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El era un hombre, que a sus 44 años,
le había ido de frente hasta a su propio cuerpo

Un adiós Juan Carlos Dávila León

 

Así estamos
consternados
rabiosos
aunque esta muerte sea
uno de los absurdos previsibles

Mario Benedetti


Ayer despedimos a Juan Carlos Dávila León y ustedes se preguntarán ¿quién era esta persona? Y es que cuesta responder a esa pregunta porque era tantas y tantas cosas para muchos de nosotros, que lo conocimos y que iniciamos juntos una formación profesional en la escuela de Servicio Social de la Universidad Católica de Valparaíso por allá por el año 1984. Puedo decir que él era un combatiente, un tremendo combatiente, rebelde, arrojado y siempre en la primera línea, pero no sólo en el combate contra la dictadura: él era un hombre, que a sus 44 años, le había ido de frente hasta a su propio cuerpo. Lo recordaré siempre al límite; con su imponente figura y su fragilidad emocional extrema, que aquellos que lo conocíamos más podíamos detectar claramente detrás de su dureza aparente; pero que sin embargo, para los más lejanos parecía incluso arrogancia.


Ayer 7 de mayo lo acompañamos hasta el Cementerio de Playa Ancha sus compañeros de los 80 y era impresionante reencontrarse con esas gentes tan entrañables en un momento tan triste, porque lo de Juan Carlos se veía venir, muchos lo sabíamos, era sólo cosa de tiempo. El año 2006, si mal no recuerdo, lo encontré un día en nuestra escuela y no lo podía creer porque me contó que se había reincorporado a Trabajo Social. Sé que lo intentó un tiempo, así que quizás más de alguno de ustedes, que espero lea estas letras, compartió una sala de clases con él sin saber quién era ese hombre.


Juan Carlos era un líder, un dirigente estudiantil carismático, pero de pocas palabras, su tema era la acción, la lucha frontal, el enfrentamiento. Militante del MIR, una bandera roja y negro cubrió su ataúd ayer y, en ese momento, sentí que era justo que se fuera arropado por sus colores pese a todo lo que se pueda haber dicho de él, porque "el soto", como le decían sus más cercanos, peleó y eso no lo puede negar nadie, se fue por el mundo a dar la batalla por lo que él creía sería una sociedad más justa.


En el año 1984, quiero decir, sin pudor, no fuimos pocas las mujeres que nos deslumbramos con este hombre atractivo, de pelo largo a la usanza de los 70, de ojos y sonrisa preciosa; pero sobre todo, nos deslumbramos con su convicción y fuerza que hacían de él un líder carismático y potente. Nunca olvidaré las clases de sociología cuando él le planteaba sus argumentos al profesor Fernando Alvarado, o las de economía, con Reinhard Zorn. Ahí Juan Carlos mostraba su postura política con tal aplomo que nos fue encantando y sumando definitivamente a una opción que se convirtió en un viaje sin retorno en la vida de muchos de nosotros. Cuando digo un líder potente no sé si se podrán imaginar la magnitud de lo que expreso, no quiero caer en el pecado de la nostalgia, por eso convengamos en que era otro contexto y quizás en él se elevan las potencialidades individuales tan sólo como en esos momentos podría ocurrir; no obstante, más allá de las lecturas que cada uno pueda hacer sobre lo que afirmo, lo cierto es que Juan Carlos fue determinante en la vida y las opciones de muchos de los que fuimos parte de aquella lejana generación de los 80.


Por eso, en estos momentos quiero sólo agradecer el haberlo conocido, pese a todo, conociendo aún sus oscuridades, que no eran pocas; nada importa, porque el cariño es así, y él me había "ganado", y me había colocado de su lado definitivamente hace más de dos décadas, cuando un día de agosto de 1984 supimos que, por segunda vez, había "caído" en poder de la CNI. En la perspectiva del tiempo me resulta aún más brutal y doloroso imaginar lo que ahí vivió; las torturas a las que fue sometido durante varios días, junto a otros tres compañeros, también dirigentes estudiantiles de la Universidad Católica; porque sólo tenía 20 años. Sí, a sus 20 años comenzó a vivir un largo cautiverio en la Cárcel de Valparaíso que marcó su vida a fuego y para siempre. Recuerdo que como estudiantes de Servicio Social, y compañeros de curso de Juan Carlos, generamos innumerables acciones en su favor, pero con el correr del tiempo sólo nos quedó ir a visitarlo cada sábado a la cárcel.


Pero claro, no sólo hubo tristeza compartida, por el contrario, como buenos estudiantes universitarios de aquellos años, donde se mezclaba perfectamente la lucha revolucionaria y la peña y la bohemia, partimos sin más a conocer los notables bares porteños en compañía de Juan Carlos y no fuimos pocos los que podemos dar testimonio de lo plenos que nos llegamos a sentir en ciertos momentos, con la convicción de que la vida estaba toda por delante, que el mundo era nuestro y lo podíamos cambiar. Entre la lucha revolucionaria, la cerveza, el vino, el humo de cigarro y los amores nuestro compañero disfrutó como él sabía hacerlo, siempre sonriendo, siempre acompañado, siempre disponible para vivir la vida como si fuese el último día.


Sin embargo, cuando uno se enfrenta a la tarea de recordar empiezan a aparecer todos los Juan Carlos que fue o que conocí, y claro, ahí uno se encuentra con el dolor de estos últimos años, donde cada noticia suya hacía presagiar este desenlace. No me gustaría retratarlo así, no obstante, la rabia viene cuando uno dice por qué no lo ayudamos a darse tregua; por qué, desde nuestra vida acomodada de sobrevivientes tan heridos y contusos como él, no lo ganamos para esperar hasta que llegase el tiempo de mirar la vida pasar detrás de la ventana apacible y quieta. Es que quizás no era posible, él era un indomable como pocos y también, citando a Mario Benedetti, intuíamos qué polvos trajeron esos lodos a su vida. Me atrevo a decir que su dolor era antiguo y profundo y que su ímpetu avasallador lo tenía ahora dándole la pelea a su propio cuerpo. Varias veces lo conversé con él en los últimos años, y no debo haber sido la única, claro que no; pero era peligroso para la propia integridad hablar de esos temas con él, porque el vacío existencial que constituía el telón de fondo de su situación, era también el mío y el de toda una generación que fue derrotada, la diferencia está en que él no escogió acomodarse, como siempre, prefirió el más arriesgado y devastador de los caminos.


Al fin, yo prefiero recordarlo peleando por sus ideales revolucionarios, pensando que el mundo era suyo: imponente e insolente; diciendo que había que salir a la calle, con la vehemencia y la intensidad de los 20 años, que nunca se aplacaron en él. Me voy a quedar con su inagotable deseo de vivir hasta el extremo todo lo que la vida le ofreció, y, por sobre todo, prefiero quedarme con esas imágenes que conservo nítidas desde los años 80, tal como si aquello hubiese sucedido ayer cuando lo veíamos salir desde el Gimpert a combatir con los pacos, cubriendo su cara con un pañuelo rojo y negro, pero todos sabíamos que era él, porque él era inconfundible.

Patricia Alvarado
Servicio Social UCV
Generación de 1984

Valparaíso, 7 de mayo de 2008



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