Por Juan Cameron
La poesía de este arquitecto nortino fue recopilada y publicada en Barcelona por Rodrigo Lazcano, su hijo y colega de profesión. Sus breves e inteligentes observaciones apuntan al croquis, al trazado cotidiano y su preocupación por el paso del tiempo y de la existencia. Lazcano, quien falleciera a los 65 años de edad, era un hombre inquieto y preparado, un lector conocido por las calles de Viña del Mar, la misma ciudad donde el volumen fue presentado a mediados de marzo.
Ángel Gilberto Lazcano Ward nació en Iquique, en el norte de Chile, en 1940. Una persistente diabetes lo llevó a la tumba hace ya tres años, en Quilpué, ciudad donde residía junto a su esposa. Según señala su hijo y editor en la contratapa del libro, estudió arquitectura en la Universidad Católica de Valparaíso y se desempeñó profesionalmente tanto en esta zona del país como en su puerto natal y el la localidad de Isluga, en pleno desierto atacameño.
Según Patricio González, de la Librería y editorial Altazor, Lazcano era un asiduo cliente y amigo, además de un fino observador que poca costumbre tenía de mostrar sus poemas. Una opinión similar manifestaron varios asistentes a la presentación de este volumen -La síntesis adelgaza lo dicho y nutre lo entredicho- que tuvo lugar en el Centro Cultural de Avenida Libertad 250, de la ciudad jardín, el 19 de marzo recién pasado.
Lazcano Ward era un rostro conocido en la calle Valparaíso. Durante su carrera solía frecuentar los talleres que los estudiantes de arquitectura con mayores recursos arrendaban en las viejas casas del Pasaje Alamos. Se trataba de enormes y altas habitaciones con vista a la calle abarrotadas de mesas de dibujos, estantes con maquetas y planos y libros de arte, encuadernados la gran mayoría, donde se apilaba el registro de la escultura y de la pintura modernas. En ese cruce y entrecuce de la memoria y los caminos, es bueno rencontrar al autor en torno a una disciplina tal vez impensada en aquellos tiempos. Es él quien traslada al lector aquellas imágenes: "Fue poseído de una profunda nostalgia/ la falta de sentido./ Hizo soplar un viento pálido/ que junto con las primeras hojas/ de otoño se lo llevó al fondo del/ baúl del universo".
La información previa a la lectura volumen considera estos trabajos como micro cuentos o pequeños ensayos. Pero se trata de poemas, no por su mera condición epigramática o el procedimiento de síntesis que el autor aplica en su escritura, si no además, porque sus observaciones o notas utilizan de común figuras retóricas y recurren con frecuencia a la eufonía. La condensación, la forma, el deseo que contener el universo en un puño delatan la intención del autor para ejercer este oficio.
Se trata de un trabajo digno. De su poesía, como de toda obra aceptada en el género, puede decirse que llega al lector por su vibración y por la capacidad evocativa que contiene. Es decir, por su sonido y su sentido. Pero no el sentido que las palabras usualmente indican en nuestro espacio común; sino el sentido que estas hacen en sí, en la ocupación de ese habitat que, sobre escenario de la imaginación, el receptor se hace. Resulta, en consecuencia, una legítima labor de arquitectura.
Lazcano gustaba de manejarse y entrecruzar imágenes: "Aquella noche/ los cangrejos caligrafiaban la arena./ Él toma la arena tibia./ Ella escanchó estrellas./ Un avión a 10.800 metros de altura/ coincide,/ él le toma el muslo/ ella sueña con su arribo a París". Las distintas tomas, planos visuales y tiempos verbales sobre una escena en permanente movimiento, recrean un mundo nuevo, una historia nueva, una situación que puede haber ocurrido o no al lector, pero al que sin embargo le es familiar. Esa complicidad entre éste y el autor basta para determinar el género literario de ese puente que es el libro, el poema o cualquier mínima expresión de arte.
Como en toda poesía el precepto ético se hace presente al trasladar, al territorio del lenguaje, la actitud del individuo que sigue su camino con el objetivo trazado. La dolorosa certeza de existir y de ser finito, la aceptación de aquello, por otro lado, está en el marco señalado. El poeta nos dice, y tal vez con cierta amarga sonrisa: "Nueva York no existe./ No me consta Isla de Pascua./ La Plaza de mi ciudad es un invento./ Mis vecinos son teóricos./ El interruptor de mis ojos/ reinventa todo aquello mirado./ Y por último/ mi espalda ha emprendido viaje/ al incierto Estambul".
Es bueno reencontrarse con todo este aparataje simbólico del que el arte es portador; aparataje simbólico que, de cualquier, transita por nuestro mismo trayecto. Cada poeta hace mundo con su trabajo diario, y así lo demuestra Gilberto Lazcano en estas notas escritas, seguramente, sin mayor pretensión, justo en los momentos en que nuestra civilización se cae a pedazos.
Trabajos como éste, hechos por individuos en apariencia comunes y ajenos al mundo de la literatura, devuelven la esperanza en el lenguaje. Y nos recuerda también que nuestro continente goza de una magnífica poesía a pesar de que sus vasos comunicantes se traban, se ignoran, se esfuman ante la mirada del ignorante como si acaso el mismo género ya no existiera. A veces resulta dificultoso saber qué es poesía o dónde ésta se encuentra. Además del analfabetismo impuesto en estos tiempos para regocijo de muchos, tanto la pretensión académica como teórica, tanto la cuestión de los géneros cuanto de no sabemos ya qué, cayeron como una pesada bota sobre el oficio para determinarlo y sacarlo más allá de su propio significado en la palabra.
Con los epigramas de Gilberto Lazcano se vuelve a creer que la poesía sigue viva entre los habitantes del idioma; que esas imágenes extractadas de la infancia -maniceros, palomas, balaustradas- tienen una significación mayor a las señaladas por la teoría y por los estudios del área. Tal vez el lema de Mallarmé recobra validez con este tipo de rescates.
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