horizonte que se perdía entre el mar y el cielo. Caminamos descalzos por sus amplias riberas de arena que se mecían con las tersas olas del mar bajo un sol cálido y apacible. Vagamos por los recodos de sus estrechas y sinuosas calles atestadas de cafés, tabernas y bazares. Me detuve en uno de esos negocios donde uno encuentra todo e instintivamente me avoqué a elegir postales de aquella agradable estampa pensando en los míos que esperan un saludo de alguien que les recuerda a la distancia.
Cuanta nostalgia sentí al momento de tomar el bolígrafo y trazar con puño y letra aquellas postales palpables que aún persisten en el tiempo como en el baúl de los recuerdos.
Reconozco que los atributos de la cibernética son ponderables a la hora de los mensajes por el espacio y tiempo. Porque se abre un océano de conocimientos como una ventana directa al mundo en esta suerte de aldea global como la denomina Mc Luhan. Pero reconozco asimismo, que es otra aquella sensación de encanto y hasta de nostalgia que se siente al palpar el papel y plasmar con el pulso de la mano un mensaje, una dedicatoria, un poema, una carta o una confesión de amor. Tan peculiar como cuando uno recibe una postal escrita o una misiva que cae por el buzón, esta rara emoción es algo así como las descripciones que se hace de Florentino Ariza y Fermina Daza en la novela de El amor en los tiempos del cólera o la espera recurrente de todos los viernes cuando bajaba el protagonista de El coronel no tiene quien lo escriba a la costa, en busca del correo que llegaba en una lancha. O esa simbiosis entre el cartero y Pablo Neruda que se refleja en Il postino cuando el poeta vivía el destierro lejos de su Chile en la isla italiana de Capri.
Junto a muchos latinoamericanos que vimos confiscados nuestros derechos y obligados a emprender viaje con las secuelas que trajo el exilio, llegamos a estas tierras frías en aquella década de los 70. Con nosotros se vino un cúmulo de evocaciones y nostalgias como platicara una vez Isabel Allende de visita a Gotemburgo, en un encuentro en el Blå stället de Angered con aquella metáfora sugerente de la flor El no me olvides que la fuimos sembrando en cada manojo de tierra latinoamericana y cuyo apuesto lirio no hacía más que crecer y crecer como nuestros sentimientos.
Recuerdo que por entonces las cartas eran nuestro cordón umbilical con la patria grande y como la espera desespera, éstas se dejaban esperar con creces, pues en el largo y lejano periplo no faltaban los amores contrariados o la ausencia de un enamorado esperando en algún lugar del sur mientras subsistiera el exilio. En tanto había que lidiar las penas del alma con el papel y el lapicero en la mano y esas hermosas canciones grabadas en el recuerdo por Daniel Toro, como aquella que nos insinuaba a alimentar el ánimo Escríbeme una carta: Una carta mi amor sólo una carta que me cuente detalles de tu vida (...) escríbeme, con tinta de violetas en un papel de amor olor a ausencia (...).
Por entonces adolescente, recuerdo que una hermana mía sufría mal de amores, pues el exilio obligado le había arrebatado a su primera pasión y que al bifurcarse con éste se habían jurado amor eterno. Mi joven hermana se consolaba con las cartas que caían por el buzón y con esos madrigales que se la escuchaba musitar llena de felicidad, pero con el pasar del tiempo la frecuencia del correo se fue disipando y ella acongojada se replegó a su cuarto junto a sus clásicos románticos adherida a su grabadora como aquella letra que reiteradamente se escuchaba (&) el fuego del ayer es la ceniza de hoy, tiene nombre al fin lo que hay entre los dos... Simplemente es infidelidad & (Los Iracundos del Uruguay).
Para evitar este tormento y los frecuentes sollozos que se la sentía, saltó mi picardía de mozalbete piadoso y se me ocurrió conseguir estampillas de otros sobres, las que fui desprendiendo con el vapor de una caldera. Sellos los volvía a pegar en un sobre nuevo de los que tenían filigranas de colores en sus bordes. No fue difícil rotular el sobre y el tenor de la carta con ese característico estilo de letra de aquel invocado enamorado. No se necesitaba el arte de escribir cartas. Lo único que me interesaba era hacer feliz una hermana atribulada, y a la sazón cuando vio caer por del buzón aquel sobre de largo recorrido fue tanta su alegría aunque efímera.
Pues se había dado cuenta de mi travesura. Pero a la vez el suceso, resultó ser el remedio final para su mal de amores ya que desde aquella mañana fue nuevamente la muchacha de la sonrisa, en esa nueva realidad que le tocaba vivir.
Las cartas o estas postales que me invitaron al recuerdo son un medio de comunicación entre el que remite y que recibe, seguirán siendo requeridas en toda época para cortar latitudes sean estas tangibles o enviadas por el espacio virtual de estos tiempos.
Lo cierto es que seguirán siendo imprescindibles como un acto de existencia, pues somos seres intrínsecamente comunicacionales y porque sencillamente no existe un Robinson Crusoe en una lejana isla solitaria o en la soledad de una habitación y porque no hay nada más fatal: (&) de aquel que no ha recibido jamás una carta. (Carta a la tía Lía de Felipe Delgado de Jaime Saenz).
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