Escribe Fernando Álvarez
Aunque Ud. no lo crea, un jurado en Chile determinó -una vez más, que el más importante premio otorgado por el país a nivel iberoamericano correspondía a no sé quien. Mejor sería comenzar a leer poesía; y en silencio.
Un precepto por muchos ya olvidado de aquel magnífico canto que es la Epístola moral, pieza clásica del siglo XVII español, no se cansa de machacarnos frente a cada acto de naturaleza pública lo siguiente: "Aquel entre los héroes es contado/ que el premio mereció, no quien lo alcanza/ por vanas consecuencias del Estado". Sin embargo en Chile nadie lo lee; o si lo leen, de frentón no lo entienden.
¿Qué puede decirse frente al más reciente Premio Iberoamericano de Poesía entregado a una autora sin mayor trascendencia en el género? ¿Otra movida más de las fichas ordenada desde la casa de Gobierno? Porque si de premiar mujeres se trata, o si de premiar chilenos se trata, no pudo haber peor elección. Desde ya el jurado estuvo bastante mal integrado. Soledad Bianchi es una teórica chilena, sin duda respetable en su oficio. Pero no se trata de una creadora, sino más bien de una historiadora en el género y, evidentemente, carece de la suficiente sensibilidad para comprender que es lo poético del texto más allá de los textos aprendidos en la universidad. El mexicano Monsivais dijo por ahí no tener idea de quien era la premiada. Y el tercero de marras, un señor francés, poco podía decir ante una opinión que a él debe de haberle parecido confiable respecto a un idioma ajeno. Lo mismo habría hecho cualquier poeta chileno para dilucidar entre las obras de un par de poetas galos; aún dominando el francés. ¿Movida de poder de las autorreferentes féminas nacionales? ¡Sepa Dios! Nuestro país es tan absurdo que lo ilógico resulta normal.
Es pesado, pesadísimo, referirse a estas cuestiones. Más de algún despistado en las letras sostendrá que el silencio al respecto es pura mala leche. ¡Allá él! Puesto que, en este país con vista al mar, a quien critica se le tilda de envidioso, de pretender el mismo galardón, de respirar desde la herida; pero nunca desde la poesía. Obviamente es imposible, enfermizo envidiar a los grandes poetas. A aquellos se le admira, se les ama, se les imita. Y no ocurre lo mismo con los premiados por razones de Estado. Simplemente es mejor olvidarlos.
Es cierto que nuestro continente goza de una magnífica poesía y, al mismo tiempo, de tanta lejanía que sus vasos comunicantes se traban, se ignoran, se esfuman ante la mirada del ignorante como si acaso el mismo género no existiera. Además del analfabetismo impuesto por los mercaderes que asaltaron el templo, a placer y regocijo de los administradores provinciales, tanto la pretensión académica de saber o del ser inteligente como la retardada ubicación de la mujer, cayeron así una pesada bota sobre este oficio para determinarlo y sacarlo más allá de su propio significado en la palabra.
Es preferible, en consecuencia, observar la cuestión desde un punto de vista más positivo; digamos, desde la obra de quienes merecían recibir el -anteriormente- preciado galardón.
Nuestro continente, nuestras lenguas, nuestro mestizaje es y ha sido riquísimo en aquellas poetas cuyo cantar evoca y conmueve más allá del vulgar concepto al que se refiere. El iniciado en las artes sabe tan bien de Claribel Alegría, Gioconda Belli, Daisy Zamora como voces hermanas y necesarias y pronto alcanza alturas increíbles en Blanca Varela o en la ya despedida Olga Orozco en su Toay de Santa Rosa, o en esa Yolanda Bedregal que tanto dijo e hizo por (diría riéndose nuestro Héctor Borda Leaño) la esperada unión coya camba, al menos en el territorio de esa lírica.
Y si de monumentos contemporáneos se trata, cómo desconocer el trabajo, la fuerza, la preponderancia de la mexicana Coral Bracho. Hacerlo es casi un absurdo, un imposible. O de la dulce Blanca Luz Pulido, sin nombrar a otras más a riesgo de ser acusado de intenciones extra literarias. Porque, después de todo, premiar mujeres resulta extremadamente necesario si se desea, por justicia y poesía, elogiar a las mayores plumas entre tanto ya repetido macho; pero de aquellas por cierto a las mejores. En el mismo Chile podría nombrarse al menos ocho candidatas. Y si queremos mirar hacia el lado ahí tenemos a Diana Bellesi, a tanta magnífica creadora argentina.
¿Quiere el jurado acaso una mujer que defienda los derechos de la mujer, que además sea creadora de primera línea, hermosa, desafiante, famosa y admirada por los mejores? Pues bien, lean a la costarricense Ana Istarú, reconocida -por si alguien además respeta el mercadeo contemporáneo y posmo- en Nueva York y en Hollywood; puesto que por otro lado se trata de una actriz y de una dramaturga exitosa. ¿La conocían, acaso?
Si no fuera tal la situación, sino el de galardonear a un autor chileno, la lista es todavía más extensa, partiendo por Óscar Hahn, Manuel Silva Acevedo o, porqué no, el mismísimo Gonzalo Rojas. No en vano en anteriores versiones se ha destacado a José Emilio Pacheco y a Juan Gelman. De allí que no se entienda, salvo por el hecho de pertenecer a la Concertación de partidos de gobierno, haber ubicado a la autora premiada en la misma fotografía junto a los grandes maestros continentales. ¿Qué se busca con ello? Esa la pregunta. Porque obras de primera línea sobran; es cosa que -quienes decidan- se pongan a leer.
Un antiguo programa político chileno terminaba con un enjundioso y muy preclaro ¡Señor, dame tu fortaleza!
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